domingo, 14 de marzo de 2021

MICHAEL SNOW (1928): CITYSCAPE (PANORÁMICA URBANA, 2019)



Sobre este cineasta canadiense, véase, por ejemplo, estos enlaces

Maestros

 






Matteo Gandoni, Bonifacio Galuzzi, Lorenzo Pini, Giovanni da Legnani...

Habrían caído en el olvida hace siglos si no fuera por sus tumbas.
No eran condotieros, ni aristócratas. Pero fueron enterrados en tumbas historiadas. 
Fueron profesores universitarios del Estudio General (la Universidad) de Bolonia, a principios y mediados del siglo XIV. La institución apenas tenía dos siglos.
Los sarcófagos de piedra se decoraron con relieves en el que aparecían tal como eran, tal como les gustaba ser: como enseñantes ante sus estudiantes: unos escuchaban, atentamente otros se esforzaban en tomar notas a mano y, en las últimas filas, se cuchicheaba. Solían vestir como clérigos -escasos eran los estudiantes laicos- pero el hábito no siempre hace el monje.
Les enseñaron artes, derecho, quizá medicina o teología.
El campo de las artes era amplio: comprendía lógica, gramática y retórica, música, matemática, geometría y astronomía. Aprendieron a escudriñar el cielo y sus almas, y estar atentos y a expresarse; a entender las voces de otros autores y a enunciar lo que pensaban.
De hecho, sin haber seguido la carrera de las artes, no se podía acceder al resto de los estudios. Un médico o un teólogo debía saber de medidas y de mesuras, pues con la contención y en con observación, con la música terrenal y de los astros, se podían encontrar faltas y enfermedades, y hallar remedios que sanaran el cuerpo o el ama, o enseñaran a asumir el dolor o el fin.

El Museo Cívico Medieval de Bolonia atesora los relieves de dichas tumbas de maestros, imágenes únicas que nos permiten intuir el poder de la enseñanza y de la palabra cuando solo cabía la imaginación y la voluntad para salir de las paredes físicas y mentales.   

sábado, 13 de marzo de 2021

Trece de marzo

Son las dos y media de la tarde. Las clases de los grupos vespertinos, como cada jueves, están a punto de empezar. Todos los alumnos han llegado; quizá se sientan algo más separados los unos de los otros alrededor de una gran mesa comunitaria en el aula de clases de postgrado.

Desde hace unos días, corren rumores, pronto desmentidos, que las clases podrían suspenderse por unos días, lo que no deja de alegrarnos -unos días de descanso no vienen mal- y de inquietarnos -por si la suspensión se alarga más allá del fin de semana ya próximo. También es cierto que el director del Departamento ha aconsejado a una profesora, recién llagada de un tribunal de oposición en Madrid, que no acuda a clase, por si se hubiera contagiado de la extraña gripe que despunta, pero que no se preocupe pues la sustituirá: la clase no se perderá.

Unas horas antes, a media mañana, tanto el rector de la universidad como el director de la Escuela anunciaron que informarían sobre el calendario de los días venideros y sobre posibles medidas de seguridad.

Cuando el inicio de la clase, el anuncio no se ha publicado. Tres horas más tarde, tras la clase, desarrollada con toda normalidad, se sigue esperando el aviso que podría finalmente no llegar.

Pero, tras consultar por mensajería con el director de la Escuela, que aseguraba que a las siete de la tarde se tendrían noticias, varios profesores, que habíamos concluido las clases y nos disponíamos a partir, decidimos quedarnos en la Universidad a la espera del mensaje institucional. Era aún de día. El tráfico de entrada y salida de la ciudad era tan intenso como el de un lunes. 

El sol se había puesto. La luz, mortecina. Dieron las siete. Ningún aviso saltaba a la vista en las páginas webs de la Escuela y de la Universidad. La situación no debía ser alarmante. Una falsa alarma. 

Fue entonces, pasados unos pocos minutos, cuando sobre la pantalla del móvil, un largo decreto oficial empezaba a discurrir. Las clases se suspendían por unos días, pero la Escuela permanecería abierta, la administración a pleno rendimiento, y los departamentos operativos. Todas las actividades académicas, entregas y exámenes se mantenían. 

Dejamos la Escuela. El autobús llegó puntual.

Al día siguiente, volví a la universidad, desiertas las aulas y el bar, pero activas el resto de las estancias, con todas las luces encendidas, aunque extrañamente silenciosa, para una gestión; el campus y el transporte público parecía de un día de vacaciones. 

Lunes, 17 de marzo; nuevo anuncio. Los edificios universitarios se cierran. Solo con un permiso especial, doblemente firmado, se podrá acceder a las dependencias, despachos inclusive, excepcionalmente y por poco tiempo.

Un profesor se extrañaba, sin parecer darle importancia, de súbitas e inesperadas fiebres a primera y última horas del día.

(...)

Sábado, 13 de marzo de 2021.

Ha pasado un año, exactamente. Ya nada ni nadie sigue igual -o está.

Tampoco se espera anuncio alguno. Salvo esquelas.


A F.A


LÁSZLÓ MOHOLY-NAGY (1895-1946): NUEVA ARQUITECTURA Y EL ZOO DE LONDRES (FRAGMENTOS, 1936)


László Moholy-Nagy, The New Architecture and the London Zoo 1936, 16mm black-and-white film, silent, duration 16 min (excerpt) from The Moholy-Nagy Foundation on Vimeo.


Aunque el título de este documental, que asocia la arquitectura moderna y el admirado zoo de Londres (por el área construida para los pingüinos -la ironía tampoco es de recibo en este caso-) puede parecer sarcástico, y pueda evocar la novela La granja de los animales, de Georges Orwell -escrita en 1945, por lo que la hipotética relación entre el documental y la novela sería en sentido contrario-, se trata de un encargo serio del Zoo de Londres al fotógrafo húngaro Moholy-Nagy sobre las reformas y nuevas instalaciones en dicho equipamiento.

LÁSZLÓ MOHOLY-NAGY (1895-1946): THE ARCHITECTS´CONGRESS (EL CONGRESO DE LOS ARQUITECTOS, 1933)


.... o el congreso se divierte.

Por encargo del teórico de la arquitectura Sigfried Giedion, célebre documental mudo del fotógrafo húngaro Moholy-Nagy, enseñante en la Bauhaus, que había abandonado cinco años antes, sobre el Cuarto Congreso Internacional de Arquitectura Moderna (CIAM) que tuvo lugar en un paquebote, en el verano de 1933, bogando, de Marsella a Atenas -donde tuvieron lugar sesiones de trabajo y una exposición-, y de regreso al puerto francés, en el que se juntaría el gotha de los arquitectos modernos internacionales desde Aalto a Le Corbusier, y admiradores de la tabula rasa y los cubos blancos, como los pintores Ozenfant y Léger. 

viernes, 12 de marzo de 2021

FRANCISCO PETRARCA (1394-1374): A LA POSTERIDAD

 “Me he complacido, entre otros, en el conocimiento del pasado porque mi época siempre me ha desagradado, de modo que si el cariño de los seres queridos no me hubiera llevado por otros derroteros, hubiera deseado haber nacido en otra época, y olvidar ésta, recurriendo a mi imaginación para recorrer otros tiempos.”

(Epístola a la posteridad, 1370)


En voz baja

 Hablar a solas no es siempre un signo de locura. 

En la penumbra, retirado en una esquina, casi ocultado por una cortina oscura, la cabeza gacha, la mirada intensa, musitando en el vacío, serio, el confesante ensimismado abre y cierra la boca. Pegado de lado a un gran mueble antiguo de madera barnizada, se diría que se esconde. No se oyen sus palabras. Quizá tan solo un rumor, como el agua que discurre. Murmura. Parece hablar consigo mismo. Pero no reza.

El confesor está cerca. Ve pero no se le ve -salvo los puntos luminosos de sus ojos; una celosía le cubre el rostro.  El confesante le habla sin mirarlo. De hecho está sentado perpendicularmente al confesionario. 

Quien desconozca el ritual católico puede tener la lógica sensación que el confesante habla sin nadie alrededor, habla por hablar.

La confesión es la admisión de una culpa, incluso inconfesable. Por eso, el reconocimiento tiene lugar en voz baja. Se cuenta lo que nadie sabe ni sospecha; hechos personales, que afectan la vida personal. Se narran lentamente, a medida que se recuerdan, casi como si se revivieran. Cada palabra cuenta. Una palabra enunciada suelta lastre. El confesante se va sacando un peso de encima. Los hechos y los actos que reconoce lo van acercando al confesor a quien nunca verá.

Una clase "virtual" se asemeja a (es o debería ser) una confesión. Y este acercamiento dota de sentido lo que no tiene. Es así que hablar sin ver, hablar sin cesar sin saber a quien se habla, empieza a cobrar sentido. El tono de voz baja -solemos hablar demasiado fuerte ante el micrófono del ordenador-, los gestos, contrariamente a la gesticulación a la que la pantalla invita, se reducen. El profesor puede disminuir su imagen en pantalla hasta que ya no reconozca. 

Y, entonces, la clase, construida o ilustrada  a base de recuerdos y confesiones, de ejemplos personales, levanta el vuelo. Una clase "virtual" debe ser un ejemplo de contención para el que el profesor tenga la sensación que se dirige a cada estudiante del que nada sabe, del que tan siquiera percibe su cara -caras sin cuerpo, en el mejor de los casos, cabezas cortadas-, y cada estudiante pueda, a su vez, tener la impresión que el profesor le habla personalmente, y lo que le cuenta es valioso porque no lo contará más. Que el alumno quiera escuchar y perdonar al profesor, ya es otro tema. Siempre cabe la penitencia.