Los teóricos de las artes y profesores Félix de Azúa y Xavier Rubert enunciaron hace años que la diferencia entre la arquitectura y la construcción -diferencia que asumían- residía ya sea en un añadido a la construcción -un ornamento- que la convertía en una obra de arquitectura, ya sea en una manera distinta de operar, basada en un objetivo distinto, que no era meramente funcional o utilitario, sino simbólico -sin obviar la función: la arquitectura no era un decorado, pero tampoco se limitaba a ser un simple techo.
Cabría preguntarse si la diferencia reside en el objeto y no en el sujeto: no el que crea sino en el que observa.
La construcción se usa; la arquitectura se contempla. Eso no significa que estemos ante dos obras distintas, sino ante dos maneras de situarnos ante una misma obra. La construcción se usa, la arquitectura se piensa, da qué pensar. En cuanto buscamos un significado, un sentido o una razón que no sea la respuesta que la obra ofrece a una necesidad, quedando clara la relación entre necesidad y respuesta, la construcción se convierte en arquitectura. La arquitectura, podríamos decir es "cosa mentale". Se halla en nuestra mente, en nuestra manera de abordarla, de relacionarnos con ella, no solo para usarla -que también- sino para observarla, como si fuera un tema de estudio o un objeto que admirar: admirando su forma y las ideas "personalizadas" o "encarnadas" por dicha forma material. La materia no tiene porque ser pétrea. Un dibujo, cualquier manifestación sensible en verdad, musical, literaria, escenográfica, puede dar pie a una arquitectura: una construcción que se vive, se disfruta y se piensa. La arquitecta es lo que nos detiene o nos intriga. Su razón de ser no es evidente. Nos plantea un problema. O, también podríamos decir, nos planteamos un problema ante la obra. Eso significa que una construcción puede ser o no ser arquitectura en función de la manera cómo se sitúa y juzga la persona que se halla delante de aquélla. Lo que puede ser percibido como una construcción, lo que puede pasar desapercibido como arquitectura, para otras personas aparecerá como un enigma, es decir una obra de arquitectura. La arquitectura plantea dudas. Sus razones se encuentran más allá de sus muros. Se encuentran en nosotros, en cómo nos "situamos" ante la obra, en las preguntas que nos plantea o nos planteamos. La arquitectura no es evidente. Requiere adiestrar la mirada, intrigada por lo que ve, y el juicio, que intuye que la obra encierra algún significado, o que podría ser la depositaria de un significado que el observador le concede.
Las puertas de la arquitectura no se abren fácilmente. No son un refugio, un lugar donde descansar y dejar de hacerse preguntas, sino que constituye un permanente problema que nos mantiene despiertos, inquietos, tratando de saber porqué está allí, ante nosotros, o envolviéndonos, qué nos aporta, en qué nos beneficia o nos constriñe. La arquitectura sería casi la cara oculta de la construcción, el anverso que esconde lo que da sentido a la construcción y la instituye como algo más que un abrigo. Por el contrario, la arquitectura nos deja a la intemperie, detenidos ante el reto que nos plantea, o nos planteamos ante ella, intentando hallar lo que explique y justifique el que estemos atentos y desconcertados ante ella.
No se puede vivir sin construcciones; cubre nuestras necesidades físicas. La arquitectura responde a esas otras necesidades que convierten una vida en una vida plena y problemática. Los animales que construyen, posiblemente, nunca hagan arquitectura.