Iglesias construidas en templos paganos no son raras. Dos ejemplos vienen de inmediato a la memoria: la catedral barroca de Siracusa que encierra un templo dórico griego, y la iglesia bizantina insertada en un templo imperial dedicado a Zeus, construido en el recinto de gran un templo siro-mesopotámico, iglesia transformada entonces en mezquita, la gran mezquita de Damasco.
Mezquitas en santuarios paganos (Partenón), en catedrales bizantinas (Santa Sofía en Estambul) o románicas (Barcelona), iglesias en mezquitas (Córdoba), todas las combinaciones han llevado a la deformación, mutilación, desacralización, o alteración (para bien o para mal) de los edificios intervenidos. Intervenciones conscientes de lo que hacían, que buscaban alterar un edificio para adaptarlo a un nuevo credo, borrando su conexión con creencias anteriores, distintas de las vivencias de tantas construcciones, sagradas o profanas -las catedrales asumieron o soportaron todos los estilos a lo largo de su dilatada construcción, cambiando de forma como cambiamos los seres vivos- a lo largo del tiempo, construidas, reconstruidas, ampliadas, reducidas, en las que la historia va dejando sucesivas capas, sin que las trazas y los significados de las capas o estados anteriores se pierdan o se borren intencionadamente.
Pero en la historia del encuentro entre el pasado y el presente, en el que el pasado decide, condiciona o guía la formación del presente, un ejemplo ejemplar y único, que respeta el pasado y lo mantiene en vida, capaz de anidar y animar una obra del presente, es un proyecto que quizá por desgracia no se llevó a cabo: la inserción, obra del arquitecto barroco Carlo Fontana, de una iglesia de planta circular en el óvalo del Coliseo Romano, confirmando un conjunto inspirado en los pórticos ovalados barrocos ante la fachada de la basílica del Vaticano.
Una inserción que apenas hubiera afectado, al menos en el proyecto, al edificio romano , pero que lo hubiera dotado de una función y un significado muy distintos. El Coliseo -su nombre proviene de una estatua de culto colosal dedicada a Nerón como luz del mundo, ubicada cerca de donde se asentaría el Coliseo tras la destrucción de la estatua-, en el que las leyendas ubicaban el martirio de los Santos, se hubiera convertido en una plaza ante la fachada del templo, cuya forma, sin embargo, resultaba de la pronunciada curva cerrada en el eje mayor de la elipse, en una de las más logradas, singulares e inesperadas simbiosis entre el pasado y el presente, un edificio sagrado pagano -en el que las víctimas entregaban su vida, a modo de sacrificio o de ofrenda, en beneficio del emperador divino o divinizado- convertido en un santuario cristiano, manteniéndose, en cualquier caso, la sacralidad del espacio. La fachada del templo se hinchaba grávidamente apoyada o delimitada por un pórtico convexo que daba la vuelta a la concavidad del pórtico del Coliseo, tensándolo, acercándolo al espacio central aprisionado entre los garfios del Coliseo, estableciéndose un juego y un reto entre los antiguos pórticos y el desafiante de la Iglesia -retando al pórtico romano porque es consciente que es hijo suyo, que lo necesita porque le da sentido, que no puede prescindir de aquél, homenajeándolo en cierto modo.
Agradezco al arquitecto Lucas Dutra la información sobre este deslumbrante proyecto, que solo se conoce a través de un volumen sobre el Coliseo, de Fontana, editado tras la muerte del autor.