Hasta principios de los años setenta del siglo pasado, las vacaciones de verano solían durar, al menos para las clases más pudientes, entre uno y tres meses, siempre fuera del hogar, al menos para la mujer y los niños. La casa se preparaba para cuando el regreso de la familia y la vuelta a la vida cotidiana y los hábitos de cada semana tras el largo intervalo estival. Los muebles, entrevistos a través de las persianas bajadas hasta casi tocar el alféizar, se solían cubrir con amplias y gruesas telas que caían como túnicas de elegantes pliegues para protegerlos del polvo,. El regreso se sellaba cuando el inicio del otoño con la retirada de las fundas protectoras, un gesto casi mágico que devolvía a la vida la casa sumida en un largo sueño que la subida de las persianas y la súbita entrada de la luz disolvía hasta el siguiente verano.
Recorrer un interior enfundado no causaba tristeza. Se sabía que la casa estaba aletargada, pero que su cubrición significaba que la ausencia de la familia no era para siempre. La casa no estaba abandonada, tan solo dormida, sino que se hallaba protegida. No se quería que ninguna mácula la ensombreciera. La casa debía preservarse tal cual con todos los enseres en su sitio, los ojos cerrados. Estaba a la espera de ser despertada de nuevo.
Por el contrario, la tristeza, la evocación de la finitud de las que las fundas del domicilio habitual desertado en verano protegen, se manifiestan en una casa en la que las alacenas, los armarios, la despensa o la nevera (desconectada) están vacíos. Los estantes, los cajones no parecen que vayan a acoger a ningún útil. Parecen por el contrario espacios privados de sustrato vital. Todo lo que contenían y les daba sentido se ha retirado. Son muebles o espacios inquietantes cuando no almacenan ningún alimento. La sensación que despiertan es la del final. Los últimos alimentos han desaparecido y nadie los ha repuesto porque nadie espera regresar. Una casa vacía de provisiones es un espacio sin previsiones. No espera ya a nadie. Las neveras con la puerta entreabierta como una herida o una mueca encogen el ánimo. Nadie vendrá. El ciclo se ha cerrado. La vida ha huido. La casa ya no puede acoger, alimentar a nadie. Solo los espectros tienen ya cabida. Hasta los recuerdos rehuyen el lugar.
Pronto septiembre llegará. El bochorno habrá pasado.