Roma se consideraba heredera de Atenas. Los saberes de ésta se habían traspasado a la capital del Imperio.
La imagen del traspaso de poderes o saberes ya estaba en el Antiguo Testamento, en concreto en el libro de Daniel cuando, en una imagen que se iba deteriorando, se contaba de manera alusiva las sucesivas dominaciones del mundo a cargo de imperios que se alzaban y se derrumbaban. El poder imperial pasaba de mano a mano, y los imperios se componían y se deshacían.
Pero la imagen de una cadena de centros se desarrolló sobre todo en la Edad Media y a principios del Renacimiento. Dicha imagen se refería no tanto a un traspaso de poderes sino de saberes. El saber se habría originado en el Jardín de Edén: allí se hallaba el árbol del conocimiento. (del bien y del mal). Tras la clausura del Jardín y la expulsión del ser humano, que ya no podría regresar a aquél, Babilonia se convirtió en un nuevo centro del saber. Pero dicho estatuto no fue permanente. No lo fue nunca. A continuación, tras la caída de Babilonia, sucesivas capitales asumieron la preservación y la difusión del saber: Jerusalén, primero, Atenas a continuación, tras lo cual la antorcha pasaría a manos de Roma y finalmente de Paris, antes que, como ya se apuntaba en el siglo de las Luces, pudiera derivarse al Nuevo Mundo.
La translatio studii, como se definió esta concepción en el siglo XII, era considerada un movimiento natural, inevitable, que seguía y reproducía el movimiento del sol, de este a oeste. Un movimiento que no podía detenerse mucho tiempo en ningún lugar.
Traslatio, en latín, tenía un doble significado: desplazamiento y transmisión. Según la primera definición, el saber es una luz que se mueve en una misma dirección, iluminando una nueva ciudad y dejando a oscuras a la anterior que hasta entonces había sido alumbrada por un saber, ahora perdido. Según la segunda definición, el saber se expande y va ganando terreno. Nuevos centros de saber se instituyen, sin que los anteriores, ahora ya postergados, pierdan lo que habían adquirido. En este transvase y extensión, el saber se perfecciona, por lo que los nuevos centros son mas poderosos que los anteriores.
Esta concepción llegaría hasta el siglo XX, cuando se postuló que, tras la Segunda Guerra Mundial, la capitalidad del arte moderno siguió su camino hacia el oeste, abandonó Paris y se trasladó a Nueva York (un movimiento hoy cuestionado, considerando que más que de un desplazamiento se debería hablar de transvase, lo que no está en contradicción con el abanico de significados del concepto latino de traslación).
La traslatio studii puede ser interpretada como una concepción etnocéntrica del saber. Occidente asume, amplia y preserva un legado cultural iniciado en Oriente, que Oriente no supo desarrollar.
Es obvio que esta concepción sirve para legitimar la importancia de la recién creada universidad de Paris (el llamado Estudio General), presentada como la heredera inevitable y quizá final de una larga tradición de saberes acumulados, cuyo salto, de ciudad en ciudad, concluyen "lógica y necesariamente" en París, están destinados a realizarse en esta ciudad.
Pero, en esta concepción, Babilonia ya no es juzgada como la antítesis de Jerusalén, ni como la predecesora de la Roma imperial pagana juzgada por el cristianismo primitivo como una ciudad corrupta y maldita, cuyos templos y costumbres deben ser derribados y proscritos.
Babilonia aparece como una etapa en el desarrollo del saber. Es cierto que, tras la caída del Edén, Babilonia es una primera estación a la que llegan los desterrados. Una imagen seguramente nada complaciente.
Pero nada se cuenta acerca de las bondades o maldades de las ciudades que se convierten en capitales del saber: un saber que atesoran y transmiten. Son todas ellas capitales de cultura. La noción de trasladio studii no implica necesariamente ninguna calificación o descalificación. Tanto monta Babilonia como Jerusalén. Todas ellas, desde Babilonia hasta París, son centros indispensables, capaces de acoger y delegar la sabiduría de la que son depositarias. La ciudad maldita, por una vez, no es una metrópolis repudiada, el modelo de la ciudad del mal, sino una ciudad que ilumina, ilustra el mundo. Su brillo se apagó, como también le ocurrió a Jerusalén, Atenas y Roma; y se intuye que también París dejará de ser el centro de saber.
En esta descripción, que une saberes orientales y occidentales, paganos y cristianos, cristianos y musulmanes, podemos percibir posiblemente una mirada condescendiente sobre Oriente, pero también una nueva mirada, no discriminatoria, sobre Babilonia, una ciudad que por una vez no es repudiada, pese a las advertencias apocalípticas de la Biblia, desde los profetas hasta Juan.