Quizá nos hayamos fijado, algún día, de pasada, con mirada entre cansada y escéptica, en una delgada barra de colores, formada por elementos sueltos apilados, pintados de colores vivos, encajados unos en otros, apoyada contra la pared de alguna sala de un museo contemporáneo.; o mejor dicho, de varios museos, sin que la barra pareciera presentar muchas variaciones. La hubiéramos podido descubrir, si nos hubiéremos fijado, en doscientas colecciones.
Tal es el número de barras que el artista rumano André Cadere realizó, antes de fallecer prematuramente por un tumor.
Las razones de una obra casi invisible, sencilla, transportable y transportada a hombros o con la mano, casi un juguete, podrían encontrarse (a veces la biografía puede ayudar a imaginar una razón) en el campo de trabajos forzados, un gulag al que el gobierno estalinista rumano envió a André Cadere para su “reeducación”, después de haber actuado como modelo para pintores de realismo socialista, agraciados con encargos oficiales, y de haber pintado cuadros, titulados Arquitecturas, que rehuían del arte oficial, socialista, rumano, a principios de los años sesenta -una arquitectura que sacaba la lengua al brutalismo oficial, y que recuperaba las ilustraciones de cuentos infantiles y decorados de teatrillos.
Tras su exilio en París, a finales de los años sesenta, Cadere, seguidor del grupo dadaísta Fluxus, para el que arte era todo lo que la crítica oficial rechazaba como arte, empezó a fabricar obras de arte ligeras, montables y desmontables, fáciles de acarrear y de depositar, carentes de una cartela oficial: unas delgadas barras de madera hechas por piezas pintadas sueltas, anónimas, que Cadere depositaba en galerías de arte durante inauguraciones ajenas, desviando la atención, y que paseaba por ciudades, como Nueva York, apoyándolas discretamente en la calle; unas obras que pasaban voluntariamente desapercibidas, confundidas con el entorno, que casaban con cualquier lugar y con ninguna, como un objeto extraño, aunque casi invisible que, si uno se fijaba, reorganizaba, ordenaba, centraba el espacio, lugares anónimos, carentes de cualidades destacables, en los que casi nadie se fijaba. Una obra móvil, parecida a un objeto hecho en serie, cuya función costaba identificar -función que no tenían-, qué se fundía con el entorno, sin pretensión alguna de someterlo, pero que, pese a su carácter insólito, obligaban a fijarse ante lo que nadie se hubiera detenido para contemplarlo y menos pensar en las posibles razones que habían llevado la barra, siempre igual y siempre distinta, en verdad, en “estacionarse” en lugares que habitualmente se rehuían.
Una exposición en París ha recuperado hoy la obra y la figura de Cadere:
https://palaisdetokyo.com/exposition/la-morsure-des-termites/