viernes, 28 de octubre de 2011

TELLO, 27 de Octubre de 2011



















1: Cuerpos de seguridad
2-5: Puerta de Gudea
6-7: Dos de los numerosos ladrillos fundacionales (c. 2100 aC) dedicados al dios Ningirsu, de la ciudad sumeria de Girsu (Tello), en el estado de Lagash, desperdigados por todo el yacimiento
8: Tapón cerámico de jarra, con inscripción, hallado en el yacimiento
9-10, 12: Necrópolis
11: El arqueólogo Mahdi Al Raleem y el estudiante de último curso de arquitectura, Marc Marín, desenterrando una jarra en la necrópolis
13: Puerta de Gudea. Apunte al lápiz del arquitecto Albert Imperial
14: Restos del palacio, convertido en montículo, el suelo sembrado de ladrillos de terracota, algunos estampillados
15-16: Equipo (cuerpos de seguridad, personal de la Dirección General de Antigüedades, del Museo de Nasiriya, y de la organización del viaje: salvo conductos, reservas, vehículos y seguridad).

Breve y seria reunión en la que se nos advirtió que no habláramos con nadie acerca de nuestros planes y visitas. Al parecer, un posible incidente habría ocurrido la tarde anterior: nos podrían haber seguido, y habríamos tenido que cambiar de dirección sin que nos hubiéramos dado cuenta. Los responsables de seguridad hablan de manera poco clara, seguramente para no inquietarnos ni darnos pistas que podamos contar. Hace un rato, en el salón del hotel, alguien, sin duda un loco al que han expulsado, se ha dirigido hacia nosotros, nos ha besado las rodillas, y ha pedido insistentemente lo que suponemos era dinero (los responsables de la seguridad del hotel no nos han traducido qué había ocurrido).  Partimos hacia Girsu. El yacimiento parecía poco prometedor. Una parte yacería bajo las marismas.

Girsu ha entrado en la historia por dos motivos: fue el primer yacimiento sumerio excavado, hacia 1880, por una misión francesa (con tan poca fortuna, a la búsqueda de piezas de "museo", que se trata de ruinas irrecuperables, saqueadas), y fue la ciudad del rey neo-sumerio Gudea (2100 aC), que edificó un templo para su dios personal y dios de la ciudad, Ningirsu, el relato de cuya construcción, redactado supuestamente por el mismo rey, se ha conservado (en los célebres Cilindros A y B, dos cilindros de terracota de gran tamaño, cuya superficie está enteramente escrita, hoy en el Museo del Louvre en París).

De lejos, se divisan varias colinas, sin duda artificiales. La tierra está embarrada. El nivel freático está casi a la superficie. La sal, como en todos los yacimientos sumerios, forma una fina capa, seca y quebradiza en todos los sitios, menos en Girsu. Se diría que hubiera estado lloviendo a mares recientemente.
La imagen no se desmarca demasiado de la de la mayoría de los yacimientos (Obaid, Eridu, etc.). Sin embargo, de cerca, se revela como el yacimiento más apasionante.
La Dirección General de Antigüedades iraquí ha ofrecido al Museo del Louvre la posibilidad de reemprender una excavación; no parece que vaya a acontecer próximamente, lo que tendría que lamentarse.
El yacimiento es tan extenso, empero, que las dudas son comprensibles. Se pueden estar días admirando cada ladrillo, cada resto desperdigado. Pero, la primera misión, en 1880, documentó mal el yacimiento, y no trazó un plano preciso de los restos de la ciudad.

Una de las mayores sorpresas la constituye la llamada Puerta de Gudea. Una gran estructura de ladrillo de terracota, compuesta de murallas, contrafuertes y bastiones, de varios metros de altura, que dibujan un mbudo, a fin de recoger a los visitantes, y conducirles, de manera desviada, hacia el palacio. El conjunto está casi intacto.

El palacio.... Se diría que hubiera reventado interiormente y que hubiera espancido por todo el yacimiento centenares o miles de ladrillos de terracota. Muchos están estampillados, en perfectas condiciones, depositados sobre la arcilla, con un texto estampado legible, dedicado al dios Ningirsu, patrón de la ciudad. Por doquier aparecen ladrillos sin erosionar. Es como el palacio se hubiera hundido como un castillo de naipes y se tuviera la sensación que pudiera relevantarse. Colinas y colinas cubiertas de ladrillos, entre los que también se encuentran conos fundacionales de terracota.
En algunos casos, para protegrlos de la codicia, les damos la vuelta para esconder la cara inscrita, y en un caso, enteramos en un hoyo y recubrimos un ladrillo fragmentado pero con una inscripción incompleta pero perfecta, como si se hubiera acabado de marcar. Ningún museo español posee una pieza tan perfecta, abandonada en el yacimiento, al aire libre. En el sitio que le pertenece, empero. Son la memoria aún viva de la ciudad. Venimos a verla, porque son los últimos testimonios de la que Tello (Girsu) fue. Son lo primero que se depositó en la tierra, y lo último en desaparecer. Toda la historia de la ciudad está ecogida, acogida entre los trazos de la breve plegaria inscrita en una de las caras de los ladrillos. Juntas, extendidas sobre la tierra, se asemejan a las trazas de una ciudad.

La muerte preside Girsu. Las colinas que resultan del estallido del palacio (y, sin duda, otros edificios, levantados durante un milenio en el mismo emplazamiento), vierten abruptamente, como si de acantilados marcados verticalmente por las aguas, sobre una profunda sima: la necrópolis, situada al lado de un taller cerámico. Miles de vasijas, algunas casi enteras, depositadas en jarras, hoy reventadas, están incrustadas en las paredes verticales que rodean la sima. Formas capas cortantes en medio de la arcilla endurecida. Algunos huesos y grandes fragmentos de calaveras destacan sobre el fondo terroso. La tierra ha hundido las tumbas. Los restos y las ofrendas están íntimamente unidos a la tierra. Las aguas y el hundimiento de las tierras ha dejado parcialmente al descubierto los restos, como si un tajo en la colina hubiera mostrado las galerías por donde deambulaban los espíritus, con vertidos en seres de ultratumba. Con la ayuda del arqueólogo iraquí que nos acompaña, escarbamos una pequeña y hermosa vasija que parece entera. Al poco rato, retrocedemos. Es como si estuviéramos faltando a un espacio silencioso y recluido, que da la espalda a la ciudad; sagrado, posiblemente. Un colgante alagrimado de bronce despunta en la ladera vecina.

La ciudad desvanecida parecía extenderse hasta casi el horizonte. Mas la tarde caía en un páramo desierto. Los guardias cargaron las metralletas.

jueves, 27 de octubre de 2011

ERIDU, 26 de Octubre de 2011











 1.- El zigurat de Eridu
2.- Funda de bomba plástica
3.- Ladera del zigurat cubierta de ladrillos calafeteados; quizá provengan de un templo
4.- Diminutas conchas marinas por el yacimiento
5.- Cono decorativo de fachada de templo.


Dos fundas plásticas de bombas, a lado y lado de la borrosa senda en la arena del desierto, presiden el acceso a Eridu.
El yacimiento aún está minado. Las minas están sepultadas, por lo que se tiene que andar con cuidado, sin adentrarse en el desierto. 
Eridu: la primera ciudad de la historia en la mitología sumeria. Descendida del cielo y posada a orillas de la laguna de las divinas aguas primordiales, de las que surgieron todos los dioses: el Abzu, las Aguas (o el Pozo) de la Sabiduría, sobre las que flotaba el templo del dios de las artes y la arquitectura, el artero Enki.

Las primeras misiones arqueológicas, a principios del siglo XX, desenterraron los sucesivos niveles de los templos de esta divinidad, que se fueron sucediendo en el tiempo desde el cuarto milenio aC; no lejos, una estructura arquitectónica, quizá un templo o una capilla, remonta al sexto milenio.

Mas hoy, solo queda el volumen desdibujado del zigurat en medio del desierto. No hay nada y está todo. El yacimiento está enteramente cubierto de fragmentos de cerámica y de miles de diminutas conchas marinas blancas que centellean bajo el sol como las arremolinadas aguas de una laguna. El recuerdo de las aguas no se ha borrado, y el viento fresco -se acerca el mes de noviembre-, al caer la tarde, que sacude la cumbre del zigurat, levanta las olas de las dunas y remueve los últimos restos informes que se hinchan sobre la arena como cuerpos reblandecidos a punto de expirar. Innumerables ladrillos se desparraman sobre una ladera del zigurat, recordando que allí se hallaba uno de los principales santuarios de la remota antiguedad dedicado al dios de las aguas fértiles. Las ruinas sumerias dan una lección moral.
Eridu es un verdadero centro, en centro del mundo. Desde lo alto, se domina el mar de arena. Las aguas del cielo han abierto canales en el zigurat, y lo han disuelto, provocando ríos de piedra líquida y hondonadas.
El zigurat está herido y, sin embargo, aún destaca poderosamente desde lejos sobre la incierta superficie, cuyo finísimo polvo dibuja aguas que baten los últimos restos desperdigados de los santuarios.

De vuelta, una nueva (noticia) "bomba": intacto, en la superficie del desierto, a los pies del zigutat, un pequeño cono de terracota coloreado que, hundido en los muros de adobe de un templo, junto con otros miles de figuras tronco-cónicas con diminutas testas coloradas, formaba parte de las cenefas geométricas de los mosaicos de teselas circulares que moteaban y animaban las fachadas de los templos, y recordaban las esteras tendidas que cubrían los muros exteriores de las casas de adobe, o las tornasoladas aguas del Abzu.

miércoles, 26 de octubre de 2011

UR, 26 de Octubre de 2011




























1-3(B/N): Ziggurat de Ur (2: Ziggurat desde el E-hursag, el llamado Palacio de los reyes Ur-Nammu o Shulgi, seguramente el templo neobabilónico de la diosa Ninhursag)
4-5: Zigurat de Ur
6: alquitrán mezclado con paja que recubre el interior del zigurat
7: parte alta del zigurat
8: policias y personal de la Dirección General de Antigüedades
9-14 (B/N): Tumbas reales de Ur
15-22: Tumbas reales de Ur
23-24: Straight Street en el barrio de Ur del periodo de Isin-Larsa (c. 2000 aC), y acceso a casa con patio desde esta calle
25: jarra enterrada en el barrio de Ur
26: casas de Ur
27-28: E-dub-lal-mah, templo neobabilónico restaurado: fachada e interior
Fotos: Tocho, octubre 2011
Se "colgarán" más fotos de aquí a un día


Cuando el coche arrancó, precedido por un vehículo militar, supimos que finalmente íbamos a Ur. La Dirección General de Antigüedades, temerosa por nuestra seguridad, y sospechando del jefe de policía local, cambia constantemente los planes (como, por otra parte, había recomendado la Embajada de España), y nos conduce hacia el yacimiento no previsto, pidiéndonos que no comuniquemos a nadie en Iraq nuestro programa.

Apenas dejamos a nuestra izquierda la gigantesca base militar norteamericana de Talil, bajo el ruido atronador de un avión y dos helicópteros que sobrevuelan, a baja altura, casi constantemente el área, la carretera enfila directamente hacia el zigurat de Ur.
En fotos, la reconstrucción parcial de principios de los años sesenta, apena. En el lugar, se revela necesaria, acertada, y no evoca en absoluto un decorado. Las técnicas empleadas fueron las mismas que se habían seguido cuatro mil cien años antes.
Destaca desde lejos en medio de un paisaje árido, cubierto de arcilla reseca. A sus pies, en el ángulo izquierdo, los restos de la última trama urbana sumeria conservada. Emociona lo que el arqueólogo Wollley bautizó, en los años veinte, como Straight Street: un callejón muy estrecho, de poco más de un metro de ancho, entre los muros (de un metro de altura, más o menos) de viviendas construidas alrededor de un patio,  a las que se accede por una, quizá dos entradas. Caminando por el callejón, se llega a tener la misma sensación que una medina produce hoy: un espacio agobiante, en el que es fácil perderse, como si uno se abriera camino entre riscos, pero, sin duda, más fresco que el exterior. Hoy Ur está en medio del desierto. Antaño, se hallaba en una península bordeada por el Éufrates y un afluente, y estaba, quizá recorrida por uno o varios canales, invisibles hoy. Pese a la presencia del agua, el desierto, que hoy invade Ur, se hallaba cerca. Se diría que las primeras ciudades, en sudamérica (Perú), el valle del Hindo, y en Sumer, se construyeron en la confluencia de ríos y desiertos o páramos áridos. Quizá las ciudades respondieran no solo o tanto a una necesidad económica o sociológica (el intercambio de bienes y mujeres, el control del territorio), sino "emocional" o sicológica: la necesidad de sentirse amparado en un territorio tan hostíl, carente de límites, en los que la vista se pierde, así como el equilibrio. La ciudad sería el resultado de la necesidad de vivir juntos, dando la espalda al árido infinito, cuya dureza, cuya inhumanidad, las poderosas aguas del Éufrates, difícilmente cruzables, lentas como el paso de los siglos y violentas en ocasiones como un animal hambriento o acorralado, acrecentaban, bajo un cielo pardo y gris, desdibujado por las nubes -de aquí a poco empezarán las lluvias- y el polvo en suspensión.
 
Desde la cumbre se descubre, con sorpresa que el núcleo del zigurat está hecho de adobes macizos, separados, cada metro, por una capa de alquitrán sobre una capa de ladrillos cocidos, y por finas capas de cal, también impermeabilizante, situadas también cada metro. El perímetro exterior del zigurat y las terrazas son de gruesas capas (unos dos metros) de ladrillos cocidos unidos con alquitrán mezclado con paja, recubiertos con el mismo material. La construcción está en perfecto estado, si bien los adobes se van deshaciendo con las lluvias y las tormentas de arena.

A un centenar de metros, en na área vallada, las tumbas reales de Ur. Están siempre cerradas. Se prohibe el acceso, en parte por su insegura condición. Se ha logrado, empero, recorrerlas. Dos tumbas se abren a lado y lado de un pozo -por el que se desciende por una escalera de madera actual-. A partir de media altura, dos rampas escalonadas apuntan hacia las entradas de cada tumba: un gigantesco arco de medio punto protege la puerta de la celda. El espacio interior  tiene unos diez metros de largo; posiblemente sea más alto. Está cubierto por una bóveda de medio punto de ladrillo en perfecto estado. Los muros también son de ladrillos, cubiertos por una gruesa capa de salitre. Se conservan en las paredes los hoyos en los que se empotraban las cabezas de las vigas de madera por las que transitaban los constructores para levantar muros y bóveda. Ésta se logra mediande la superposición de ladrillos retranqueados: el superio avanza con respecto al inferior. En las paredes sobre las que se apoya la bóveda, que recuerda a una nave invertida -maquetas de barcas acompañaban al difunto en su tránsito al más allá, como las hermosísimas depositadas en el Museo de Bagdad-, se intuyen arcos de descarga. Las tumbas fueron construidas hace cuatro mil seicientos años, casi antes que las pirámides de Egipto. No son comparables con ninguna otra tumba sumeria. Mas, incluso en el esplendor de su tamaño y  perfección, evocan una concepción de la morada eterna similar a la terrenal: cálida, sin alardes ni ostentación, como si la vida, aquí y en el más allá, no mereciera atenciones que la equipara con la de los dioses. Las tumbas no son muy distintas que las casas de juncos de las marismas, también cubiertas con bóvedas alargadas, que ya se construían hace cinco mil años. Tan solo el ladrillo sustituye al junco; pero toda la tumba parece un admirable trabajo de cestería. El descenso a través del juego de rampas y escaleras, que descienden alrededor de un gran patrio central, evoca bien el regreso a un vientre materno, a la sombra del zigurat que ofrece el movimiento contrario, ascensional, solo apto para los dioses cuando, habiendo descendido entre los hombres, querían regresar a su morada eterna. Los movimientos que el zigurat y las tumbas suscitan construyen bien el imaginario mesopotámico. Los humanos nada tiene que ver con las divinidades; y los encuentros temporales en la tierra se clausuran en la hora final.

A lo lejos, las estrafalarios y temibles vehículos militares norteamericanos siguen retirándose hacia el Sur.

martes, 25 de octubre de 2011

NASIRIYA, 25 de octubre de 2011









1: vehículo militar norteamericano en retirada cerca de Nasiriya
2 y 3: Museo de Nasiriya
4: Nuestra seguridad en Nasiriya
5: Zoco de Nasiriya
6: Terraza al aire libre cabe el Éufrates al anochecer
Fotos: Tocho, octubre de 2011

Nasiriya es una ciudad de provincias del sur de Irak, en el centro de la mayor concentración de asentamientos arqueológicos de la historia. Desde ella, se accede a Ur, Uruk, Eridu, Tello, Obaid, Larsa, Lagash, es decir a los restos de las principales ciudades sumerias, todas ellas situadas al borde de unas marismas que han retrocedido centenares de quilómetros a causa de la bajada de las aguas del golfo Pérsico, desde hace cuatro mil años.

Nasiriyia es considerada una ciudad segura, hoy. Pensábamos que podríamos movernos libremente. Pero las autoridades iraquíes, al igual que las personas que nos acompañan, tienen demasiado miedo que algo nos ocurra, aunque tratan de darnos las sensación que podemos actuar como queremos.

Hasta 2003, fue una ciudad donde las mujeres tenían plena libertad, y vestían como querían. Hoy, desde la invasión, la presión de los clérigos obliga a las mujeres a llevar el chador. La tela es sintética. En verano hace cincuenta y cuatro grados. Ahora, en noviembre, unos treinta y cinco aún. Operación Libertad.
Una rama extremista del chiísmo controla la ciudad. Milicias del temible clérigo Al-Sadr velan armadas. La cerveza, incluso sin alcohol, está prohibida, y su venta y consumición pueden convertir a uno en un blanco.

La infraestructura de la ciudad quedó muy dañada. La central eléctrica, que funciona, es un inmenso complejo destartalado, humeante y oxidado. Fue ocupada por el ejército italiano que trató de proteger los yacimientos arqueológicos.
Pero el museo -un edificio modesto, agradable y digno, compuesto por salas bien proporcionadas que giran alrededor de un pequeño patio arbolado-, y del que las mejores piezas fueron llevadas a Bagdad cuando el inicio de la invasión del 2003, está devastado interiormente. Las salas, vacías, solo acoger a algunas vitrinas sucias y rotas, cubiertas de telarañas, entre las que se alzan dos de las cuatro obras originales que permanecen en pie: unas estatuas de piedra, de tamaño natural, que representan reyes partos, del siglo III dC, hallados en Hatra, y que hoy parecen ejercer su poder sobre nada. Un hermoso ladrillo estampillado neo sumerio, cubierto de polvo sobresale de una vitrina que ha perdido los cristales.
Sin embargo, todos los iraquíes con los que hemos hablado comentan una noticia hecho pública: el presidente de Iraq pidió y obtuvo dos millones de euros para desplazarse a Nueva York durante unos pocos días para asistir a la inauguración de la asamblea de la ONU; un millón para billetes de avión, y medio millón para pequeñas compras, regalos, etc.; devolvió el último medio, añaden sarcásticamente. Todo perfectamente contabilizado.

El hotel en el que nos alojamos tiene la orden de no dejarnos salir sin enunciar detalladamente dónde queremos ir. Salimos acompañados; el jefe de policía de la ciudad, junto con cinco soldados armados hasta los dientes, con cascos que parecen de astronauta y extrañas gafas amarillas, nos siguen en un vehículo militar, con las sirenas luminosas encendidas, que circula a nuestro paso. Un policía habla de cortar la calle central comercial, que se adentra en el zoco, para que paseemos, sin que circule ningún vehículo. Nos impiden alejarnos. Cualquier compra es efectuada por los miembros de la Universidad de Baghdad que han decidido, lo queramos o no, acompañarnos. Es cierto, sin embargo, que el zoco, que bulle de compradoras enlutadas, nos mira de reojo, con aspecto muy serio. Hace decenas de años que los únicos extranjeros que han permanecido en la ciudad sin recorrerla andando son soldados norteamericanos e italianos, y personal de las refinerías de petróleo cercanas.

El noventa por ciento de la población está más o menos enferma. Las bombas de uranio empobrecido (las llamadas bombas sucias), que el presidente Saddan Hussein utilizó contra las moradores de las marismas, en pleno embargo -bombas vendidas por industriales norteamericanos con el consentimiento de su gobierno, violando el embargo- y, durante la Segunda Guerra del Golfo, en 2003-2004, por la coalición encabezada por el ejército norteamericano, han disparado la tasa de cánceres mortales. Los enfermos suelen fallecer a los seis meses. Desde hace un par de años, un pequeño hospital especializado trata los enfermos de la ciudad y de los alrededores. Un gran número de consultorios médicos, con colas en la puerta, están abiertos de par en par entre los comercios del zoco. Hay momentos en que uno tiene la sensación que se ahoga, y querría llorar.

Una velada, en una terraza cabe el Éufrates, de noche, frente a la otra ribera festoneada de luces de colores, para fumar una pipa de agua y tomar un té, mientras hablamos con los profesores de Bagdad que nos acompañan, revela algunas verdades, que no se perciben a primera vista, si bien cuando uno observa con cierto detenimiento descubre que mucha gente en la calle presenta insólitas marcas de heridas.
Uno de los profesores que nos acompañan ya no vive en Bagdad. Partió apresuradamente en 2007, después que, en medio año, fuera secuestrado y su chofer asesinado, cumpliera tres meses de cárcel en el sur, acusado por la familia del chófer de ser el causante indirecto de la muerte de éste, y fuera herido, con secuelas físicas, en una devastadora explosión en un puente metálico.
El otro profesor también presenta heridas. Fue tiroteado por dieciséis hombres armados, en su casa. Tuvo suerte: varios colegas suyos fueron asesinados horas antes por la misma banda.
Hoy, saben que no verán nunca el nuevo Iraq, aunque solo tengan unos cuarenta años.