jueves, 19 de julio de 2012

Viajes a Siria



Anuncio en Damasco / Idlib, noviembre del 2010.

Desde 1995 fuimos varias veces a Siria. Estuvimos trabajando, a principios de otoño, durante cuatro años, en una misión arqueológica francesa a orillas del Éufrates cabe la frontera iraquí (Tell Massaïk, y Terqa). La última vez en noviembre de 2010. Recorrimos una decena de veces el país. Vivimos varios meses, en diversos periodos breves. Nos gustaba pararnos en Palmira, tomar una sopa de lentejas en la terraza del hotel Zenobia, en medio de las ruinas, construido en tiempos de la reina Victoria de Inglaterra, antes de seguir la carretera hasta Deiz es-Zor. De vuelta, ¿quién no gustaba detenerse en la angosta terraza cubierta del Café de los cuentos detrás de la mezquita de los Omeyas en el centro de Damasco, o tomar un shawarma en un puesto, abierto a una calle peatonal angosta, frente al café?
Los institutos Cervantes y Francés, en Damasco eran paradas obligatorias. Los baños turcos o árabes, en una callejuela cubierta del zoco de Damasco, ineludibles, así como los patios del Instituto Danés, en una casa damascena del siglo XVIII, en el corazón de la capital, de altos techos de madera labrada que cubrían los diwanes, admirablemente restaurada. Aunque llevaban tres años cerrados por una restauración que no parecía avanzar, los baños del siglo XVI, al pie del tell de Alepo, en el centro de la ciudad, fueron durante años los mejores quizá del Próximo Oriente.
Siria parecía un paraíso, el sueño orientalizante para muchos occidentales. ¿Cómo es que nos equivocamos tanto?
No prestamos atención a las quejas de comerciantes y despachos que tenían secretamente que adquirir direcciones electrónicas en el Líbano para sortear la censura del gobierno. Sabíamos que se trataba de una dictadura, que Hama había sido destruida hasta los cimientos en los años ochenta, que la burocracia tal puntillosa -e ineficaz- que muchas decisiones no se tomaban, que la corrupción era generalizada sobre todo en las zonas más orientales (el director del Museo de Deir es Zor había sido por fin encarcelado. Los ingentes fondos alemanes para la construcción de este museo, en los años noventa, habían desaparecido, sin que se hubieran podido conectar siquiera los lavabos a la red general. Los presupuestos que el gobierno destinaba a estas zonas llegaban solo a algunos bolsillos). Vigilantes del Museo de Palmira ofrecían piezas  expuestas a los visitantes. Esos incidentes eran minucias, obviamente, ante lo que desconocíamos. Obras del Museo de Damasco desaparecían. Piezas de arqueología salían ilegalmente del país, gracias a la complicidad de guardias de la frontera comprados, y se vendían, por ejemplo, en Barcelona, violando todas las convenciones.
Los cinturones de miseria en Damasco y Alepo crecían de año en año. Las diferencias sociales eran abismales. Las riberas del Éufrates, un estercolero. La polución provocada por industrias pesadas, causa de graves enfermedades. Sin embargo, Siria cargaba, sin recibir ayuda, con una emigración masiva iraquí, que no hallaba trabajo.
Pero el integrismo, durísimo, subía desde los años noventa. Aunque el régimen parecía controlarlo -a duras penas-. El país era laico. Tenía vida nocturna. Se tomaba vino en el barrio cristiano. Las tiendas vendían los recuerdos que muchos occidentales soñamos tener. Los pistachos eran grandes y baratos -al menos, para nosotros.
Sabíamos -una vez nos perdimos de noche por aquellos parajes- que el presidente vivía en una fortaleza situada en lo alto de la ciudad: una perfecta traducción arquitectónica de las diferencias sociales, que no quisimos ver. Siria no tenía harenes. Pero, para nosotros, como si los tuviera. Siria era el país ideal para probar sabores orientales sin problemas ni "peligros". Un sueño colonial. No hubiéramos soportado la décima parte de las penurias, las miserias administrativas, las amenazas (veladas o no), las suspicacias, si hubieran acontecido en España. Nos parecían ¿exóticas, quizá? Fumaban pipas de agua, tomaban té, vendían alfombras (es decir, fumábamos pipas de agua, tomábamos té y comprábamos alfombras que aquí nos hubieran parecido rancias). parecían felices. Queríamos creer que lo eran. para acentuar nuestras desgracias. Hasta Angelina Jolie se había paseado por los callejones damascenos y, vestida como para ir a la Meca, había practicado caritativas obras de cooperación.
No quisimos ver nada. Pese a las advertencias de algunos diplomáticos, Siria nos parecía posee las virtudes que echamos en falta en los países occidentales. y ya nos iba bien. Nos reconfortaba.
Quizá alimentamos lo que está ocurriendo ahora.
Nunca fuimos tan ciegos. Ingenuos. O hipócritas.

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