Henryk Siemiradzki (1843-1902):
Las antorchas de Nerón, o Las luces del Cristianismo 1876, 385 x 704 cm (Galería Nacional, Cracovia)
Tiempo de procesiones; enlutados ceremoniantes, entre cirios macilentos, cargan, en silencio, o bajo el atronador martilleo de los tambores y las hirientes fanfarrias de las trompetas de la muerte, con el inhumano peso de las tarimas cubiertas de gruesas telas carmesíes, sobre las que se exhiben descomunales dolientes tallas sanguinolentas de la torturada corte celestial, componiendo un lúgubre desfile fascinante y aterrador por las oscuras callejuelas de las principales ciudades españolas.
Las procesiones, herederas de las ceremonias paganas en honor de una divinidad, como los desfiles de las Panatenaicas atenienses, o las nocturnas procesiones báquicas a la luz de las antorchas, durante las cuales se los fieles se laceraban (como también ocurre en procesiones cristianas y chiitas), rememoran la primera procesión cristiana , la subida al monte Calvario, cruz a cuestas, de su divinidad, Jesucristo , cuyo primer recordatorio legendario (seguramente imaginario), según cuenta el historiador romano Tácito (quien difícilmente habría podido contemplar el supuesto horripilante espectáculo, ya que tenia doce años y vivía quizá en Narbona, muy lejos de Roma, cuando aquél habría tenido lugar), fue la procesión de teas humanas, suplicados cristianos clavados en la cruz, cubiertos de brea, a los que se prendió fuego, convertidos en los primeros mártires, y que iluminaron los siniestros jardines de la Domus Aurea, el palacio del emperador Nerón en el centro de Roma, como castigo por haber causado el devastador incendio de la ciudad, según las acusadoras palabras del emperador, como cuenta la leyenda que buscó ensombrecer el legado de Nerón, cruel, sin duda, como todo ser humano (pero no más cruel que quienes han encendido las actuales guerras de Iraq, Palestina, Yemen, Siria, Eritrea o Ucrania), y el primer gran urbanista de la caótica Roma, incendiada por un accidente.
“Mas ni con los remedios humanos ni con las larguezas del príncipe o con los cultos expiatorios perdía fuerza la creencia infamante de que el incendio había sido ordenado [por Nerón]. En consecuencia, para acabar con los rumores, Nerón presentó como culpables y sometió a los más rebuscados tormentos a los que el vulgo llama ba cristianos, aborrecidos por sus ignomias. Aquel de quien tomaban nombre, Cristo, había sido ejecutado en el reinado de Tiberio por el procurador Poncio Pilato; la execrable superstición, momentáneamente reprimida, irrumpía de nuevo no sólo por Judea, origen del mal, sino también por la Ciudad, lugar en el que de todas partes confluyen y donde se celebran toda clase de atrocidades y vergüenzas. El caso fue que se empezó por detener a los que confesaban abiertamente su fe, y luego, por denuncia de aquéllos, a una ingente multitud, y resultaron convictos no tanto de la acusación del incendio cuanto de odio al género humano. Pero a su suplicio se unió el escarnio, de manera que perecían desgarrados por los perros tras haberlos hecho cubrirse con pieles de fieras, o bien clavados en cruces, al caer el día, eran quemados de manera que sirvieran como iluminación durante la noche. Nerón había ofrecido sus jardines para tal espectáculo, y daba festivales circenses mezclado con la plebe, con atuendo de auriga o subido en el carro. Por ello, aunque fueran culpables y merecieran los máximos castigos, provocaban la com pasión, ante la idea de que perecían no por el bien público, sino por satisfacer la crueldad de uno solo.”
(Tácito: Anales XV, 40, 2-5)