lunes, 7 de abril de 2014
HANNE DARBOVEN (1941-2009): HOMERO. LA ODISEA (1971)
La artista conceptual alemana Hanne Darboven revivió la odisea de reescribir uno de los textos fundacionales de la cultura europea, que marca su geografía física y de las creencias, su estética y su ética.
La escritura o reescritura repite el viaje de Odiseo.
La obra respeta cuidadosamente el texto y su ordenación en cantos y párrafos. Letras y anotaciones cubren las hojas.
Una primera versión recrea el texto homérico con una escritura inventada, que permite "leer" el texto como un viaje laberíntico.Traza las circunvalaciones tanto del viaje como de su lectura ; la segunda versión, copia una traducción alemana.
El sinnúmero de hojas, todas del mismo tamaño, sobriamente enmarcadas, se despliegan sobre los muros de las salas y componen un paisaje en el que la vista se pierde. El rigor con el que el texto está escrito de un modo constante, sobre hojas idénticas, controla el errático viaje de Odiseo -y le da forma-, y el largo proceso de la transcripción.
La historia de Europa, o del Mediterráneo se halla en este vasto territorio, que debe ser desenredado.
El Museo Nacional de Arte Moderno. Centro Reina Sofía (MNACS), en Madrid, presenta una muestra antológica en este momento
La escritura o reescritura repite el viaje de Odiseo.
La obra respeta cuidadosamente el texto y su ordenación en cantos y párrafos. Letras y anotaciones cubren las hojas.
Una primera versión recrea el texto homérico con una escritura inventada, que permite "leer" el texto como un viaje laberíntico.Traza las circunvalaciones tanto del viaje como de su lectura ; la segunda versión, copia una traducción alemana.
El sinnúmero de hojas, todas del mismo tamaño, sobriamente enmarcadas, se despliegan sobre los muros de las salas y componen un paisaje en el que la vista se pierde. El rigor con el que el texto está escrito de un modo constante, sobre hojas idénticas, controla el errático viaje de Odiseo -y le da forma-, y el largo proceso de la transcripción.
La historia de Europa, o del Mediterráneo se halla en este vasto territorio, que debe ser desenredado.
El Museo Nacional de Arte Moderno. Centro Reina Sofía (MNACS), en Madrid, presenta una muestra antológica en este momento
domingo, 6 de abril de 2014
AIR Y LA CORBUSIER
Pese al desmesurado éxito del grupo Daft Punk en 2013, la banda francesa Air, formada por un arquitecto (Nicolas Godin -1969-) y un matemático, se mantiene, y vuelve a la actualidad.
El Museo de Bellas Artes de Lille (norte de Francia) le ha pedido una colaboración, a punto de presentarse: composiciones musicales que "interpreten" obras, espacios y edificios que componen el museo.
Air empezó su carrera en 1995 con un homenaje musical al Modulor de La Corbusier.
Posteriormente, en 2003,grabaría y pondría en música textos de la novela City, del escritor y filósofo italiano Alessandro Baricco (1958), leídos por el propio escritor (City Reading)
Agradezco a la arquitecta Gemma Serch toda esta información.
El Museo de Bellas Artes de Lille (norte de Francia) le ha pedido una colaboración, a punto de presentarse: composiciones musicales que "interpreten" obras, espacios y edificios que componen el museo.
Air empezó su carrera en 1995 con un homenaje musical al Modulor de La Corbusier.
Posteriormente, en 2003,grabaría y pondría en música textos de la novela City, del escritor y filósofo italiano Alessandro Baricco (1958), leídos por el propio escritor (City Reading)
Agradezco a la arquitecta Gemma Serch toda esta información.
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Modern Art,
música y arquitectura
jueves, 3 de abril de 2014
Magia y arquitectura: amuletos mesopotámicos
Las construcciones del centro y el sur de Mesopotamia, donde la piedra escaseaba, así como la madera con la que encender fuegos, eran de ladrillos de barro secados al sol. Solo determinadas piezas, inscritas con fórmulas mágicas, plegarias y maldiciones, se cocían, a fin que la humedad no les afectara y su destrucción no acarreara la caída del edificio.
Toda construcción se iniciaba con un rito fundacional. Éste consistía en la entrega de ofrendas a la tierra. de este modo se contentaba a los dioses del subsuelo para que aceptaran que los cimientos del edificio se adentraran en las entrañas de la tierra, que eran sus posesiones.
Además de estatuillas y materiales semi-preciosos, se solían depositan conchas marinas. Éstas evocaban las aguas primordiales.
En el imaginario mesopotámico, el cosmos nació de las aguas dulces: las aguas del delta del Tigris y el Eúfrates, así como de estos mismos ríos. Éstas eran una divinidad llamaba Abzu (Aguas de la vida) o Nammu (la gran matriz). En dichas aguas moraban otras divinidades tan antiguas que no tenían aun forma humana. Eran peces: carpas. Éstas eran -son- peces fluviales de gran tamaño, dotados de unos filamentos bajo la boca que se asemejan a las barbas de los sabios. Las carpas eran animales divinos, adorados.
Las conchas retrotraían a los tiempos originarios.
Unos amuletos de arcilla, insertados en los cimientos y en los gruesos muros de adobe, cumplían una función similar. se trataba de figuritas -o de plaquitas en relieve- que representaban a peces, o a seres híbridos: peces -carpas- con rostro y pies humanos. Estas estatuillas representaban a los apkallu, seres mitológicos que mediaban entre los dioses y los hombres. Atendían al dios creador Enki, hijo de la diosa de las aguas Nammu. Vivía en un palacio en el seno del Abzu, el seno de su madre. Modeló a los seres humanos y, por medio de los apkallu, les transmitió las técnicas con las que pudieron habilitar el espacio. Entre éstas, además de la agricultura y la cerámica, destacaban las artes de la construcción.
Un edificio se levantaba adecuadamente y no se derrumbaba -al menos hasta que un diluvio no socavara los muros- si se cumplía con el rito fundacional adecuado. Gracias a la deposición en la tierra de conchas y amuletos en forma de pez, se evocaban las aguas primigenias. Éstas engendraron, en el origen de los tiempos, al cosmos y a los dioses. Todo lo que fue creado entonces era perdurable. Surgió con las características adecuadas, resplandecientes, incontaminado, con el resplandor aun no apagado por el paso del tiempo.
Gracias a las conchas y los peces, que eran los dioses primordiales ligados a las Aguas de la vida, la construcción no se realizaba en el tiempo, en un tiempo dado, sino en el origen, antes del tiempo. Se llevaba a cabo al mismo tiempo que el universo. La construcción era así una creación de las aguas primordiales o de los dioses originarios. El edificio tendría la misma fuerza, la misma "consistencia", una "necesidad" parecida al de las formas y los seres engendrados en los inicios de los tiempos. El tiempo no le afectaría pues. Duraría lo que duran dioses, montes, ríos, y las quietas aguas de las marismas: el tiempo del universo.
La protección que los amuletos en forma de pez era, así, de un tipo particular. Vencían o detenían el tiempo, y trasladaban el acto fundacional hasta hacerlo coincidir con el acto fundacional del cosmos, cuanto todo lo fundamental fue creado para siempre.
Aun hoy, recordamos dichas construcciones, aunque físicamente hayan retornado al barro.
miércoles, 2 de abril de 2014
Los castillos encantados
La presente exposición Metamorfosis, en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB), sobre la obra de tres "magos" de la animación cinematográfica, permite plantear qué es un castillo encantando, una figura prominente en numerosos cuentos, ilustrados por los animadores incluidos en esta muestra.
Un castillo encantado sería un recinto que ha sufrido un encantamiento, o un lugar donde quien accede a él sufre un hechizo. Tanto en un caso como en otro, el visitante se ve confrontado a una situación distinta de la habitual, por no decir irreal.
La figura del castillo encantado es común a un sinnúmero de relatos, míticos o no, que cuentan ritos de paso, o pruebas por las que pasa el protagonista. Desde el palacio de la maga Circe, en el que los compañeros de Ulises son metamorfoseados en cerdos y encerrados en una pocilga, o, el palacio desértico, en medio de un bosque, que acuna los encuentros nocturnos de Eris y Psique, tal como los narró el escritor romano Apuleyo, hasta los castillos de Barba Azul, Blancanieves o la Reina de las Nieves, la casa Usher, o el Castillo "de" Kafka, estas construcciones son cajas mágicas donde se subvierte el orden.
Se hallan siempre fuera del espacio urbano. Se ubican en parajes remotos, aislados, de difícil acceso, desde bosques hasta cumbres encrespadas. En aquellos casos en los que se ubican en el corazón de un asentamiento, un espacio circundante extraño los envuelve: calles desiertas, silenciosas, por las que no transita un alma, barridas por gélidas corrientes de aire. El entorno evoca un mundo muerto y mortífero. La desmesura, y la falta de proporción entre el castillo y el resto de las construcciones, señalan la extrañeza que el castillo causa y le embarga.
Son castillos lúgubres o deslumbrantes; levantados con materiales imposibles o inimaginables, como el hielo, materiales con los que habitualmente no se puede construir.
No acogen a nadie, o a seres solitarios, invisibles, a veces, que están en odas partes y en ningún lugar. El castillo más parece una cárcel que los mantiene apartados, aunque sus dueños puedan salir ocasionalmente al exterior. Como el Laberinto para el Minotauro, el castillo actúa tanto como un lugar de encierro para su dueño, como un cebo o una trampa con el que seduce y atrapa a sus víctimas. Pues quienes entran en estos castillos sin haber sido invitados se convierten siempre en blanco de la ira o la gula de lo dueños -o el dueño: éste suele ser un ser único, solitario y arisco -que sueña, como la Bestia, con una compañía.
La organización espacial desconcierta. Ya, de entrada, el acceso es difícil, porque no es evidente. La puerta está cerrada a cal y canto, pero cede cuando se halla cómo abrirla. El interior se asemeja a una cárcel grabada por Piranesi: escalinatas empinadas, de caracol, a menudo, rampas, puentes, pasadizos, puertas secretas, torreones, amplias salas abovedas solo animadas por el eco de los pasos temerosos del inquieto visitante, son ruidos, o voces, más que figuras, las que animan estos espacios. Junto con condiciones ambientales extrañas -hace un frío de muerte, o un calor insoportable, la luz es lúgubre o, por el contrario, ciega-, el castillo se estructura de tal modo que obliga a quien lo recorre a perderse, rompiendo con el espacio en el que se mueve habitualmente, y forzándole a olvidarse de él, entre otras causas porque es imposible encontrar el camino de vuelta. Un castillo encantado es un espacio final. Por otra parte, quien penetra en el interior sufre una tal transformación física o mental que ya no podría regresar a su ámbito cotidiano. Los interiores protegen, defienden la integridad. El castillo encantado, en cambio, fuerza el cambio. Sus dueños no son de este mundo: ogros, cíclopes, gigantes, hechiceras, madrastras -que son magas, necesariamente- los pueblas: son la imagen inversa o invertida del buen ciudadano, del civilizado, del ser familiar. La misma Muerte, o el Diablo, reinan. Y quienes los encuentran se vuelven también, temporalmente al menos, extraños: entran en un estado que no les es propio, ni es propio de la vida diaria. Pueden caer un un sueño profundo, una imagen de la muerte, durante años o siglos.
Este espacio se recorre con la imaginación. El contacto con el castillo encantado se produce siempre en el ámbito doméstico. De noche, a la luz de una lámpara, bien protegido, acurrucado, en la cama o en un sillón, los castillos encantados son presentados en cuentos que se leen o son leídos. La extrañeza que despiertan solo se alcanza en la intimidad del hogar. El viaje al castillo encantado refuerza o teje las relaciones familiares o amistosos.
Los castillos encantados invitan a vivir otras vidas. Descubren la cara oculta de la vida, que se tiene que descubrir para poder vivir. Son espacios en los que se vive con la imaginación -que es lo que permite vivir vidas más intensas y plenas- experiencias que sacan al lector o al oyente de sus coordenadas, sus costumbres.
A la vuelta del castillo, cuando el libro se cierra y se apaga la luz, las virtudes o bondades del hogar se destacan con mayor nitidez. El castillo encantado ayuda a vivir. Acrecienta el aprecio del espacio propio. La confrontación con lo ajeno, y los peligros o cambios que comporta, reconforta. Y prepara para poder salir del ámbito doméstico. Sin castillo encantado, la noción del hogar no cobra valor.
¿Pero qué ocurre en hogares siniestros o violentos? ¿Qué utilidad puede tener enfrentarse, siquiera con la imaginación, a un espacio que no se distingue del cotidiano? Quizá los ámbitos siniestros sean aquellos donde no se leen, no se pueden leer, no hay nadie que lea -cuando cae la noche, se encienden las primeras lumbres, cuando los fantasmas de la imaginación salen de su letargo y los muebles se dotan de ruidos insólitos-, cuentos sobre castillos encantados.
Un castillo encantado sería un recinto que ha sufrido un encantamiento, o un lugar donde quien accede a él sufre un hechizo. Tanto en un caso como en otro, el visitante se ve confrontado a una situación distinta de la habitual, por no decir irreal.
La figura del castillo encantado es común a un sinnúmero de relatos, míticos o no, que cuentan ritos de paso, o pruebas por las que pasa el protagonista. Desde el palacio de la maga Circe, en el que los compañeros de Ulises son metamorfoseados en cerdos y encerrados en una pocilga, o, el palacio desértico, en medio de un bosque, que acuna los encuentros nocturnos de Eris y Psique, tal como los narró el escritor romano Apuleyo, hasta los castillos de Barba Azul, Blancanieves o la Reina de las Nieves, la casa Usher, o el Castillo "de" Kafka, estas construcciones son cajas mágicas donde se subvierte el orden.
Se hallan siempre fuera del espacio urbano. Se ubican en parajes remotos, aislados, de difícil acceso, desde bosques hasta cumbres encrespadas. En aquellos casos en los que se ubican en el corazón de un asentamiento, un espacio circundante extraño los envuelve: calles desiertas, silenciosas, por las que no transita un alma, barridas por gélidas corrientes de aire. El entorno evoca un mundo muerto y mortífero. La desmesura, y la falta de proporción entre el castillo y el resto de las construcciones, señalan la extrañeza que el castillo causa y le embarga.
Son castillos lúgubres o deslumbrantes; levantados con materiales imposibles o inimaginables, como el hielo, materiales con los que habitualmente no se puede construir.
No acogen a nadie, o a seres solitarios, invisibles, a veces, que están en odas partes y en ningún lugar. El castillo más parece una cárcel que los mantiene apartados, aunque sus dueños puedan salir ocasionalmente al exterior. Como el Laberinto para el Minotauro, el castillo actúa tanto como un lugar de encierro para su dueño, como un cebo o una trampa con el que seduce y atrapa a sus víctimas. Pues quienes entran en estos castillos sin haber sido invitados se convierten siempre en blanco de la ira o la gula de lo dueños -o el dueño: éste suele ser un ser único, solitario y arisco -que sueña, como la Bestia, con una compañía.
La organización espacial desconcierta. Ya, de entrada, el acceso es difícil, porque no es evidente. La puerta está cerrada a cal y canto, pero cede cuando se halla cómo abrirla. El interior se asemeja a una cárcel grabada por Piranesi: escalinatas empinadas, de caracol, a menudo, rampas, puentes, pasadizos, puertas secretas, torreones, amplias salas abovedas solo animadas por el eco de los pasos temerosos del inquieto visitante, son ruidos, o voces, más que figuras, las que animan estos espacios. Junto con condiciones ambientales extrañas -hace un frío de muerte, o un calor insoportable, la luz es lúgubre o, por el contrario, ciega-, el castillo se estructura de tal modo que obliga a quien lo recorre a perderse, rompiendo con el espacio en el que se mueve habitualmente, y forzándole a olvidarse de él, entre otras causas porque es imposible encontrar el camino de vuelta. Un castillo encantado es un espacio final. Por otra parte, quien penetra en el interior sufre una tal transformación física o mental que ya no podría regresar a su ámbito cotidiano. Los interiores protegen, defienden la integridad. El castillo encantado, en cambio, fuerza el cambio. Sus dueños no son de este mundo: ogros, cíclopes, gigantes, hechiceras, madrastras -que son magas, necesariamente- los pueblas: son la imagen inversa o invertida del buen ciudadano, del civilizado, del ser familiar. La misma Muerte, o el Diablo, reinan. Y quienes los encuentran se vuelven también, temporalmente al menos, extraños: entran en un estado que no les es propio, ni es propio de la vida diaria. Pueden caer un un sueño profundo, una imagen de la muerte, durante años o siglos.
Este espacio se recorre con la imaginación. El contacto con el castillo encantado se produce siempre en el ámbito doméstico. De noche, a la luz de una lámpara, bien protegido, acurrucado, en la cama o en un sillón, los castillos encantados son presentados en cuentos que se leen o son leídos. La extrañeza que despiertan solo se alcanza en la intimidad del hogar. El viaje al castillo encantado refuerza o teje las relaciones familiares o amistosos.
Los castillos encantados invitan a vivir otras vidas. Descubren la cara oculta de la vida, que se tiene que descubrir para poder vivir. Son espacios en los que se vive con la imaginación -que es lo que permite vivir vidas más intensas y plenas- experiencias que sacan al lector o al oyente de sus coordenadas, sus costumbres.
A la vuelta del castillo, cuando el libro se cierra y se apaga la luz, las virtudes o bondades del hogar se destacan con mayor nitidez. El castillo encantado ayuda a vivir. Acrecienta el aprecio del espacio propio. La confrontación con lo ajeno, y los peligros o cambios que comporta, reconforta. Y prepara para poder salir del ámbito doméstico. Sin castillo encantado, la noción del hogar no cobra valor.
¿Pero qué ocurre en hogares siniestros o violentos? ¿Qué utilidad puede tener enfrentarse, siquiera con la imaginación, a un espacio que no se distingue del cotidiano? Quizá los ámbitos siniestros sean aquellos donde no se leen, no se pueden leer, no hay nadie que lea -cuando cae la noche, se encienden las primeras lumbres, cuando los fantasmas de la imaginación salen de su letargo y los muebles se dotan de ruidos insólitos-, cuentos sobre castillos encantados.
lunes, 31 de marzo de 2014
MIKHAEL SUBOTZKY (1981) & PETER WATERHOUSE (1981): PONTE CITY (2008-2013)
Ponte City es el rascacielos más alto de África. Tiene cincuenta y cuatro pisos y ciento setenta y cinco metros de alto. Se construyó en el centro de Johanesburgo, en África del Sur, en 1975. No tenía relación alguna con el entorno. Blancos acomodados compraron los pisos. En los años noventa, abandonaron el centro de la ciudad hacia urbanizaciones periféricas valladas. La torre fue abandonada y ocupada por familias sin recursos. Vivían sin agua ni electricidad. La basura ya no se recogía. La degradación llegó hasta tal punto que hace unos diez años se intentó restaurar el conjunto y destinarlo a una clase media.
Fue entonces cuando el fotógrafo sudafricano Subotzky empezó a retratar el edificio, las familias y las imágenes con las que estaban confrontadas. Era de esperar que disfrutaran desde las alturas de las vistas circundantes, un sueño al alcance de pocos. Los ventanales, sin embargo, están velados por cortinas y las familias están volcadas hacia los televisores -fuera solo distinguen descampados y basureros, el cielo es una pantalla-, cuyas diminutas imágenes luminosas, observadas desde fuera, se reflejan en los cristales.
Ponte City: ¿cárcel, o Eldorado? El edificio vive, pese al abandono, nuevamente; viven familias, que dan la espalda al mundo. Como si fuera un teatro, que permitiera olvidar la realidad.
La serie Ponte City se expone hoy en París.
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