Fotos: Google image. El museo del Prado en Madrid solo permite, en el mejor de los casos, fotografiar cartelas, discretamente.
La extraordinaria exposición Darse la mano, sobre la conjunción de la pintura y la escultura para dotar de una ilusión de realidad a la estatuaria barroca española, presenta alguna obra de difícil interpretación. La duda no reside en lo que representa -el tema-, sino en cómo representa.
Es un lugar común destacar que los collages cubistas fueron las primeras obras representativas que introdujeron elementos reales -fotografías, papeles pintados, rejillas, etc-, casi siempre planos, en lugar de su reproducción mimética.
Pero sabemos que en ocasiones, las tallas barrocas policromas no reproducían con minucia los pliegues de los ropajes en madera tallada y pintada, sino que envolvían las figuras talladas con telas endurecidas con resinas. El trabajo laborioso de la talla y la policromía se obviaba, por lo que el tiempo de ejecución de una escultura se acortaba sobremanera. Las tallas que parecían arropadas lo eran de verdad: ropajes reales, que se hacían pasar por representaciones sí mismos, las cubrían.
Lo más sorprendente de muchas tallas barrocas, sin embargo, no se ve: son las partes traseras de esculturas adosadas a retablos, esculturas que nunca podrán ser contempladas desde distintos ángulos, de frente, de costado y desde atrás..
La imponente estatua de Santo Tomás, del escultor barroco español Gaspar de Becerra, es una de las obras maestras de la estatuaria occidental. La figura del patrón de los arquitectos, a escala mayor que el natural, impone. La viva reproducción de la carne y los ropajes produce casi inquietud. Si un espectador quedará encerrado a solas, a media noche, a oscuras, frente a la mirada terrible de esta figura, en la sala…. No desearía ser un vigilante abriendo las luces de la sala, aún vacía de visitantes, a primera hora del día siguiente.
Una figura potente, vigorosa, inquietante domina a los visitantes.
Mas, si se pudiera rodearla, como ocurre, excepcionalmente en esta exposición temporal, se descubre….nada. No hay nada. Tan solo medio tronco hueco tallado por una cara, y vaciado interiormente. Por detrás, solo se descubre la cara interior, sin tallar, del ilusorio volumen exterior. La escultura no es ni siquiera un relieve. Tan solo es una máscara, o una piel que no envuelve nada.
Esta realidad no es excepcional. Las estatuas que se exponían exentas no solían estar trabajadas por la cara oculta.
Es por esta razón que los primeros autores cristianos se burlaban de las estatuas paganas que pretendían ser consideradas como una manifestación sensible de una divinidad invisible. Su oquedad, su interior vacío, argumentaban, era un signo de su vanidad, su nadería. Eran una mera ilusión; un engaño.
La feroz crítica cristiana hacia la estatuaria sagrada pagaba bien hubiera podido dar de lleno a las tallas religiosas cristianas y a los pasos procesionales. Las figuras, en estos casos, apenas están talladas. Son cabezas y manos unidas por un andamiaje de madera oculto por pesados ropajes que simulan revestir un cuerpo -cuando solo están llenos de aire, como ropajes colgados de un perchero.
Tanto las tallas cuanto las figuras de los pasos procesionales, ambas huecas, pueden ser interpretadas no tanto como simples apariencias sin consistencia, sino como apariciones: imágenes incorpóreas que, en la ausencia de materia o cuerpo, revelan su carácter sobrenatural. La materia densa, opaca, ciega, insensible no lastra las figuras. Su cuerpo es invisible. Adoptan una faz visible para manifestarse a los ojos de los humanos. Su imagen es una máscara que hace visible lo invisible. En sí misma, su esencia es el éter. Los sentidos humanos son incapaces de percibir, y de concebir los seres celestiales. Solo a través de la mediación de una delgadas piel policromada, los fieles pueden sentir la cercanía , la presencia de los seres celestiales necesariamente hechos de una sustancia que no es natural ni humana: una sustancia que escapa a la percepción del limitado alcance de los sentidos.
El vacío, la ausencia, como signo paradójico de la presencia divina, no es extraño en la concepción y la figuración divinas. En la figuración sagrada cristiana, tan solo una ilusión material parece acercar la divinidad al ser humano y hacer soportable la impalpabilidad de aquélla, que solo se ve pero no se toca, como si fuera un espectro, una nube o un sueño el sueño que existen los dioses tutelares, figuras que simulan existir para que no nos sentamos solos definitivamente y para siempre.