La fotógrafa norteamericana operaba por series. Quizá la más conocida respondía a un encargo: documentar el centro de la ciudad de Chicago, un centro de rascacielos del siglo XIX, donde de noche y los fines de semana, cuando los edificios se desangran de los oficinistas que huyen, como sombras diminutas empequeñecidas por las moles altivas, quedan yermos, así como las calles, pobladas de espectros: una ciudad exhausta.
Si retrato es inmisericorde. Fachadas repetitivas, semejantes a rejas o alambradas. Sean horizontales o verticales, tersas, rectas u ondulantes, asciendan como picas, o rayen el horizonte, enclaustren ventanas o se configuren como un trama uniforme, las verjas metálicas cierran la vista. Nunca el muro o la pared se ha mostrado tan bien y tan descarnadamente como un impedimento y un encierro. De un lado y de otro de este enrejado, que el blanco y negro acentúa, no vive nadie. Sea de día o de noche, inmune al tiempo, el muro, la cuadrícula inmutable se alza hasta donde la mirada no alcanza.
La vida de Chicago no escapó a la cámara de Bárbara Crsne. Pero acontece al borde del lago, como otras series, alejadas del centro carcelario captan.
Una exposición, hoy, en París, descubre la mirada escrutadora de esta fotógrafa. Pocas veces la arquitectura moderna ha revelado la indudable, casi perversa fascinación y la inquietud que suscita, y su inhumano carácter.
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