Babia es un pueblo al que no conviene ir, en el que mejor es no estar, pues uno se pierde.
O quizá sí sea aconsejable hacer las maletas y enfilar la carretera.
Babia no existe (aunque Babia sea el nombre de un pueblo leonés). Pero Babia sí existe, pero en sueños, allí donde se emplazan los lugares memorables.
A Babia no conviene estar, porque estar en Babia conlleva perder la atención. Uno se distrae -se abstrae de la realidad, pierde contacto con ella- cuando se encuentra en Babia. Se diría que Babia es un lugar más atractivo, capaz de hacer perder la cabeza, que cualquier aglomeración “real”. Babia tiene algo mágico -y quizá peligroso. Babia debe evitarse.
El nombre de este pueblo fantasioso deriva de lo que acontece cuando uno se encuentra allí: de baba, que cae en Babia.
La baba nos cae cuando estamos embobados ante lo que nos lleva a olvidarnos de lo que nos rodea. Nos quedamos boquiabiertos ante el lugar que no es de este mundo. El asombro, la admiración, y la abstracción de lo que nos envuelve son los sentimientos que nos invaden y que nos llevan a perder el control de nuestros gestos. En Babia nos comportamos de manera distinta. Los músculos se relajan y nos dejamos ir.
Algunos pocos objetos tienen un poder semejante al de Babia; unos objetos tan fantásticos cuyo magnetismo influye en el mundo y en la percepción del mismo; objetos que nos arrastran y nos llevan a sentir temor y compasión, gracias a los cuáles nos armamos ante la vida y sabremos reaccionar ante lo que no debiera ser, ante lo que se opone a la vida.
Las obras de arte ocupen el lugar de Babia, o lo representan. La célebre imagen de Madeleine, sentada ante un retrato barroco de pie, de gran tamaño, en una sala del museo de San Francisco, absorta en la contemplación de aquel, cruzando su mirada con la de la figura retratada, que el cineasta Hitchcock compusiera en la película Vértigo (De entre los muertos) documenta bien los efectos casuales o buscados que algunas (pocas) obras de arte ejercen sobre nosotros. Madeleine da la espalda a la cámara, al lugar que ocupamos, al mundo “real” y profano. Sentada, tiesa, tensa, en silencio, se diría que petrificada, convertida en una estatua de sal, parece haber abandonado el mundo, hipnotizada por la mujer retratada que la arrastra con su mirada y su pose zalameros, irónicos, insistentes y sin embargo. distantes, ubicados a tal distancia que son inalcanzables.
Cuando Madeleine vuelve a sí, se gira, se alza y sale de sala, como si fuera otra persona que no reconociera lo que la envuelve. Se ha vuelto otra persona. El retrato la ha cambiado. Su percepción del mundo ya no es la misma. Ella ya no es la misma. Ya no es. Ha cruzado el telón. Mentalmente se encuentra tras aquel, en el espacio donde mira la figura que ha atrapado la atención y las fuerzas de Madelaine. Madeleine ha dejado de ser (Madeleine). A partir de entonces, la historia que Hitchcock narra seguirá por unos derroteros muy distintos. Madelaine desaparece.
El sueño y la muerte son sensaciones o situaciones equivalentes en el mundo antiguo. Quien duerme no se halla entre los vivos. Intuimos que vive, por un leve parpadeo, acaso un movimiento involuntario, pero no podemos saber dónde se ha ido, aunque su cuerpo se encuentra ante nosotros, a nuestro lado. Nos ha dejado. Y no sabríamos dónde buscarla. Tendríamos que acceder a sus sueños (a los que no tenemos que tener acceso pues los sueños son siempre personales, propios, secretos, y así deben permanecer, lo único que poseemos verdaderamente), o cruzar el umbral del mundo de los sueños.
Algunas obras de arte, que nos abren a una renovada percepción del mundo y nos ponen ante los ojos lo que no sabemos o queremos ver, que nos dan qué pensar acerca de dónde nos encontramos, lo que hacemos y aceptamos, algunas obras de arte, decimos, nos hacen soñar (o nos causan pesadillas).
Ante ellas, desde luego, estamos (como) en Babia. Atolondrados, en apariencia, con una agudeza singular, en verdad, viendo más, más lejos, con más precisión, viendo lo que ocurrirá, acercándonos al más allá, dejando así muy atrás el pueblo donde nos encontramos físicamente, que ha dejado de tener interés para nosotros; un pueblo que ya no nos dice nada, o porque no tenemos oídos para escucharle. Otras voces, silenciosas, unos cantos de sirena, más encantadores y reveladores, como unas profecías, nos advierten de lo que acontece a nuestro alrededor, de lo que ocurrirá.
Babia es un imán, una fuente. Un pueblo mágico que existe donde soñamos que se encuentra. No tiene lugar; verdadera utopía, ocupa todos los lugares, a los que accedemos cuando nos quedamos en él, cuando Babia nos seduce, Babia, mucho más seductora que los lugares prosaicos en les que no nos queda más que vivir, aceptado vivir en ellos, porque siempre, aunque se halle lejos, podremos acceder, en cuanto entornamos los ojos, a Babia, el pueblo al que solo la imaginación conduce.
“… porque cuando fue colocado el hombre en el paraiso de Eden, fué para labrarle, ut operaretur eum, lo qual prueba que no nació para el sosiego. Trabajemos pues sin argumentar (…), que es el medio único de que sea la ida tolerable.” (Voltaire, Cándido)
Babia nos hace la vida soportable, porque podemos refugiarnos en él cuento las cosas vienen mal dadas, e insoportable, porque en Babia nos damos cuenta de dónde nos hallamos “realmente” cuando abandonamos Babia -o Babia nos cierra la puerta ante las narices.
Babia llega y nos lleva cuendo menos nos lo esperamos. Nos toma por sorpresa. Alcanzaba a Sócrates, mientras debatía al tiempo que paseaba; y se detenía, enmudecía, y ponía los ojos en blanco; ya no estaba donde estaba. La voluntad ni la razón, el día a día, por el contrario, nos apartan de la senda que lleva a la ciudad anhelada (que anhelamos porque sabemos que no encontraremos lo que amuebla este mundo; una ciudad extraña y familiar, reconocida aunque no conocida, que exploramos por vez primera con la sensación que una vez ya estuvimos y que quizá ya no volvamos a estar más; una ciudad preciosa, en suma, del que una voz profana que no quisiéramos oír, un detalle desagradable o inoportuno, un recuerdo de lo que tenemos que hacer, una “obligación” nos apartan, devolviéndonos al lugar del que, por un momento, nos hemos apartado, no sabemos cómo ni porqué).
Babia, siempre lejos; a lo lejos. Pero al alcance de los sueños.
PS: Lejos de Babia, título de un posible nuevo libro de ediciones Asimétricas, quizá a final de año.