jueves, 22 de diciembre de 2016
miércoles, 21 de diciembre de 2016
PETER FISCHLI (1952) & DAVID WEISS (1946-2012): DER LAUF DER DINGE (THE WAY THINGS GO - CÓMO LAS COSAS FUNCIONAN, 1987)
Der Lauf Der Dinge (The Way Things Go) - Peter Fischli & David Weiss from Sharer 4 on Vimeo.
Una próxima exposición centrada en esta obra de video-arte pionera invita a ver o a volver a ver la filmación de esta fascinante y absurda -fascinante puesto que absurda- instalación -que tanto ha sido imitada.
Fascinante no solo para los niños (quienes sí suelen disfrutarla)
Sobre estos artistas suizos, véase su página web
Una próxima exposición centrada en esta obra de video-arte pionera invita a ver o a volver a ver la filmación de esta fascinante y absurda -fascinante puesto que absurda- instalación -que tanto ha sido imitada.
Fascinante no solo para los niños (quienes sí suelen disfrutarla)
Sobre estos artistas suizos, véase su página web
Arfriquitectura
Bien es cierto que hubo un tiempo, hace muchos años, en que en la Escuela de Arquitectura de Barcelona se aprobaban tesis doctorales sesudas, aburridas. Algún arquitecto realizaba la "investigación" sobre su propia obra -incluso sobre las ventanas en sus proyectos- pero estas pequeñas alegrías no eran habituales.
Todo cambió cuando al fin, gracias a un director de la Escuela particularmente innovador, un docto tribunal otorgó un Apto. Cum Laude a una tesis doctoral que ha hecho historia y ha puesto el nombre de la Escuela en boca de todas las universidades del mundo. Solo hace falta buscar los comentarios por internet.
La tesis demostraba que las medidas de las pirámides egipcias ofrecían fechas de hechos del pasado, presente y futuro, relacionadas hasta con la vida de Cristo.
Ahora, un libro, publicado nada menos que por una editorial reputada como Larousse "presenta el fruto de un pormenorizado y pluridisciplinar estudio de la Gran Pirámide partiendo de los recursos que ofrece la arquitectura y desvela, uno tras otro, los principales misterios que envuelven a esta «enciclopedia de piedra»:
"El descubrimiento de un Código Secreto, que «hace hablar» a los números y que se halla asociado a las medidas y magnitudes de la Gran Pirámide revelará, por último, uno de los mayores enigmas de la antigüedad: el nombre de la civilización madre que daría origen a los antiguos egipcios. Una información que puede ser decisiva para esclarecer uno de los misterios más fascinantes de la historia de la Humanidad: la ubicación de la Atlántida.
Todo cambió cuando al fin, gracias a un director de la Escuela particularmente innovador, un docto tribunal otorgó un Apto. Cum Laude a una tesis doctoral que ha hecho historia y ha puesto el nombre de la Escuela en boca de todas las universidades del mundo. Solo hace falta buscar los comentarios por internet.
La tesis demostraba que las medidas de las pirámides egipcias ofrecían fechas de hechos del pasado, presente y futuro, relacionadas hasta con la vida de Cristo.
Ahora, un libro, publicado nada menos que por una editorial reputada como Larousse "presenta el fruto de un pormenorizado y pluridisciplinar estudio de la Gran Pirámide partiendo de los recursos que ofrece la arquitectura y desvela, uno tras otro, los principales misterios que envuelven a esta «enciclopedia de piedra»:
"El descubrimiento de un Código Secreto, que «hace hablar» a los números y que se halla asociado a las medidas y magnitudes de la Gran Pirámide revelará, por último, uno de los mayores enigmas de la antigüedad: el nombre de la civilización madre que daría origen a los antiguos egipcios. Una información que puede ser decisiva para esclarecer uno de los misterios más fascinantes de la historia de la Humanidad: la ubicación de la Atlántida.
El nexo de unión entre la Gran Pirámide y la Atlántida lo ha podido establecer gracias a la gematría. Este código secreto oculto en la lengua griega, relaciona las palabras con los números, y es una parte objetiva de la Cábala. El 892, el primer número obtenido de la palabra «Atlántida», se repite una y otra vez en la Gran Pirámide y en Giza, como si quisieran decir made in Atlantis."
Estoy seguro que pronto sabremos finalmente, gracias a las pirámides, la ubicación exacta de Celesteville, la mítica ciudad fundada por el elefante Babar, incluso de la misteriosa y nunca hallada Rue del Percebe. No desesperemos
Apaga y vámonos (a la Atlantida)
lunes, 19 de diciembre de 2016
La imagen (breve introducción a una teoría de la imagen)
Antiguamente, la imagen naturalista solía producirse mediante un molde. La ingente cantidad de estatuillas de terracota y de bronce, halladas desperdigadas o cuidadosamente guardadas en tumbas, templos y contextos domésticos -ofrendas, fetiches, imágenes sagradas-, no eran piezas únicas sino productos seriados (con mayor o menor fortuna). Las variaciones eran imperceptibles y fruto más de la impericia que de una voluntad de originalidad.
Un material blando, como la cera, la arcilla o el bronce líquido, se vertía en un molde. Éste actuaba como una matriz. El término evoca de inmediato un órgano de un ser vivo. La evocación no es gratuita ni forzada. Entre las imágenes antiguas que hoy consideramos más relevantes se hallaban los primeros seres humanos. La arcilla, a la que a veces se añadía cierta sustancia divina, un hálito o un espíritu, se insertaba en moldes los cuales, a su vez, se depositaban en la matriz de una diosa madre. Nueve meses más tarde, la figurita que era el ser humano, estaba lista para cumplir con la tarea encomendada al género humano: atender a los dioses.
El que los hombres hubieran sido creados por los dioses no implicaba que fueran una obra excelsa, sino tan solo un útil desechable, como cualquier estatuilla. Las distintas personalidades -las diferencias más evidentes entre los seres humanos- solo eran una consecuencia de defectos de fabricación. Los dioses no necesitaban esmerarse. El molde era valioso. Era un cuenco en cuyo interior se amoldaba la figura. Ésta debía extraerse, a veces penosamente. Se separaba, se desgajaba del molde. No podía estar unida a él. Debía ser expulsada, abandonada a su suerte. El molde se volcaba, se sacudía, y la figura se dejaba caer. De ahí que muchas presentaban deficiencias fruto de la caída. Las figuras se caían por su propio peso. No se aguantaban. Debían ser compactas, macizas, masas superficialmente configuradas.
El estatuto poco edificante de la imagen cambió con el cristianismo. La imagen ya no estaba moldeada, sino impresa. Lo que la producía, y cómo se producía, nada tenían que ver con los moldes y los gestos antes descritos. La imagen cristiana paradigmática era la imagen del hijo. Un hijo es una imagen en cuya superficie se inscriben los rasgos del padre. Éstos animan el rostro del hijo. La relación entre el padre y el hijo es de muy distinto orden al que rige entre un molde y una figura moldeada o engendrada. Un padre no es un molde, sino un modelo. El hijo intenta parecerse al padre. Trata de tener una figura, un comportamiento modélico. Padre e hijo pueden y deben de estar juntos para que se perciba la relación entre éstos. El padre se prolonga en el hijo. Éste es una figura derivada, pero no es derivativa. El hijo manifiesta rasgos latentes del padre. El padre necesita al hijo para seguir siendo. Hijo que a su vez será padre, contrariamente a lo que ocurre con la figura moldeada: nunca alcanzará la condición de molde. Los rasgos del padre se inscriben mágicamente en los del hijo, se vierten o se trasmiten en los de éste. De algún modo, se desplazan, viajan de un rostro a otro.
La imagen cristiana es una huella -una inscripción. Ésta resulta de la activa presencia del modelo, que deja huella: una marca perdurable, memorable, digna de ser conservada y transmitida. La huella solo cobra sentido cuando el modelo se desplaza, se ausenta. La huella mantiene vivo el recuerdo del modelo. De algún modo, lo suple. el modelo ya no es necesario. Se ha reproducido en la figura del hijo. El hijo del padre desapareció. Pero no cayó en el olvido, ni su figura se deformó o se diluyó, precisamente porque dejó impresos numerosos testimonios de su presencia en la tierra: imágenes que actuaban en nombre suyo.
La imagen cristiana era viva; suplía dignamente la falta del modelo. Éste confiaba en sus imágenes, sus hijos en los que confió. Les pasó el testigo. Las imágenes afirmaban que el modelo había delegado en ellas. Las imágenes representaban al modelo. Éste podía desaparecer -y de hecho tenía que desaparecer para que sus imágenes, sus hijos cobraran pleno sentido-. Su presencia no caería en el olvido. Sin molde no se pueden producir más imágenes, pero mientras haya hijos (o imágenes) según la concepción cristiana, siempre habrá nuevos hijos que mantendrán incólumes la presencia vida del primer padre, figura que se hizo padre al tener un hijo. Un molde puede existir sin figuras moldeadas; un padre implica la existencia de un hijo, un descendiente en el que se transmiten todos los valores del padre. La imagen cristiana redimió así la condescendiente o negativa, la condenada imagen antigua.
Un material blando, como la cera, la arcilla o el bronce líquido, se vertía en un molde. Éste actuaba como una matriz. El término evoca de inmediato un órgano de un ser vivo. La evocación no es gratuita ni forzada. Entre las imágenes antiguas que hoy consideramos más relevantes se hallaban los primeros seres humanos. La arcilla, a la que a veces se añadía cierta sustancia divina, un hálito o un espíritu, se insertaba en moldes los cuales, a su vez, se depositaban en la matriz de una diosa madre. Nueve meses más tarde, la figurita que era el ser humano, estaba lista para cumplir con la tarea encomendada al género humano: atender a los dioses.
El que los hombres hubieran sido creados por los dioses no implicaba que fueran una obra excelsa, sino tan solo un útil desechable, como cualquier estatuilla. Las distintas personalidades -las diferencias más evidentes entre los seres humanos- solo eran una consecuencia de defectos de fabricación. Los dioses no necesitaban esmerarse. El molde era valioso. Era un cuenco en cuyo interior se amoldaba la figura. Ésta debía extraerse, a veces penosamente. Se separaba, se desgajaba del molde. No podía estar unida a él. Debía ser expulsada, abandonada a su suerte. El molde se volcaba, se sacudía, y la figura se dejaba caer. De ahí que muchas presentaban deficiencias fruto de la caída. Las figuras se caían por su propio peso. No se aguantaban. Debían ser compactas, macizas, masas superficialmente configuradas.
El estatuto poco edificante de la imagen cambió con el cristianismo. La imagen ya no estaba moldeada, sino impresa. Lo que la producía, y cómo se producía, nada tenían que ver con los moldes y los gestos antes descritos. La imagen cristiana paradigmática era la imagen del hijo. Un hijo es una imagen en cuya superficie se inscriben los rasgos del padre. Éstos animan el rostro del hijo. La relación entre el padre y el hijo es de muy distinto orden al que rige entre un molde y una figura moldeada o engendrada. Un padre no es un molde, sino un modelo. El hijo intenta parecerse al padre. Trata de tener una figura, un comportamiento modélico. Padre e hijo pueden y deben de estar juntos para que se perciba la relación entre éstos. El padre se prolonga en el hijo. Éste es una figura derivada, pero no es derivativa. El hijo manifiesta rasgos latentes del padre. El padre necesita al hijo para seguir siendo. Hijo que a su vez será padre, contrariamente a lo que ocurre con la figura moldeada: nunca alcanzará la condición de molde. Los rasgos del padre se inscriben mágicamente en los del hijo, se vierten o se trasmiten en los de éste. De algún modo, se desplazan, viajan de un rostro a otro.
La imagen cristiana es una huella -una inscripción. Ésta resulta de la activa presencia del modelo, que deja huella: una marca perdurable, memorable, digna de ser conservada y transmitida. La huella solo cobra sentido cuando el modelo se desplaza, se ausenta. La huella mantiene vivo el recuerdo del modelo. De algún modo, lo suple. el modelo ya no es necesario. Se ha reproducido en la figura del hijo. El hijo del padre desapareció. Pero no cayó en el olvido, ni su figura se deformó o se diluyó, precisamente porque dejó impresos numerosos testimonios de su presencia en la tierra: imágenes que actuaban en nombre suyo.
La imagen cristiana era viva; suplía dignamente la falta del modelo. Éste confiaba en sus imágenes, sus hijos en los que confió. Les pasó el testigo. Las imágenes afirmaban que el modelo había delegado en ellas. Las imágenes representaban al modelo. Éste podía desaparecer -y de hecho tenía que desaparecer para que sus imágenes, sus hijos cobraran pleno sentido-. Su presencia no caería en el olvido. Sin molde no se pueden producir más imágenes, pero mientras haya hijos (o imágenes) según la concepción cristiana, siempre habrá nuevos hijos que mantendrán incólumes la presencia vida del primer padre, figura que se hizo padre al tener un hijo. Un molde puede existir sin figuras moldeadas; un padre implica la existencia de un hijo, un descendiente en el que se transmiten todos los valores del padre. La imagen cristiana redimió así la condescendiente o negativa, la condenada imagen antigua.
domingo, 18 de diciembre de 2016
El juicio estético
La interpretación de la obra de arte -o de cualquier imagen, artística, mágica, religiosa- requiere un encuentro entre el espectador (el posible intérprete) y la obra. Es necesario un acercamiento, libremente emprendido o aceptado: la obra puede subyugar, fascinar, doblegar la voluntad o resistencia del espectador, pero la comunicación o trasmisión de un determinado contenido "formal" -a través de una forma- requiere la libre disposición de aquel. Éste tiene que entrar en el juego; tiene que conocer y asumir una reglas de juego, reglas que regulan tanto la creación de la obra cuanto el encuentro y la posterior interpretación.
La interpretación requiere un movimiento doble: la obra tiene que avanzar y abrirse y un paso adelante, el cruce de un límite, la entrada en el área de juego tienen que darse. Si el intérprete no acepta avanzar hacia la obra, si no acepta la invitación de la obra, el significado de ésta no se alcanza. Pero, al mismo tiempo, si la obra rehuye el contacto, si no ofrece alguna cara, si no se gira hacia el espectador, éste no podrá saber nunca lo que la obra encierra, lo que podría decirle. Solo puede pensar en ella si ésta se muestra.
Una obra puede callarse. Su contenido puede permanecer oculto. Es posible que ni siquiera se sepa si encierra alguno. Pero el silencio también es significativo: activa aún más las preguntas, da aún más qué pensar acerca de las razones de la obra y de su hermetismo.
Un fetiche -una imagen religiosa, un icono- centra la atención y la organización de una comunidad. Las plazas suelen organizarse alrededor de una estatua, ubicada en el centro. Cada miembro de la comunidad puede observar al fetiche (al tótem, a la figura representada). También se sabe observado por éste. La figura se abre hacia la comunidad, abre los ojos y se los abre. Inspira confianza. La comunidad sabe que alguien vela por ella. De noche, el fetiche no cierra los ojos -ante la suerte de aquélla. Cada ciudadano puede establecer una relación de proximidad con la imagen. Ambos se miran. Estás cerca uno del otro. La imagen domina, es cierto. Pero su dominio es aceptado. El espectador -el ciudadano- no le da la espalda, no la ignora ni la destruye. La reconoce como una imagen suya, una representación suya, un representante de la comunidad. La imagen la simboliza: asume el papel de ésta, su vida. La desaparición de la imagen conllevaría la disolución de la comunidad, pero un fetiche sin un coro alrededor no significa nada, no tiene poder alguno, no posee un grupo -que la acepta- en o sobre el que ejercer su poder.
Imagen y comunidad se aceptan, se necesitan. La imagen existe a y para los ojos de aquélla. Es su guía, sus ojos. Ve por ella, ve -intuye, pronostica, advierte- lo que le ocurrirá. Las esperanzas del grupo descansan en la imagen. Pero la imagen adquiere el poder de la libre contemplación del grupo, de su comunión con éste.
El espectador interpreta a la obra, pero la obra alza el hombre a la condición de intérprete, es decir de vidente. Le otorga el singular poder de anticiparse al tiempo, de sobrepasar los límites asignados al ser humano, los limitados poderes de éste. Una obra de are (un fetiche, un tótem, una imagen) nos mira y nos abre los ojos. Pero esta mirada da fuerza, y sentido, a la obra.
La interpretación implica un acercamiento. Simboliza una unión, un acuerdo. Muestra que ambos dialogantes -el espectador y la obra- confían el uno en el otro y se ceden mutuamente poderes. La imagen no puede anular al espectador, pero éste no puede despreciar o minusvalorar la obra. El ser humano se vuelve humano gracias al diálogo al que la imagen le invita, y ésta deja de ser un simple bloque material, inerte, por medio de la mirada del espectador que la anima, del sentido que le otorga, que le reconoce.
Interpretar una obra de arte es reconocerse a los ojos de la imagen, al mismo tiempo que ésta acepta que su poder -su sentido, la razón de ser- reside en la aceptación de la comunidad -que la crea, y que ha sido creada por ella. Ambos se crean, se elevan. Adquieren una vida plana. Una imagen nos hace; hacemos una imagen para que haga humanos. Mientras la hacemos -la creamos- nos vamos haciendo -o volviendo- humanos.
La interpretación requiere un movimiento doble: la obra tiene que avanzar y abrirse y un paso adelante, el cruce de un límite, la entrada en el área de juego tienen que darse. Si el intérprete no acepta avanzar hacia la obra, si no acepta la invitación de la obra, el significado de ésta no se alcanza. Pero, al mismo tiempo, si la obra rehuye el contacto, si no ofrece alguna cara, si no se gira hacia el espectador, éste no podrá saber nunca lo que la obra encierra, lo que podría decirle. Solo puede pensar en ella si ésta se muestra.
Una obra puede callarse. Su contenido puede permanecer oculto. Es posible que ni siquiera se sepa si encierra alguno. Pero el silencio también es significativo: activa aún más las preguntas, da aún más qué pensar acerca de las razones de la obra y de su hermetismo.
Un fetiche -una imagen religiosa, un icono- centra la atención y la organización de una comunidad. Las plazas suelen organizarse alrededor de una estatua, ubicada en el centro. Cada miembro de la comunidad puede observar al fetiche (al tótem, a la figura representada). También se sabe observado por éste. La figura se abre hacia la comunidad, abre los ojos y se los abre. Inspira confianza. La comunidad sabe que alguien vela por ella. De noche, el fetiche no cierra los ojos -ante la suerte de aquélla. Cada ciudadano puede establecer una relación de proximidad con la imagen. Ambos se miran. Estás cerca uno del otro. La imagen domina, es cierto. Pero su dominio es aceptado. El espectador -el ciudadano- no le da la espalda, no la ignora ni la destruye. La reconoce como una imagen suya, una representación suya, un representante de la comunidad. La imagen la simboliza: asume el papel de ésta, su vida. La desaparición de la imagen conllevaría la disolución de la comunidad, pero un fetiche sin un coro alrededor no significa nada, no tiene poder alguno, no posee un grupo -que la acepta- en o sobre el que ejercer su poder.
Imagen y comunidad se aceptan, se necesitan. La imagen existe a y para los ojos de aquélla. Es su guía, sus ojos. Ve por ella, ve -intuye, pronostica, advierte- lo que le ocurrirá. Las esperanzas del grupo descansan en la imagen. Pero la imagen adquiere el poder de la libre contemplación del grupo, de su comunión con éste.
El espectador interpreta a la obra, pero la obra alza el hombre a la condición de intérprete, es decir de vidente. Le otorga el singular poder de anticiparse al tiempo, de sobrepasar los límites asignados al ser humano, los limitados poderes de éste. Una obra de are (un fetiche, un tótem, una imagen) nos mira y nos abre los ojos. Pero esta mirada da fuerza, y sentido, a la obra.
La interpretación implica un acercamiento. Simboliza una unión, un acuerdo. Muestra que ambos dialogantes -el espectador y la obra- confían el uno en el otro y se ceden mutuamente poderes. La imagen no puede anular al espectador, pero éste no puede despreciar o minusvalorar la obra. El ser humano se vuelve humano gracias al diálogo al que la imagen le invita, y ésta deja de ser un simple bloque material, inerte, por medio de la mirada del espectador que la anima, del sentido que le otorga, que le reconoce.
Interpretar una obra de arte es reconocerse a los ojos de la imagen, al mismo tiempo que ésta acepta que su poder -su sentido, la razón de ser- reside en la aceptación de la comunidad -que la crea, y que ha sido creada por ella. Ambos se crean, se elevan. Adquieren una vida plana. Una imagen nos hace; hacemos una imagen para que haga humanos. Mientras la hacemos -la creamos- nos vamos haciendo -o volviendo- humanos.
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