Son las dos y media de la tarde. Las clases de los grupos vespertinos, como cada jueves, están a punto de empezar. Todos los alumnos han llegado; quizá se sientan algo más separados los unos de los otros alrededor de una gran mesa comunitaria en el aula de clases de postgrado.
Desde hace unos días, corren rumores, pronto desmentidos, que las clases podrían suspenderse por unos días, lo que no deja de alegrarnos -unos días de descanso no vienen mal- y de inquietarnos -por si la suspensión se alarga más allá del fin de semana ya próximo. También es cierto que el director del Departamento ha aconsejado a una profesora, recién llagada de un tribunal de oposición en Madrid, que no acuda a clase, por si se hubiera contagiado de la extraña gripe que despunta, pero que no se preocupe pues la sustituirá: la clase no se perderá.
Unas horas antes, a media mañana, tanto el rector de la universidad como el director de la Escuela anunciaron que informarían sobre el calendario de los días venideros y sobre posibles medidas de seguridad.
Cuando el inicio de la clase, el anuncio no se ha publicado. Tres horas más tarde, tras la clase, desarrollada con toda normalidad, se sigue esperando el aviso que podría finalmente no llegar.
Pero, tras consultar por mensajería con el director de la Escuela, que aseguraba que a las siete de la tarde se tendrían noticias, varios profesores, que habíamos concluido las clases y nos disponíamos a partir, decidimos quedarnos en la Universidad a la espera del mensaje institucional. Era aún de día. El tráfico de entrada y salida de la ciudad era tan intenso como el de un lunes.
El sol se había puesto. La luz, mortecina. Dieron las siete. Ningún aviso saltaba a la vista en las páginas webs de la Escuela y de la Universidad. La situación no debía ser alarmante. Una falsa alarma.
Fue entonces, pasados unos pocos minutos, cuando sobre la pantalla del móvil, un largo decreto oficial empezaba a discurrir. Las clases se suspendían por unos días, pero la Escuela permanecería abierta, la administración a pleno rendimiento, y los departamentos operativos. Todas las actividades académicas, entregas y exámenes se mantenían.
Dejamos la Escuela. El autobús llegó puntual.
Al día siguiente, volví a la universidad, desiertas las aulas y el bar, pero activas el resto de las estancias, con todas las luces encendidas, aunque extrañamente silenciosa, para una gestión; el campus y el transporte público parecía de un día de vacaciones.
Lunes, 17 de marzo; nuevo anuncio. Los edificios universitarios se cierran. Solo con un permiso especial, doblemente firmado, se podrá acceder a las dependencias, despachos inclusive, excepcionalmente y por poco tiempo.
Un profesor se extrañaba, sin parecer darle importancia, de súbitas e inesperadas fiebres a primera y última horas del día.
(...)
Sábado, 13 de marzo de 2021.
Ha pasado un año, exactamente. Ya nada ni nadie sigue igual -o está.
Tampoco se espera anuncio alguno. Salvo esquelas.
A F.A