El joven poeta cristiano-anarquista,
socialista, francés Charles Péguy (1873-1914), muerto el primer día de la Primera Guerra
Mundial, escribirá, en un texto hipnótico, casi un cántico en defensa de la ciudad -la ciudad armoniosa, donde no caben los males, no porque el mal no exista (Péguy no era ingenuo), sino porque en la ciudad la vida se recupera (Péguy defendía la bondad del olvido, el olvido de todos los males y las injusticias, cuyo recuerdo emponzoña la vida plena)-, que toda ciudad está abierta a todas las “almas”, almas que solo alcanzan la plenitud del ser, y la
entera libertad en la ciudad. La persecución injusta encoge, reduce, invisibiliza,
hace desaparecer a quien la sufre. Solo en la ciudad recupera su entereza, su dignidad, vuelve a ser entre los
seres:
“La ciudad armoniosa tiene como
ciudadanos a todos los vivientes que son almas, todos los vivientes animados,
porque no es armonioso, porque no conviene que existan almas que sean
extranjeras, porque no conviene que existan vivientes animados que sean
extranjeros.
Así todos los hombres de todas las
familias, todos los hombres de todas las tierras, de tierras que nos son
lejanas y de tierras que nos son próximas, todos los hombres de todas las
profesiones, de profesiones manuales y de profesiones intelectuales, todos los
hombres de todos los villorrios, de todos los pueblos, e todos los burgos y de
todas las ciudades, todos los hombres de todos los países, de países pobres y
de países ricos, de países desérticos y de países poblados, todos los hombres
de todas las razas, los Helenos y los Bárbaros, los Judíos y los Arios, los
Latinos, los Helenos y los Eslavos, todos los hombres de todas las lenguas,
todos los hombres de todos los sentimientos, todos los hombres de todas las
culturas, todos los hombres de todas las vidas anteriores, todos los hombres de
todas las creencias, de todas las religiones, de todas las filosofías, de todas
las vidas, todos los hombres de todos los Estados, todos los hombre de todas
las naciones, todos los hombres de todas las patrias se han vuelto los ciudadanos
de la ciudad armoniosa, porque no conviene que existan hombres que sean extranjeros
(…)
Ningún viviente animado no está
proscrito de la ciudad armoniosa.”
(Charles Péguy: Marcel. Primer diálogo de la ciudad armoniosa, 1898)