miércoles, 24 de mayo de 2023

Duplicado

 Una palabra resume las discusiones sobre las complejas, quizá turbias  relaciones entre la originalidad y la falsificación: la duplicación, una palabra con una extensa red de términos que exponen los valores, finalidades y alcances de aquélla, y que puede echar luz sobre la creación.

Un duplicado es una réplica perfecta de un objeto, casi siempre un documento escrito. Original y duplicado son indistinguibles. El soporte material no tiene porque ser el mismo, pero el contenido y disposición sí lo son. El duplicado se acompaña de un certificado que atestigua que el duplicado se ha realizado a partir del original. Este duplicado se suele guardar en una caja fuerte con siete llaves, que lo preserva y le impide circular. Un duplicado no puede hacerse presente mientras el original exista y sea visible, consultarle. Solo saldrá de la oscuridad si el original es destruido o se pierde. La razón  de dicha ocultación es obvia. La presencia simultánea de un original y un duplicado en un mismo lugar causa desconcierto, pues a simple vista son objetos (escritos) indistinguibles. La diferencia ontológica entre original y replica se pierde. La singularidad, la unicidad del original, lo que le concede valor y precio, desaparece, y el original pierde su condición (de) original, y se reduce a un mero ejemplar de una serie que podría ser indefinida. En occidente, valoramos la singularidad, no la producción en serie. Ante dos objetos idénticos, dudamos y no sabemos bien qué pensar, qué hacer, cómo valorarlos y relacionarnos con éstos. Platon ya advirtió de los peligros de la perfecta imitación que anula la singularidad del ser y expone el mundo al peligro de la multiplicación indefinida de los seres, todos idénticos, ante los que los criterios con los que valoramos el mundo se tambalean y quedamos confundidos. 

Un duplicado es un doble. El perfecto ejemplo del doble es el gemelo, los gemelos. Los gemelos no solo son visualmente indistinguibles sino que a menudo juegan a generar confusión sobre su identidad. Dado que no sabemos ante quien nos encontramos no sabemos cómo reaccionar. No hay sensación más perturbadora que la incapacidad de reconocer a un ente o un ser en apariencia familiar.  Es como si nuestra mente estuviera dañada y nos imposibilitara relacionarnos con el mundo. De hecho, en muchas culturas antiguas y modernas, el nacimiento de unos gemelos es percibido como una señal benéfica o funesta, desde luego como un aviso de un cambio ineludible en el mundo, el nacimiento de una nueva era, en la que los valores y criterios hasta entonces utilizados dejan de ser válidos. Recordemos a los fundadores de Roma, los gemelos Rómulo y Remo, o a Jesús y Tomás, también gemelos (Tomas, en arameo, significa precisamente gemelo). 

Los dobles son seres dúplices: engañan, confunden. La confusión, etimológicamente, significa echar humo (fosco), una cortina de humo que impide ver claramente qué ocurre y tras la cual maniobran quienes practican la doblez. 

¿En qué consiste dicha acción? Si nos piden que doblemos un objeto es muy posible que no sepamos bien qué hacer, que estemos o quedemos confundidos. Doblar nombra a dos acciones antitéticas, un verbo singular que ordena actuar de un modo y del modo opuesto, lo que es imposible. Doblar pone en jaque al leguaje. Por un lado, doblar significa multiplicar, con lo que de un ente pasamos a tener dos idénticos, pero por otro, también designa la acción de dividir un ente en dos, como por ejemplo cuando doblamos un periódico, que se reduce así a la mitad. Doblar multiplica un ser y lo parte en dos a la vez. La imposibilidad de atender a la orden que se nos da, causa desconcierto, confusión y, porque no, angustia. Las referencias y criterios con la que operamos han quedado en entredicho. El mundo se tambalea. Nuestras leyes dejan de ser operativas. Y nos bloqueamos incapaces de saber cómo actuar.

Quienes practican la duplicidad son personas dobles: su cara no revela sus verdaderas intenciones. Actúan y esconden la mano. Actúan a escondidas.  Sonríen, ponen buena cara pese a -o puesto que - sus maléficas o dañinas intenciones que también ocultan. No son lo que parecen. Engañan de tal modo que actúan como consumados actores que se esconden detrás de un personaje. La perfecta ocultación del rostro la proporciona una máscara. En la antigüedad, los portadores de máscaras eran actores cuando salían a escena. Lograban así ser otros y convertirse en los personajes a los que prestaban su voz. Un actor, en griego, era un hypokrita. Hoy en día, un hipócrita es el perfecto engañador que borra las pistas e impide que se adivine lo que piensa y se intuya lo que piensa hacer. No actúa a cara limpia. No mira a los ojos. Desvía la mirada para que no se trasluzcan sus intenciones. Y se encoge, se curva, dobla el espinazo para pasar desapercibido y asentar un fulminante golpe decisivo o mortal que tumba o paraliza.

Las mentiras, los engaños, los duplicados, las falsedades, las falsificaciones desbaratan los fundamentos que sostienen y articulan el mundo y las comunidades. Nada es lo que parece. Navegamos en un mar de dudas. Y nos perdemos en cavilaciones, incapaces de avanzar. Los seres ya no existen. El mundo se puebla de meras apariencias, inconsistentes, tras las cuales no hay nada: hay la nada, el vacío  en el que corremos el peligro de hundirnos. 

Una falsificación, en el arte, desbarata los criterios con los que juzgamos las obras de arte, porque no sabemos qué tenemos delante. Las falsificaciones nos confunden y nos llevan a errar. Nuestra comprensión del mundo se derrumba. El mundo se vuelve incierto, enigmático, incomprensible, amenazador. Una falsificación es una amenaza, porque nos impide relacionarnos sin miedo con un entorno que no podemos entender, un entorno del que sospechamos no sólo sus intenciones sino su mera existencia. La falsificación es destructiva, es lo que se opone a la creación. 

Y el gran falsificador, como bien sabemos, era el ángel caído, el diablo, empeñado en derribar el mundo y confundir a los humanos llevándolos al error, las falsas creencias, la muerte. La falsificación es el problema metafísico por excelencia porque se opone y contradice el ser, el fundamento del mundo.


A Nao y Marcel 






martes, 23 de mayo de 2023

Originalidad y falsificación (III). Arte y memoria (arte como memoria)

 Quería ser escritor. Admiraba a los escritores, a algunos de ellos, al menos. Trataba de emularlos. Los envidiaba, envidiaba su capacidad de crear mundos en los que adentrarse. Empezó escribiendo pastiches, imitaciones levemente paródicas de obras que le fascinaban, y que expresaban su amor por las letras que le inspiraban. Trataba de hallar su voz en la voz de otros escritores que reproducía.  Logró casi concluir una larga novela que abandonó casi al concluirla. Estaba prácticamente lista para ser publicada si hubiera  dado el paso en busca de un editor. No se atrevió.

Tenía estudios universitarios. Concluyó la carrera de derecho. Empezó ejerciendo la profesión de abogado. Pero, de familia acomodada, no necesitaba trabajar, en verdad, para vivir. Tenía, por tanto, todo el tiempo del mundo para pensar en cómo ser un escritor y para desesperarse por no lograr su sueño.

No lograba alcanzarlo porque, como le ocurre a muchos creadores, no sabía sobre qué escribir. No hallaba un tema que le atrajera y le animara a explorarlo y desarrollarlo. Tan solo la copia, el pastiche de obras ajenas le venía en mente, un ejercicio con el que podía sentir que estaba a la altura de sus modelos, pero sabiendo que su obra era derivativa y que solo existía porque seguía sendas ya abiertas por otros escritores a los que trataba, en vano, de alcanzar. Éstos siempre le predecirían.

Ahogaba su angustia, y la sensación de vacío, de perder el tiempo, de dejar que la vida se le escapara sin poder hacer nada (en todos los sentidos de la expresión), yendo, como miembro de una clase social acaudalada y ociosa, de fiesta en fiesta, de inauguración en celebración, siendo un miembro de las veladas aristocráticas en salones literarios y nobles en el París finisecular. Era consciente que buscaba distraerse y olvidar el sinsentido de su vida. Se encontraba con gente a la que no siempre le placía conocer, brillaba por su agudeza, la finura y cierta crueldad de sus atinados juicios sobre obras ajenas y personajes públicos, pero se daba cuenta que esos brillos eran fuegos fatuos que solo echaban luz sobre su vaciedad humana, anímica. Hablaba porque no tenía nada que contar. Deslumbraba porque no tenía una luz propia. Solo sabía comentar, criticar, ironizar sobra la obra de los demás. No tenía ninguna obra que someter a juicio. Tampoco se hubiera atrevido a mostrarla. Se sentía como una mero actor de un espectáculo de sombras chinescas  que tenía las horas contadas. La Primera Guerra Mundial ya rondaba. Las luces de los salones de la clase alta se encendían por última vez.

Su vida habría discurrido, vacía, plácida y sin sentido, sin altercados ni turbulencias, sin problemas ni misterios, si en unas pocas ocasiones no hubiera sentido, fuerte aunque fugazmente, una turbulencia interior, profundamente placentera aunque evanescente, que le dejaba perturbado y colmado. No sabía qué le ocurría, si se trataba de una enfermedad física o mental. Era tal el placer que le embargaba que trataba de revivir esas raras turbulencias. Mas éstas sólo acontecían en muy escasas circunstancias y siempre de improvisto. Le tomaban, le sacudían, y le abandonaban con el pie girado. No las esperaba. Y si las hubiera aguardado, intuía, no habían afluido a su consciencia. Pronto supo, sin lugar a dudas, que éstas sacudidas anímicas, no eran el efecto de ninguna droga ni de bebida alguna -que tanto se ingerían en los “fumoirs” aristocráticos (los salones invadidos por el humo de puros y otras sustancias). 

Una tarde, al concluir una patética fiesta de disfraces, en la que los asistentes, todos conocidos, trataban de parecen lo que ya no eran, los rostros convertidas en máscaras, lo supo. Supo que tenía qué hacer, sobre lo que tenía que escribir; el tema de su obra, tan largamente esperado, el tema elusivo que siempre lo evitaba, que buscaba en fiestas, viajes y estancias en estaciones balnearias y estivales, el tema estaba ahí delante de él. O, mejor dicho, estaba en su interior.

Y es entonces cuando el escritor francés Marcel Proust se ufanó en retirarse a tiempo, y se encerró en lo que le quedaba de vida para escribir la obra maestra de la literatura universal, y la mejor novela moderna, la novela moderna por excelencia, a la altura de los textos bíblicos, de Homero, de Dante o los vedas: A la búsqueda del tiempo perdido. Tres mil quinientas páginas dedicadas a descubrir el poder de los recuerdos que afluyen involuntariamente a la conciencia y que, tras su desaparición, dejan una sensación de plenitud y de vacío, plenitud porque por fin quien recuerda se encuentra con la complejidad de la vida, de su vida, y vacío, porque éste descubrimiento pasa fugazmente -salvo que se cace al vuelo y se transcriba, para siempre, en una obra de arte.

El tema de la obra de arte está ante nosotros, a nuestro alcance, si queremos prestarle atención cuando amanece. Esta tema son los recuerdos que tenemos y que no buscamos, que, de pronto, desfilan ante nosotros, llenándonos de placer y de tristeza, pues son la constatación de la vida que ha pasado y que solo se puede recuperar y revivir a través de la creación artística. No. La obra de arte no es autobiográfica. No explica una vida, la vida del escritor, sino la vida a partir de la experiencia recordada del autor. La vida de cada persona es singular; Preciosa; única. Pero al mismo tiempo merece ser compartida, porque echa luz sobre la vida de cada uno. No pueden darse dos obras idénticas, sin que la singularidad de la obra impida su disfrute. Antes bien, la activa.

Una obra de arte no puede ser una falsificación. La falsificación no pertenece al mundo del arte. No se puede falsear una vida, fabricar recuerdos, falsificar experiencias ajenas. Los recuerdos son personales, intransferibles, y sin embargo comunicables y asumibles -asumidos- por todos, cuando logramos transcribirlos con más o menos fortuna. No existen dos vidas iguales. No se dan dos recuerdos idénticos. Si se dan uno es necesariamente un recuerdo no vivido, meramente imitado. Y su transfiguración por el lenguaje suena falso. 

Todo obra de arte, en tanto que obra de arte, es original, como singulares son las vidas y los recuerdos de las mismas. Recuerdos siempre modestos, nada memorables, pero que son los que dan sentido y pautan el tránsito de la vida que la obra de arte convierte en una lección sobre la vida. Quien falsifica niega la vida. No vive. No merece vivir. La falsificación es un atentado contra la vida, despreciable porque carece de sentido. No desvela el sentido que la vida de cada persona tiene, un sentido que solo se encuentra y se adquiere cuando se presta atención a la capacidad de los recuerdos de manifestarnos el tiempo perdido, tratando, sin embargo, tal es la complejidad y la contradicción del ser humano, de obviar el poder de los recuerdos, siempre plenos, perturbadores y amargos, pues nos revelan que la vida plena es la que no supimos vivir, aunque podamos, aunque podemos recuperarla -asumiendo su pérdida- a través de una obra de arte.


NB: Las Musas eran divinidades griegas que inspiraban a los poetas. Eran hijas de la diosa Mnemosine, la diosa de la memoria que mantenía el recuerdos de todos los hechos memorables acontecidos en un tiempo antes del tiempo, y los contaba a sus hijas quienes los transmitían a los poetas que actuaban de portavoces del cielo.  La muerte de las musas acarrea el olvido definitivo, la muerte del arte, sustituido, inevitablemente por la falsificación y el plagio.

A Marcel Borràs y Nao Albet, por su generosidad en haber creado la obra de teatro Falsestuff. La muerte de las musas, que se representa en el Teatro Valle Inclán de Madrid hasta el 25 de junio 



lunes, 22 de mayo de 2023

Picasso a oscuras


























 

Fotos: Tocho, mayo de 2023


Montar una exposición implica, tras una investigación, una labor documental  un tema, un guión, la redacción de textos y una selección de obras y documentos, decidir sobre la distribución de obras en el espacio, la articulación del mismo, la colocación de datos informativos (textos y cartelas), la iluminación, de manera que la obra resalte, atendiendo a presupuestos, seguridad, atención a los prestadores y el público a quien se facilita la correcta percepción y una interpretación comprensible de las obras y del tema de la muestra. La mano de los organizadores se percibe en los detalles o, mejor dicho, se percibe cuando no se percibe. La exposición suele estar lograda cuando el foco recae en la obra calladamente ubicada.

La Casa Encendida de Madrid celebra en centenario de la muerte de Pablo Picasso con una exposición de cincuenta obras, cuadros mayoritariamente, del último periodo de Picasso, denostado en su momento por la rapidez y el descuido voluntario de la ejecución, y las imágenes grotescas representadas. Cincuenta años más tarde, constituye el periodo más apreciado y lo que parecía grotesco hoy es percibido como frágil, humano y desvalido. Lo grotesco parece una máscara para ahuyentar la cercanía del final. Un disfraz para ocultar la verdad o para hacerla soportable, asumible.

Obras buenas o excelentes pertenecientes a los herederos del artista. Las salas están sumidas en la oscuridad (salvo por un cartel luminosos, que debe ser una obra de arte contemporánea que interpreta a Picasso, que evoca un bingo). Los cuadros, bien, armoniosamente  dispuestos en las paredes, carecen de cartelas. Éstas se ubican siempre en una sala anterior, en una pared lejana, con la misma distribución de los cuadros que no están aún a la vista. Componen una instalación minimalista, que activa la circulación y favorece el movimiento, siempre sano, de los visitantes que se desplazan decenas de metros a cada vez que, tras la contemplación de la obra, quieren tener datos sobre la misma. Una potente iluminación espectral, centrada en cada obra, manteniendo la sala a oscuras, convierte el cuadro en algo así como una vidriera. Las gruesas capas de óleo, las fuertes pinceladas, los rápidos, nerviosos y precisos brochazos, el voluntario desaliño, que caracterizan y definen las últimas obras de Picasso, desaparecen, aplanados por la iluminación. Los óleos se transforman en  decorativas impresiones traslúcidas, desmaterializadas, sobre papel o sobre vidrio. 

Muros de espejos engrandecen las salas y multiplican la imagen de los cuadros de modo que la diferencia entre una obra y su reflejo se diluye -la realidad se impone cuando el visitante distraído se da de bruces. Las salas se separan mediante mamparas circulares de tela de media de cristal negra tendida, en la que se tiene que descubrir un paso.  Un vigilante avisa, sin embargo.

 Cincuenta artistas y grupos contemporáneos han escrito profundos títulos alternativos para las obras interpretándolas, ofreciendo su singular punto de vista sobre las mismas, sus hondas interpretaciones . Los títulos (frases, a menudo, en inglés, que una cartela, esta vez al lado de la plancha, descifra) están impresos, con grandes letras mayúsculas, componiendo una sopa de letras, sobre planchas metálicas brillantes, de color aluminio, espejadas, del mismo tamaño que el cuadro al que hacen referencia, y colocadas, frente a la pared sobre la que cuelgan las obras, siguiendo la misma distribución de las obras de Picasso y de las lejanas cartelas, componiendo algo así como un expositor de una feria de material sanitario.

En la última sala, reflexiones profundas sobre la noción de autoría redactadas por pensadores actuales, impresas en blanco sobre las paredes negras se distribuyen sobre éstas. Unas escalinatas permiten sentarse y leer las citas. La última, destacada, de la comisaria y diseñadora, con la que concluye el espectáculo. 

Picasso sale indemne del trato. 

No lejos de la Casa Encendida, el Museo del Prado acoge una exposición meridiana sobre un pintor barroco español, Herrera el Mozo. Cartelas banalmente ubicadas cerca de cada obra, textos vulgarmente legibles,  y una iluminación escasamente gótica en unas salas sin enigmas circulatorios. 


https://www.lacasaencendida.es/exposiciones/picasso-sin-titulo



domingo, 21 de mayo de 2023

Originalidad y falsificación (II)







Inicio: Mozart - Minuto 1:35: Martin Soler




Martin Soler

Mozart. Minuto 1:27


La escucha de las canciones Got to give it up, de Marvin Gaye, y Blurred Lines, de Pharell Williams no deja lugar a dudas. No hace falta atender al reciente fallo del pleito . La segunda, exitosa e irresistible, sin duda, es ampliamente deudora del primer tema. De hecho su autor reconoció que quiso emular a Marvin Gsye componiendo una canción a la altura de Got to give it up. El logro es absoluto. Se puede pasar de una a otra sin apenas notar diferencias.

Podríamos pensar -los ejemplos se multiplican hoy, y las denuncias por plagios musicales colapsan los tribunales- que esta embarazosa situación solo acontece en la música popular.

Sin embargo, la escucha de la ópera Don Giovanni de Mozart lleva a arquear las cejas. ¿Acaso un aria no recuerda a otra de un excelente compositor barroco, amigo de Mozart, y que no es Salieri, a la ópera Una cosa rara, de Vicente Martin Soler?. ¿No hallamos una resonancia similar entre una composición para clarinete de Mozart, y otro motivo de la ópera antes citada de Martin Soler, como bien se ha demostrado?

Mozart ¿copió, plagió, falsificó, o demostró su admiración por su amigo reproduciendo una hermosa melodía compuesta por éste? La escucha de obras de Beethoven, ¿no desvela en ocasiones temas de Mozart, en este caso?

Si estos parecidos ocurren en la llamada música culta…. Si éstos parecidos ocurren, quizá se revele que son imposibles de evitar o, mejor dicho, que tienen que acontecer para que una obra tenga entidad.

La primera creación artística del mundo no existe. La primera obra no amaneció de pronto. Pasaron siglos, milenios, acaso millones de años de tanteos, avances, retrocesos, olvidos y recuerdos, en los que la voluntad y el azar, la curiosidad y el desafecto, la admiración y la envidia, el deseo y el desinterés, en proporciones variables y nunca previstas jugaron un papel que, en ocasiones, alumbraron una obra enigmática, sorprendente e imprevista, antes de que el ser humano pudiera haber tenido la sensación de haber creado un ente, una obra que parecía tener vida propia, que se le escapaba para incidir en las primeras comunidades.

Los propios dioses no crearon el mundo al instante. Yahvé sobrevoló las aguas de los inicios y fue llamando a los entes y los seres que moraban, quizá latente o dormidamente, en aquéllas , para que se despertaran y emergieren, un proceso que duró seis días y seis noches, es decir, una eternidad, a nivel divino. El mismo Yahvé, pese a presentarse como el único y verdadero dios, la suprema divinidad, se equivocó a veces. Tuvo que rectificar la creación en varias ocasiones, borrando su obra con diluvios y plagas. 

Toda obra de arte se caracteriza por su linaje: por  las referencias explícitas o no a obras anteriores que la retan, con las que dialoga, a las que reproduce, versiones, distorsiona, deforma, mejora, a las que expresa admiración o burla, en un acto de reconocimiento, deslumbramiento y rabia, también, por la luz insuperable, irrepetible que en ocasiones posee. Picasso es conocido por sus descubrimientos, innovaciones y cambios. Pero Picasso pasó su vida enfrentándose a El Greco, Velázquez, Delacroix y Cézanne, entre otros artistas. La propia obra de Duchamp quizá no habría tomado el rumbo que adquirió tras sus tentativas cubistas si no hubiera existido la obra de Picasso a la que Duchamp no logró derrotar, revelando una soterrada admiración y envidia, y un reconocimiento de su grandeza (y de su tiránico peso).

Las obras de arte encierran a otras obras con las que juegan, en las que se miran, con las que se enfrentan. 

Son, por el contrario, las falsificaciones y, hoy, las creaciones de la Inteligencia Artificial, las que carecen de estas trazas. Son obras lisas, que no expresan las filias y las fobias del artista, sus conocimientos, rechazos, fantasías, gustos y disgustos con los que juega, compone, asume o niega. Las falsificaciones (y las “obras” de la IA) no tienen historia ni pasado, son lisas, perfectas; no denotan emoción alguna, esfuerzo, rabia, cansancio, reconocimiento; no cuentan nada acerca de su propio alumbramiento, inmediato o laborioso, completado, abocetado o abandonado; no se perciben correcciones, rectificaciones. No se dan obviedades, gestos fáciles, y soterradas correspondencias entre elementos, citas cultas o banales. Tampoco ofrecen ningún punto de vista personal -limitado, equivocado, agudo, admirable o despreciable- sobre el mundo. La ambigüedad, el desconcierto, las dudas y los gestos intrépidos, el amor y la ira, que las obras de arte expresan, a veces a pesar suyo, no existen en las falsificaciones, precisamente porque se esfuerzan en borrar las huellas de su pasado, en negar cualquier índice que lleve a su autor y su mundo, y , por el contrario, en generar pistas falsas. Es decir, ni son ni parecen humanas, precisamente porque son perfectas y no denotan arrepentimientos ni osadías. Las falsificaciones y los productos de la IA carecen de voz propia, una voz humana , muy humana (que remeda la voz trémula de los dioses, en la antigüedad, una vez demasiado humana), con todas sus imperfecciones e inseguridades, reconocidas, asumidas, sabiendo que a poco una nueva obra ajena la encuadrará, la pondrá en su sitio, la emplazará -y, a través de la interpretación le dará sentido-, esperando que éste reconocimiento ocurra porque las obras como los humanos sólo existimos, solo “somos” porque alguien, una obra u otra persona nos reconoce y nos llama por nuestro nombre, nos da un nombre -como Yahvé bien hizo cuando él génesis del mundo. Las falsificaciones, por el contrario, nunca tendrán nombre porque nadie querrá llamarlas. Una falsificación “no tiene nombre”. 

Las referencias, las alusiones, las citas, las copias no devalúan las obras. Son inevitables y reconocen tanto la grandeza de obras anteriores cuanto la perspicacia, generosidad y lucidez de la obra (y del artista) que las cita y las reta.


A Marcel y Nao


viernes, 19 de mayo de 2023

Originalidad y falsificación

Exista o no, el genio se define como una facultad anímica, un don innato que no necesita cultivarse ni adiestrarse, pero que solo poseen unos pocos creadores y que les faculta y legitima para producir cualquier tipo de obra, considerada siempre como innovadora, distinta, sorprendente y genuina, una obra modélica que puede inspirar a quienes carecen de dicho don. Tal es al menos el concepto de genio que se definió en occidente en la segunda mitad del siglo XVII y prosperó  con el Romanticismo, aunque hoy se halle muy devaluado.

Dicho concepto proviene del antiguo concepto Romano de genius (un concepto ajeno al mundo del arte, sin embargo): se trataba de una figura alada que protegía a cada miembro de una familia, un protector personal, semejante al ángel de la guarda (inspirado precisamente en el genius). Dicho genius cuidaba del carácter, de la personalidad, del ingenium de su protegido, y se podía confundir con el talante de éste. 

Las obras de un genio eran necesariamente originales. La palabra original remite al término origen. Éste, compuesto a partir de un radical indoeuropeo gen-, que se encuentra también en verbos como generar y engendrar, en virtudes como generosidad y en rasgos definitorios como género, evoca no solo la creación artística, sino la creación vital. El genio alumbra obras que están llenas de fulgor y de vida. Y actúa desprendidamente, genuinas muestras de generosidad. Obras que son el origen de nuevas vidas, que llenan de vida y goce a quienes las contemplan. 

Origo, en latín, de donde proviene origen, significa nacimiento, alumbramiento. La relación con la luz, con el despedirse, con la salida de las tinieblas que la creación original brinda se acentúa si pensamos que el latín origo está emparentado con el sustantivo orior, que, adivinamos, significa oriente y apunta al lugar por donde el sol emerge. Orior evoca el despertar o la Resurrección: significa también levantarse de la cama. El sueño, en el mundo antiguo, se asocia a la muerte, de que la que la creación genuina, original y genial escapa y permita que escapemos. Nos da vida.

Vida a la que los falsarios niegan el sal de la vida. Las obras de los genios se oponen a la de los falsarios y los falsificadores. Falsear (fallere), en latín, significa engañar, y también engañarse. El engaño confunde; se opone a la luz. El alumbramiento del genio es la antítesis de la nocturnidad en la que opera el falsificador que pretende que su obra lleve a engaño sobre la autoría. Lo falso es una falta. Falta a lo que da la vida. Se trata de un fallo que pone en jaque a la vida. Un falso es una falacia, que nos lleva a equivocarnos sobre sus verdaderas intenciones. Un falso no es lo que parece. Es, por tanto, imposible de apreciar justamente.

Las falsificaciones se distinguen, empero, de las copias. Éstas, por el contrario, difunden y multiplican las obras geniales. El sustantivo copia, en latín, no es propio del vocabulario artístico. Significa abundancia, copiosidad. Las copias no engañan -aunque hoy, copiar sea considerado una falta-, alimentan el espíritu. Cuando Jesús multiplicó panes y peces cabe el lago de Tiberiades para alimentar a una multitud hambrienta, realizó, cuenta Mateo, copias. Las copias no son despreciables, porque no engañan. 

En cualquier caso, las palabras originalidad, genialidad, falsificación y copia abren un abanico de funciones y finalidades de la creación artística, orientadas unas hacia la luz , el alumbramiento y el despertar, y otras hacia la noche y la perdición. Sean cuales sean las “verdaderas” intenciones de las creaciones humanas, éstas remedan la creación divina, y contribuyen a la vida o la niegan. No son gestos y obras inocuos. Dependemos, para bien y para mal, de éstos


A Marcel Borràs y Nao Albet.


jueves, 18 de mayo de 2023

Lo auténtico

La obra de teatro Falsestuff, de Marcel Borràs y Nao Albet, escrita en 2017, que se presenta en estos momentos en el Teatro Valle Inclán, del Centro Dramático Nacional, en Madrid, y que versa sobre la falsificación en el arte, nos invita a reflexionar un momento sobre el concepto antónimo de autenticidad.

Una falsificación es la característica (o esencia, seguramente) de una obra que se hace pasar por otra obra, esto es, por la obra de otro artista, más prestigioso, sin duda, para adquirir el valor y el precio que, por si misma. no posee o no adquiere. La falsificación engaña sobre la autoría de la obra. Ésta no se considera una obra "genuina" o auténtica.

Mas, ¿qué significa auténtica?

El adjetivo auténtico, a través del latín, remite al griego antiguo. Éste ofrece unos significados, o lleva a unas implicaciones que quizá no sean tan luminosas como la autenticidad, que siempre se aduce para legitimar y aceptar una obra,  tal como se entiende hoy sugiere.

Authentikos, en griego, significa principal o primordial. Remite a un principio, a un origen. No se refiere a un ente derivativo, secundario, sino a un "original", el origen de todo lo que acontece a continuación.

Mas, authentikos, en relación a lo que el adjetivo principal (que denota primacía, superioridad, deslinde de un resto necesariamente subordinado, sometido) evoca, remitía a todo lo que poseía un poder absoluto.

De hecho, el sustantivo authentes se refiere a quien actúa por sí mismo (auto-), que no requiere aprobación alguna, que no obedece a nadie ni a nada, a quién está por encima de las leyes y convenciones. Un authentes es quien posee el poder absoluto. Es el dueño absoluto del mundo. Nadie está por encima de él. Todo, por el contrario, depende de su voluntad o de su capricho.

La noción de auténtico está ligada a la noción de poder indiscriminado, que se ejerce porque sí, sin rendir cuentas ni necesitar la aprobación de la comunidad. El dueño del mundo no ha sido elegido. Se ha proclamado dueño y señor. Incide en la vida de los demás a través de la imposición o la violencia.

Auténtico (lo auténtico, con el pronombre neutro que se refiera a un ente desconocido) es lo que está fuera de discusión, Niega el diálogo, suspende el debate. Se impone a sangre y fuego, Nadie puede replicar, desautorizar o cuestionar al authentes y a sus actos authentikoi.

Una obra auténtica no está sometida a juicio. Exige aprobación, sumisión absoluta. Las dudas, las preguntan están fuera de lugar. Un ente auténtico es inhumano. Su estudio está vetado. No se sabe de dónde viene ni qué significa, ni se puede saber. Procedencia y finalidad, las cuatro causas aristotélicas, están, literalmente, fuera de toda discusión. No se pueden concebir ni nombrar.. Solo se es consciente del peso que ejerce, de la influencia que acalla cualquier interrogación. Una obra auténtica está fuera de la historia, no posee historia. Ninguna historia, paradójicamente, certifica su autenticidad.

Solo lo falso, tan solo la falsificación es analizable, genera, abre discusiones, y permite que una comunidad se exprese, y acepte o rechace libre y voluntariamente lo que se le muestra. 

 

A Marcel y Nao

lunes, 15 de mayo de 2023

Edificar

 “Je déteste les chantiers !  Construire du savoir c’est faire de l’architecture. »

”¡Detesto las obras. Construir saberes es hacer arquitectura.”

(Lesley Lokko, arquitecta, docente y directora de la bienal de arquitectura de venecia 2023)


Sorpresa, cierto revuelo entre algunos arquitectos.

Curiosamente, la práctica y la enseñanza de la arquitectura occidental se ha solido basar (y la historia y la teoría de la arquitectura aún se funda) en un tratado de un arquitecto (Vitrubio) que nunca construyó -o posiblemente solo una obra menor, según ha hallado una misión arqueológica hace tan solo algún mes-, al mismo que una gran parte de los tratadistas de arquitectura y de los arquitectos más respetados en occidente, admirados y ávidamente enseñados, como Rafael, Miguel Ángel, Leonardo de Vinci o Serlio -por no mencionar los tan respetados arquitectos del siglo de las luces franceses, como Boullée- apenas edificaron (si es que lo hicieron). El carácter visionario de sus proyectos no encajaba en los sillares formales.