Una palabra resume las discusiones sobre las complejas, quizá turbias relaciones entre la originalidad y la falsificación: la duplicación, una palabra con una extensa red de términos que exponen los valores, finalidades y alcances de aquélla, y que puede echar luz sobre la creación.
Un duplicado es una réplica perfecta de un objeto, casi siempre un documento escrito. Original y duplicado son indistinguibles. El soporte material no tiene porque ser el mismo, pero el contenido y disposición sí lo son. El duplicado se acompaña de un certificado que atestigua que el duplicado se ha realizado a partir del original. Este duplicado se suele guardar en una caja fuerte con siete llaves, que lo preserva y le impide circular. Un duplicado no puede hacerse presente mientras el original exista y sea visible, consultarle. Solo saldrá de la oscuridad si el original es destruido o se pierde. La razón de dicha ocultación es obvia. La presencia simultánea de un original y un duplicado en un mismo lugar causa desconcierto, pues a simple vista son objetos (escritos) indistinguibles. La diferencia ontológica entre original y replica se pierde. La singularidad, la unicidad del original, lo que le concede valor y precio, desaparece, y el original pierde su condición (de) original, y se reduce a un mero ejemplar de una serie que podría ser indefinida. En occidente, valoramos la singularidad, no la producción en serie. Ante dos objetos idénticos, dudamos y no sabemos bien qué pensar, qué hacer, cómo valorarlos y relacionarnos con éstos. Platon ya advirtió de los peligros de la perfecta imitación que anula la singularidad del ser y expone el mundo al peligro de la multiplicación indefinida de los seres, todos idénticos, ante los que los criterios con los que valoramos el mundo se tambalean y quedamos confundidos.
Un duplicado es un doble. El perfecto ejemplo del doble es el gemelo, los gemelos. Los gemelos no solo son visualmente indistinguibles sino que a menudo juegan a generar confusión sobre su identidad. Dado que no sabemos ante quien nos encontramos no sabemos cómo reaccionar. No hay sensación más perturbadora que la incapacidad de reconocer a un ente o un ser en apariencia familiar. Es como si nuestra mente estuviera dañada y nos imposibilitara relacionarnos con el mundo. De hecho, en muchas culturas antiguas y modernas, el nacimiento de unos gemelos es percibido como una señal benéfica o funesta, desde luego como un aviso de un cambio ineludible en el mundo, el nacimiento de una nueva era, en la que los valores y criterios hasta entonces utilizados dejan de ser válidos. Recordemos a los fundadores de Roma, los gemelos Rómulo y Remo, o a Jesús y Tomás, también gemelos (Tomas, en arameo, significa precisamente gemelo).
Los dobles son seres dúplices: engañan, confunden. La confusión, etimológicamente, significa echar humo (fosco), una cortina de humo que impide ver claramente qué ocurre y tras la cual maniobran quienes practican la doblez.
¿En qué consiste dicha acción? Si nos piden que doblemos un objeto es muy posible que no sepamos bien qué hacer, que estemos o quedemos confundidos. Doblar nombra a dos acciones antitéticas, un verbo singular que ordena actuar de un modo y del modo opuesto, lo que es imposible. Doblar pone en jaque al leguaje. Por un lado, doblar significa multiplicar, con lo que de un ente pasamos a tener dos idénticos, pero por otro, también designa la acción de dividir un ente en dos, como por ejemplo cuando doblamos un periódico, que se reduce así a la mitad. Doblar multiplica un ser y lo parte en dos a la vez. La imposibilidad de atender a la orden que se nos da, causa desconcierto, confusión y, porque no, angustia. Las referencias y criterios con la que operamos han quedado en entredicho. El mundo se tambalea. Nuestras leyes dejan de ser operativas. Y nos bloqueamos incapaces de saber cómo actuar.
Quienes practican la duplicidad son personas dobles: su cara no revela sus verdaderas intenciones. Actúan y esconden la mano. Actúan a escondidas. Sonríen, ponen buena cara pese a -o puesto que - sus maléficas o dañinas intenciones que también ocultan. No son lo que parecen. Engañan de tal modo que actúan como consumados actores que se esconden detrás de un personaje. La perfecta ocultación del rostro la proporciona una máscara. En la antigüedad, los portadores de máscaras eran actores cuando salían a escena. Lograban así ser otros y convertirse en los personajes a los que prestaban su voz. Un actor, en griego, era un hypokrita. Hoy en día, un hipócrita es el perfecto engañador que borra las pistas e impide que se adivine lo que piensa y se intuya lo que piensa hacer. No actúa a cara limpia. No mira a los ojos. Desvía la mirada para que no se trasluzcan sus intenciones. Y se encoge, se curva, dobla el espinazo para pasar desapercibido y asentar un fulminante golpe decisivo o mortal que tumba o paraliza.
Las mentiras, los engaños, los duplicados, las falsedades, las falsificaciones desbaratan los fundamentos que sostienen y articulan el mundo y las comunidades. Nada es lo que parece. Navegamos en un mar de dudas. Y nos perdemos en cavilaciones, incapaces de avanzar. Los seres ya no existen. El mundo se puebla de meras apariencias, inconsistentes, tras las cuales no hay nada: hay la nada, el vacío en el que corremos el peligro de hundirnos.
Una falsificación, en el arte, desbarata los criterios con los que juzgamos las obras de arte, porque no sabemos qué tenemos delante. Las falsificaciones nos confunden y nos llevan a errar. Nuestra comprensión del mundo se derrumba. El mundo se vuelve incierto, enigmático, incomprensible, amenazador. Una falsificación es una amenaza, porque nos impide relacionarnos sin miedo con un entorno que no podemos entender, un entorno del que sospechamos no sólo sus intenciones sino su mera existencia. La falsificación es destructiva, es lo que se opone a la creación.
Y el gran falsificador, como bien sabemos, era el ángel caído, el diablo, empeñado en derribar el mundo y confundir a los humanos llevándolos al error, las falsas creencias, la muerte. La falsificación es el problema metafísico por excelencia porque se opone y contradice el ser, el fundamento del mundo.
A Nao y Marcel