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domingo, 8 de diciembre de 2024

Desván



 La autopista que une Nueva York y Boston tarde en desprenderse de los últimos rescoldos de la ciudad que no tiene límites . Durante más de hora y media, antes de adentrarse en tupidos bosques de hoja caduca, convertidos es esqueleto blanquecinos hasta la próxima primavera, atravesados por el incesante tráfico, día y noche, la múltiples tentáculos de la autopista recorren barrios cada vez más desmadejados. La carretera los sobrevuela. Tan solo destacan, por encima de la altura de la calzada, un considerable número de bloques con fachadas acristaladas iluminada interiormente, como gigantescos fanales abandonados en terrenos desiertos en medio de poblaciones que solo se diferencian por el nombre y los nombres de las salidas de la autopista.

Estos bloques son nuevos. Desentonan del apelmazado entorno de casas y cobertizos bajos sobre los que se yerguen descomunales anuncios iluminados con focos de estadio. Desde la carretera se perciben  pasillos periféricos en el interior de las construcciones, punteados por el insistente números de puertas de piso, todas idénticas. 

Estos nuevos bloques paralelepípedos, carentes de cualquier ornamentación, esas cajas adustas e iluminadas, no acogen viviendas -al menos, legalmente. Las puertas abren a trasteros. Decenas o centenares de trasteros unos sobre otros. Un tipo de edificio que no existía tan solo hace diez años aún.

La palabra trastero lo dice todo. Un trasto es un objeto -un mueble, una lámpara, un sillón desvencijado, una alfombra enrollada y raída,  un cuadro chillón u oscuro, una estatua de yeso pintado- precedido por la partícula adverbial latina trans-: en desplazamiento. Un trasto no es de ningún sitio. No halla su lugar. Ha quedado fuera de la vida, y se dirige hacia ningún sitio. No se usa ni se tira. No es un util ni un deshecho. No se sabe lo que es. Su destino es un retiro temporal y, seguramente definitivo. Su última etapa es el trastero.

El trastero sustituye al antiguo desván. Las casas ya no incluyen espacios vacíos -que esto es lo que significa desván: un lugar vacío para objetos vanos, un espacio donde todo puede acontecer, dispuesto a acoger de todo. Los desvanes coronaban las viviendas. Se ubicaban entre la última planta y el tejado.

 El desván era la antítesis de la casa. Acogía los mismos enseres del hogar: una cama o un colchón de muebles , sillas desparejadas  y sillones desfondados, mesas cojas, cuadros, lámparas que no dan luz, útiles de cocina descarcarillados, ropa descolorida o descosida, tapetes de ganchillo amarillentos, todos en desorden: la alfombra sobre la mesa, el colchón arriba de la alacena, y la cubertería incompleta debajo de una alacena desescamada, desperdigada entre libros de hojas sueltas, con las esquinas romas y las cubiertas quemadas por la luz. El desván era la cueva de Alí Babá: el reino donde se podía encontrar lo que ya no existe o nunca ha existido; un mundo recluido, maravilloso e inimaginable que se exploraba a la luz de las linternas y donde uno podía disfrazarse con ropa de otra época. El desván era una cápsula del tiempo, testigo de un tiempo pretérito, en el que a través de las fotos viejas y las cartas ilegibles uno se asomaba al pasado, a las vidas de familiares desaparecidos y en ocasiones desconocidos. El desván es un mundo mágico, y un refugio en el que perderse durante unas horas. La realidad apenas le alcanza.

Los desvanes permitían escapar a la dictadura, a las urgencias del presente; un espacio donde perderse y donde detenerse; una caja de ensoñación.

Hoy, los muebles antiguos y los recuerdos pretéritos ya no forman parte de nuestra vida. No tienen cabida; las casas son angostas, y el ritmo de compras y descartes ten acelerado que no podemos acumular lo que quizá ya ha hubiera pasado antes que lo hubiéremos usado. Los desvanes acogían enseres inutilizables -y por tanto pasto de los sueños, de todos los usos imaginarios. Útiles recuperados para el mundo del teatro, dotados de una nueva vida, concediendo una vida alternativa a quienes se aventuraban en el desván como quien se adentra en un universo fascinante por desconocido, a la vez familiar y extraño. Los trasteros, en cambio, son depósitos de enseres inutilizados, que bien pueden no haber accedido a una vida útil. Enseres con los que no sabemos qué hacer, enseres molestos.

En los trasteros no se juega ni se sueña. El desván no es un escenario donde ser otro por unas horas: se asemeja más bien a un depósito mortuorio cuyos maltrechos bienes pronto caerán en el olvido antes de un último vaciado. 

Los enseres del desván siguen estando con sus dueños. Adquieren incluso un aura mágica. Inspiran respeto. Parecen frágiles. Cuando se recurre a ellos y se les devuelve a la vida, se opera con extraño cuidado, no fueren a disolverse en una nube de polvo. Los trasteros, por el contrario, son lugares clínicos. El orden reina; un orden castrense -los trasteros son tan pequeños que exigen clasificar u ordenar para no perder el menor espacio. Los objetos se ahogan. Y ya no saldrán, salvo en un vaciado último tras nuestra muerte. 

Hoy, las ciudades periféricas se van poblándose de trasteros que crecen más deprisa que las casas, y brillen más. Barrios en los que lo único que crecen son almacenes -un almacén, literalmente, es un depósito, donde acaban objetos depuestos- de cosas que no necesitamos, que nunca hemos necesitado, cementerios de enseres inútiles que a menudo que han entrado siquiera a formar parte de nuestra vida; deshechos adquiridos y abandonados. Símbolos de la ciudad moderna. 


Agradecimientos a Inés Vidal por la siguiente recomendación:

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martes, 3 de diciembre de 2024

RUDYARD KIPLING (1865-1936): DE LA NOCHE ATROZ (1888)

 El denso calor que se cernía sobre la tierra frustraba toda esperanza de sueño. Las cigarras contribuían al calor, y los chacales, aullando, ayudaban a las cigarras. Era imposible sentarse tranquilo en la casa oscura, vacía, poblada de ecos, a contemplar el punkah mientras batía el aire. De modo que a las diez de la noche planté mi bastón en el centro del jardín y esperé a ver hacia dónde caía. Señaló directamente a la carretera, iluminada por la luna, que conduce a la Ciudad de la Noche Pavorosa.

El animal saltó de su madriguera y corrió a través de un cementerio musulmán abandonado, donde calaveras sin mandíbulas y tibias rotas expuestas sin piedad por las lluvias de julio brillaban sobre el suelo, donde la lluvia había mordido sus canales. El aire calentado y la tierra agobiada habían hecho subir a los muertos a la superficie en busca de un poco de fresco. La liebre seguía saltando: husmeó con curiosidad un fragmento de un tubo de lámpara ahumado y desapareció en la sombre de un grupo de tarayes. La cabaña del tejedor de alfombras, al cobijo del templo hindú, estaba repleta de hombres dormidos, que yacían allí como cadáveres en sus sudarios. Por encima de ellos resplandecía el ojo fijo de la luna.

La oscuridad otorga una falsa impresión de frescura. Era difícil no creer que la corriente de luz que venía de arriba fuera cálida. No tan caliente como el sol, pero sí de una calidez enfermiza que calentaba el aire pesado. El camino hasta la Ciudad de la Noche Pavorosa se extendía recto como una barra de acero pulido; a cada lado del camino, yacían los cadáveres: ciento setenta cuerpos de hombres. Algunos, todos de blanco, con las bocas atadas; otros, desnudos y negros, como el ébano bajo la potente luz; y uno —que yacía con la boca abierta, lejos de los otros— blanco plateado y gris ceniciento.

Un leproso dormido; y el resto, sirvientes, tenderos y choferes de la parada cercana; la escena, una de las entradas principales de la ciudad de Lahore, y la noche era una de las calurosas de agosto. Eso era todo lo que había que ver, pero en ningún caso era todo lo que no podía ver. El embrujo de la luna se volcaba por todas partes, y el mundo estaba horriblemente cambiado. La larga hilera de muertos desnudos, flanqueaba por la rígida estatua de plata, no era un espectáculo agradable. Estaba constituida sólo de hombres. ¿Acaso las mujeres se veían forzadas a dormir al abrigo de sus sofocantes cabañas de adobe, como mejor pudieran? El lamento quejumbroso de un niño desde un bajo techo de adobe respondió a mi pregunta. Donde están los niños, ahí están las madres, que deben cuidarlos. Necesitaban cuidados en aquellas noches sofocantes. Una cabecita negra del tamaño de una bala espió por la albardilla, y una pierna delgada y morena, dolorosamente delgada, se deslizó hasta el canalón. Se oyó el tintineo agudo de unas pulseras de cristal, el brazo de una mujer asomó por un instante sobre el parapeto, se enroscó en el delgado cuello infantil y el niño fue arrastrado, protestando, al abrigo de su camastro.

Su grito agudo murió en el aire denso, casi en el momento de nacer, porque incluso los niños de esta tierra la encuentran demasiado caliente para llorar. Más cadáveres, más carretera blanca, iluminada por la luna; una hilera de camellos dormidos a un lado del camino; una visión de chacales que corren, ponis que tiran de carros, dormidos, con el arnés todavía en el lomo, y carretas con incrustaciones de latón, haciendo guiños a la luz de la luna, y de nuevo más cadáveres.

Dondequiera que hubiera un carro para cereales entoldado, un tronco de árbol, un par de bambúes y unos cuantos manojos de paja que proyectaran cierta sombra, el suelo estaba cubierto con ellos. Yacen, algunos boca abajo, con los brazos plegados, en el polvo; otros, con las manos cruzadas sobre la cabeza; otros, acurrucados como perros; los hay que se han arrojado como sacos junto a los carros y hay quienes están inclinados, la cabeza contra las rodillas, bajo el resplandor directo de la luna. Sería un alivio si al menos fuesen propensos a roncar; pero no lo hacen, y no hay nada que rompa su semejanza con los cadáveres excepto un detalle: los perros macilentos los olfatean y se marchan. Aquí y allá un niño duerme en el camastro de su padre, y en esos casos siempre hay un brazo protector que lo cubre. Pero, en su mayor parte, los niños duermen con sus madres en las azoteas. No hay que fiarse de los parias de piel amarilla y dientes blancos cuando tienen al alcance cuerpos oscuros.

Una sofocante ráfaga de aire caliente, que salía de la boca de la Puerta de Delhi, casi acaba con mi decisión de penetrar en la Ciudad de la Noche Pavorosa a estas horas. Es una combinación de todos los sabores malsanos, animales y vegetales, que una ciudad amurallada puede elaborar en un día con su correspondiente noche. La temperatura que hay entre las arboledas inmóviles de naranjos y plátanos, en el exterior de las murallas de la ciudad, parece fresca en comparación con ésta. ¡Que el cielo ayude a todas las personas enfermas y a los niños que se encuentren dentro de la ciudad esta noche! Los altos muros de las casas siguen irradiando un calor salvaje, y desde oscuros callejones salen hedores fétidos que bien podrían envenenar a un búfalo. Pero los búfalos no les prestan atencion: una manada desfila por la desierta calle mayor; de vez en cuando se detienen y acercan sus hocicos poderosos a las persianas cerradas de la tienda de un vendedor de grano, para resoplar como orcas.

Y luego llega el silencio, un silencio que está lleno de los ruidos nocturnos de una gran ciudad. Un instrumento de cuerda de alguna clase es apenas, sólo apenas, audible. Muy por encima de mi cabeza alguien abre una ventana, y el chasquido de la madera reverbera como un eco en la calle vacía. En uno de los tejados hay una hookah funcionando a toda máquina y los hombres hablan suavemente mientras fluye el agua en la pipa. Un poco más allá, los sonidos de la conversación son más nítidos. Una rendija de luz aparece entre las persianas corredizas de una tienda. Dentro, un comerciante de barba incipiente y ojos cansados hace el balance de sus libros de cuentas, entre balas de telas de algodón que lo rodean por completo. Le acompañan tres figuras cubiertas de blanco que hacen algún comentario de cuando en cuando. Primero, el hombre hace una anotación, y luego un comentario; a continuación se pasa el dorso de la mano por la frente sudorosa. El calor en la calle encajonada es digno de temerse. Dentro de las tiendas tiene que ser casi insoportable. Pero el trabajo continúa regularmente: anotación, gruñido gutural y gesto de la mano que se alza, sucediéndose uno a otro con la precisión de un mecanismo de relojería.

Un policía —sin turbante y completamente dormido— está tumbado en el acceso a la mezquita de Wazir Khan. Un rayo de luna cae vertical sobre la frente y los ojos del dormido, pero él no se mueve. Es cerca de medianoche, y parece que el calor aumenta. La plaza que se abre delante de la mezquita está abarrotada de cadáveres y hay que andar con mucho cuidado para no pisarlos. La luz lunar pinta sus rayas sobre la alta fachada de la mezquita, decorada con esmaltes coloridos en anchas fajas diagonales; y cada uno de los palomos solitarios que sueña en los nichos y esquinas de la mampostería proyecta la sombra de un polluelo. Fantasmas con sudario se levantan cansados de sus camastros, revolotean y se mudan a las oscuras profundidades del edifico. ¿Se puede subir a lo más alto de los grandes minaretes para contemplar desde allí la ciudad? El intento merece la pena en todos los sentidos, y con toda probabilidad la puerta de la escalera no estará cerrada. No lo está, pero un portero profundamente dormido está cruzado en el umbral, con la cara vuelta hacia la luna. Una rata sale corriendo del turbante al oír los pasos que se acercan.

El hombre gruñe, abre los ojos durante un minuto, se da la vuelta y vuelve a dormir. Todo el calor de un decenio de feroces veranos indios está almacenado en las pulidas paredes, negras, de la escalera de caracol. A mitad de camino, hay algo vivo, caliente y cubierto de plumas; y ronca. Al verse obligado a alejarse, escalón a escalón, conforme capta el sonido de mi avance, vuela hasta arriba, donde revela ser un milano airado de ojos amarillos. Hay docenas de milanos dormidos en éste y otros minaretes, y también en las cúpulas, abajo. A esta altura, se percibe la sombra de una brisa fresca o, siquiera, menos bochornosa y, refrescando con ella, me vuelvo a mirar la Ciudad de la Noche Pavorosa.

¡Hubiera podido dibujarla Doré! Zola hubiera podido describirla, este espectáculo de miles de durmientes bajo la luz lunar y la sombra de la luna. Las azoteas están atestadas de hombres, mujeres y niños, y el aire está lleno de ruidos indiferenciables. Están inquietos en la Ciudad de la Noche Pavorosa, y no me extraña. Lo milagroso es que puedan siquiera respirar. Si miras con atención a la multitud, verás que están casi tan inquietos como una muchedumbre diurna, pero es un tumulto contenido. Por todas partes verás, a la luz, a los durmientes que no paran de moverse, que remueven sus camastros y los vuelven a arreglar. En los patios como pozos de las casas se observa el mismo movimiento. Las despiadada luna lo revela todo. Muestra también las llanuras exteriores, y aquí y allá una extensión mínima del Ravee sin sus murallas. Muestra, por último, una salpicadura de plata rutilante en la azotea de una casa, casi inmediatamente debajo del minarete de la mezquita. Una pobre alma se ha levantado a echarse un poco de agua sobre el cuerpo febril; el tintineo del agua que cae llega, débil, al oído.

Dos o tres hombres, en rincones lejanos de la Ciudad de la Noche Pavorosa, siguen su ejemplo, y el agua relampaguea como señales heliográficas. Una pequeña nube pasa por delante de la luna, y la ciudad con sus habitantes —claramente delineados en blanco y negro un momento antes— se desvanecen en masas de negro, y negro más profundo. Y sin embargo, el ruido inquieto continúa, el suspiro de una gran ciudad abrumada por el calor y de una gente que busca en vano su descanso. Sólo las mujeres de las clases bajas duermen en las azoteas. ¿Cuál no será el tormento en los harenes guardados por celosías, en los que todavía hacen guiños unas cuantas lámparas?

Se oyen pisadas en el patio de abajo. Es el muecín, fiel ministro, que debía haber estado aquí hace una hora, para decir a los fieles que la oración es mejor que el sueño, el sueño que no quiere llegar a la ciudad. El muecín hurga por un momento en la puerta de uno de los minaretes, desaparece, y un rugido como de bueyes –un trueno magnífico– dice que ha alcanzado la parte más alta del minarete. ¡Ha de oírse la llamada hasta en las márgenes retiradas del mismo Ravee! Incluso al otro lado del patio es casi estremecedor. La nube se mueve y lo muestra, perfilado en negro contra el cielo, con las manos sobre los oídos y el amplio tórax dilatado por el trabajo de sus pulmones: ¡Allah ho Akbar! y a continuación una pausa, mientras otro muecín, desde algún lugar en dirección al Templo Dorado, contesta a la llamada: ¡Allah ho Akbar!. Una y otra vez; cuatro veces en total; y ya hay una docena de hombres que se han levantado de sus camastros. ¡Soy testigo de que no hay más Dios que Alá!

Qué grito más espléndido: ¡la proclamación del credo que saca a los hombres de sus camas a centenares en plena medianoche! Una vez más, atruena la misma frase, temblando con la vehemencia de su propia voz; y 

entonces, lejos y cerca, el aire de la noche resuena con ¡Mahoma es el Profeta de Dios!. Es como si estuviera lanzando su desafío al horizonte lejano, donde el relámpago del verano juega y salta semejante a una espada desenvainada. Todos y cada uno de los muecines de la ciudad están gritando a pleno pulmón, y algunos hombres, en las azoteas, comienzan a arrodillarse. Una larga pausa precede al último grito: ¡La ilaha Illallah! y el silencio se cierra sobre él, como el martinete cae sobre una bala de algodón.

El muecín baja a tumbos la escalera. Atraviesa el arco de la entrada y desaparece. Entonces el silencio sofocante se asienta sobre la Ciudad de la Noche Pavorosa. Los milanos del minarete se vuelven a dormir, roncando con más fuerza, el aire caliente llega en oleadas y en remolinos perezosos y la luna se desliza hacia el horizonte. Sentado, con ambos codos sobre el parapeto de la torre, uno puede asombrarse observan­ do aquella colmena torturada de calor, hasta el amanecer. ¿Cómo viven ahí abajo? ¿Qué piensan? ¿Cuándo se despertarán? Más tintineo de regaderas que se vacían; débil entrechocar de camastros de madera que entran y salen de las sombras; música extraña de instrumentos de cuerda, dulcificada por la distancia en lamento quejumbroso, y el gruñido sordo de un trueno remoto.

En el patio de la mezquita, el portero, que estaba tumbado en el umbral del minarete, se sobresalta, se lleva las manos a la cabeza, murmura algo y vuelve a dormir. Acunado por los ronquidos de los milanos —roncan como humanos de gargantas desproporcionadas—, yo también caigo en una especie de somnolencia inquieta, consciente de que ya han dado las tres y de que hay un ligero —pero muy ligero— frescor en el ambiente. La ciudad está absolutamente tranquila ahora, excepto por el canto de amor de algún perro vagabundo. Nada, salvo un hondo sueño de muerte.

Después de esto, se suceden varias horas de oscuridad. Porque la luna ha desaparecido. Los perros están quietos, y yo espero la primera luz de la aurora para iniciar mi camino de vuelta a casa. De nuevo el ruido de pisadas sordas. La oración de la mañana está a punto de empezar, y mi guardia nocturna ha terminado. ¡Allah ho Akbar! ¡Allah ho Akbar!. El este se vuelve gris, y ahora azafrán; el viento del alba llega como si el muecín mismo lo hubiera convocado y, como un solo hombre, la Ciudad de la Noche Pavorosa se levanta y vuelve su rostro hacia el día que amanece.

Con la vuelta a la vida, vuelve el ruido. Primero, en un susurro sordo; luego, en un murmullo grave; porque es preciso recordar que la ciudad entera está en las azoteas. Mis párpados se caen bajo el peso de un sueño largamente pospuesto, y yo me escapo del minarete a través del patio, hacia la plaza, donde los durmientes se han levantado, apartan sus jergones y discuten con la hookah de la mañana. El fresco efímero del aire ha desaparecido y hace tanto calor como al comienzo. ¿Tendría el sahib la amabilidad de abrirnos el paso? ¿Qué ocurre? Aparece una cosa que los hombres llevan a hombros a media luz y me aparto. El cadáver de una mujer en su camino a la pira funeraria, y un mirón dice: Murió a medianoche a causa del calor. Después de todo, así como de la Noche, la ciudad era la de la Muerte.


NB: El título del cuento procede de un poemario, de 1870, del escritor victoriano James Thomson (1834-1882)

MIGUEL DELIBES (1920-2010): EL PUEBLO EN LA CARA (1964)

 NB: Debo a la arquitecta y novelista Inés Vidal el descubrimiento de este cuento. Le agradezco la comunicación.


EL PUEBLO EN LA CARA

Cuando yo salí del pueblo, hace la friolera de cuarenta y ocho años, me topé con el Aniano, el Cosario, bajo el chopo del Elicio, frente al palomar de la tía Zenona, ya en el camino de Pozal de la Culebra. Y el Aniano se vino a mí y me dijo: «¿Dónde va el Estudiante?». Y yo le dije: «¡Qué sé yo! Lejos». «¿Por tiempo?», dijo él. Y yo le dije: «Ni lo sé». Y él me dijo con su servicial docilidad: «Voy a la capital. ¿Te se ofrece algo?». Y yo le dije: «Nada, gracias Aniano».

Ya en el año cinco, al marchar a la ciudad para lo del bachillerato, me avergonzaba de ser de pueblo y que los profesores me preguntasen (sin indagar antes si yo era de pueblo o de ciudad): «Isidoro, ¿de qué pueblo eres tú?». Y también me mortificaba que los externos se dieran de codo y cuchichearan entre sí: «¿Te has fijado qué cara de pueblo tiene el Isidoro?» o, simplemente, que prescindieran de mí cuando echaban a pies para disputar una partida de zancos o de pelota china y dijeran despectivamente: «Ese no; ese es de pueblo». Y yo ponía buen cuidado por entonces en evitar decir: «Allá en mi pueblo…» o «El día que regrese a mi pueblo», pero a pesar de ello, el Topo, el profesor de Aritmética y Geometría, me dijo una tarde en que yo no acertaba a demostrar que los ángulos de un triángulo valieran dos rectos: «Siéntate, llevas el pueblo escrito en la cara».

Y a partir de entonces, el hecho de ser de pueblo se me hacía una desgracia, y yo no podía explicar cómo se cazan gorriones con cepos o colorines con liga, ni que los espárragos, junto al arroyo, brotaran más recio echándoles porquería de caballo, porque mis compañeros me menospreciaban y se reían de mí. Y toda mi ilusión, por aquel tiempo, estribaba en confundirme con los muchachos de ciudad y carecer de un pueblo que parecía que le marcaba a uno, como a las reses, hasta la muerte. Y cada vez que en vacaciones visitaba el pueblo, me ilusionaba que mis viejos amigos, que seguían matando tordas con el tirachinas y cazando ranas en la charca con un alfiler y un trapo rojo, dijeran con desprecio: «Mira el Isi; va cogiendo andares de señoritingo».

Así, en cuanto pude, me largué de allí, a Bilbao, donde decían que embarcaban mozos gratis para el Canal de Panamá y que luego le descontaban a uno el pasaje de la soldada. Pero aquello no me gustó, porque ya por entonces padecía yo del espinazo y me doblaba mal y se me antojaba que no estaba hecho para trabajos tan rudos y, así de que llegué, me puse primero de guardagujas y después de portero en la Escuela Normal y más tarde empecé a trabajar las radios Philips que dejaban una punta de pesos sin ensuciarse uno las manos.

Pero lo curioso es que allá no me mortificaba tener un pueblo y hasta deseaba que cualquiera me preguntase algo para decirle: «Allá,en mi pueblo, el cerdo lo matan así, o asao». O bien: «Allá, en mi pueblo, los hombres visten traje de pana rayada y las mujeres sayas negras, largas hasta los pies». O bien: «Allá, en mi pueblo, la tierra y el agua son tan calcáreas que los pollos se asfixian dentro del huevo sin llegar a romper el cascarón». O bien: «Allá, en mi pueblo, si el enjambre se larga, basta arrimarle una escriña agujereada con una rama de carrasca para reintegrarle a la colmena».

Y empecé a darme cuenta, entonces, de que ser de pueblo era un don de Dios y que ser de ciudad era un poco como ser inclusero y que los tesos y el nido de la cigüeña y los chopos y el riachuelo y el soto eran siempre los mismos, mientras las pilas de ladrillo y los bloques de cemento y las montañas de piedra de la ciudad cambiaban cada día y con los años no restaba allí un solo testigo del nacimiento de uno, porque mientras el pueblo permanecía, la ciudad se desintegraba por aquello del progreso y las perspectivas de futuro.

FIN



Viejas historias de Castilla la Vieja, 1964

lunes, 18 de noviembre de 2024

THOMAS SHÜTTE (1954): SCHUTZRAUM (SHELTER, ABRIGO, 1986),

















 Fotos: Tocho, noviembre 2024


Thomas Schütte no sería considerado un arquitecto en España, al no tener el título que le habilitaría para edificar.

Mas, no lo necesita. Piensa y construye como algunos arquitectos lo hacen. Realiza maquetas de abrigos; sin promesas de espacios protectores y acogedores, refugios desde los que intentar imaginar una vida nueva, o lugares en los que uno puede quedar encerrado en si mismo, sin poder salir de uno mismo, preso de angustia, sin vislumbrar una salida.

La puerta de algunas construcciones está siempre cerrada; es imposible abrirla. Otros refugios tienen una obertura excesiva, demasiado abierta para no recordar unas fauces. Los abrigos pueden ser trampas, sobre todo cuando se doran de una imagen coloreada, excesivamente pintadas para no sé un señuelo.  

Las maquetas expresan una visión del mundo: una mirada que desvela lo que la realidad esconde a veces. Entre la casa y el búnker, la maqueta denota cómo nos ubicamos y cómo sentimos en el mundo, protegidos o desprotegidos, qué relación mantenemos con él, , un mundo que nos acoge, nos atrapa o nos encierra. La maqueta advierte de las bondades y de los peligros que nos esperan.

Abrigos para refugiarnos y meditar o para no ver lo que acontece. 

Una gran exposición antológica, dedicada a Thomas Schütte, en el Museo de Arte Moderno (MoMA), de Nueva York, muy bien montada, revela los claroscuros de los colores demasiado luminosos para ser siempre verdaderos.

https://www.moma.org/calendar/exhibitions/5681

sábado, 2 de noviembre de 2024

La ciudad acabada

 Tenemos la sensación -lo que seguramente no es solo una impresión- que la ciudad de Barcelona está en permanente obras. Éstas no solo se llevan a cabo en el mes de agosto, el mes “tradicional” o habitual para ejecutarlas, cuando las calles están vacías, o lo estaban otrora, antes de la llegada de los turistas, y los comercios cerrados, con la persiana bajada, como si la ciudad estuviera adormecida, tan solo sobresaltada por el bramido metálico de las taladradoras, y el penetrante olor del alquitrán.

Los constantes acontecimientos que puntúan la vida de la ciudad, desde los juegos olímpicos hace ya más de treinta años, sacuden la ciudad por las reformas que se emprenden: calles cortadas, zanjas que no cesan de abrirse y cerrarse, fruto del dudoso acuerdo entre administraciones, erizadas de gruas.

 Hoy, parece que solo las inacabables obras del templo expiatorio de la Sagrada Fanilia, un mal sueño de mal gusto, tienen ya las horas contadas. 

La ciudad, en cambio, es un mar de obras que apenas concluidas dan pie a reformas, mejoras y nuevas intervenciones que remedan o amplíen las actuaciones del pasado, que nunca acaban de pasar. El verbo acabar es significativo.

Contaba la arquitecta y urbanista María Rubert, en una clase esta misma semana, que una periodista le preguntó cuando la ciudad, en permanente tránsito, estaría acabada. ¿Veríamos un día la ciudad libre de máquinas y operarios, caseras de obras y vallas?. La ciudad ¿dejaría de estar en construcción? ¿Se habría alcanzado al fin la conclusión de un proyecto?

María Rubert contestó que esto no ocurriría nunca: la ciudad nunca estaría acabada. Las obras proseguirían mientras la ciudad viviera. Siempre se hallarían solar sin construir todavía, edificios y espacios necesitados de cuidados. La ciudad ideal no existe ni debe de existir. Mas que un sueño es una amenaza.

Pues el verbo acabar es ambivalente. Se compone a partir del sustantivo cabo, que procede del latín caput -que no significa, coloquialmente, “acabado” o rendido, pero que evoca bien el acabamiento-, sino que se traduce por cabeza. Ls cabeza, como un cabo geográfico, es o se halla en un extremo. Mas lejos no se puede llegar: no hay nada, el vacío. Quien llega al finisterre no puede seguir avanzando. Debe regresar, retroceder, invertir el camino emprendido, so pena de perderse. El cabo señala hasta dónde podemos llegar -una expresión con un tono inquietante. Las reglas se desbaratan más allá del cabo. Empieza entonces un territorio de incertidumbres, ilimitado, ignoto, donde todo lo que rige en la tierra habitable deja de tener validez y sentido.

Acabar significa alcanzar el final de lo emprendido. El fin perseguido se ha logrado. La tarea o la aventura cesa. Ya no tiene sentido proseguir. Se puede descansar. ¿Qué hacer entonces? ¿Por qué seguir vivo?

El llegar al final conlleva la muerte de lo que orientaba la vida activa. Acabar significa matar. El acabamiento es una acción violenta. Voy a acabar contigo, una expresión que no debiera. Tras esta acción, que pretende poner fin (a las obras, el trabajo, los proyectos, los sueños, las ensoñaciones, las ilusiones, los delirios, también) violenta o tajantemente -un tajo, un corte profundo que sangra y no se puede cocer, que deja una huella perdurable-, sin discusión, solo queda un campo de ruinas, la desolación. Ya no se tiene nada que hacer. Ya no se puede obrar. Solo se queda de brazos caídos, desorientado. 

El fin es un corte brusco, un cese, el encuentro con una pared o con lo desconocido. La pérdida de rumbo, la falta de perspectiva, de una visión de futuro acerca peligrosamente al final de la esperanza. La postración, el encogimiento marca la posición vital.  

Una ciudad acabada es una ciudad muerta, donde ya no hay nada qué hacer (una expresión ambigua dónde las haya) . Hay nada. No tiene futuro.No permite la vida. Solo cabe el abandono. La dejadez, el desánimo imperan. El pulso cesa.


A M.R




martes, 22 de octubre de 2024

LUIS GARCÍA MONTERO (1958): LA CIUDAD (2008) - CIUDAD (2021)

 LA CIUDAD 

Se hacen de hormigón y de cristal,
de lugares extraños y gentes ocupadas.

En todas crece un árbol
delante de la casa de un suicida
y hay niños que acostumbran a dormirse
soñando con un perro.

No faltan desayunos en hoteles lujosos,
ni tampoco familias con jardín,
pero son más frecuentes
los portales oscuros con pareja de novios,
el beso frío,
la rosa de cemento en la ventana.

Las calles desembocan en plazas descompuestas,
las tardes de domingo en las cafeterías
y el humo de los coches en los ojos del loco
que murmura sus años
y los cuenta sin fin
de metro en metro.

Al salir de los túneles sentimos
que los cielos de agua
son igual que una carta del pasado,
y suele comprenderse
que la vida es un arma lenta y de doble filo
en los pasos sin nadie,
en las noches vacías
o en la debilidad que tienen
las ciudades por los cines de barrio
y por las taquilleras muy pintadas.

A pesar de los plátanos, los olmos y los tilos,
a pesar de la hierba, si es que hablamos del Norte,
La gente que nos mira,
la gente que se salta los semáforos,
la que fluye delante de las tiendas,
necesita el amparo
de otra vegetación,
un sigilo de números y tarjetas de crédito
que extiende sus raíces por los sótanos
y busca soledad en los desvanes
como los muebles y las ratas viejas.

No es inútil viajar,
porque es cierto que todas las ciudades
amanecen de un modo parecido,
pero la noche llega en cada una
de manera distinta.

De día pueden verse
secretarias, conserjes, policías,
músicos callejeros y soldados,
dependientas que escuchan y sonríen,
oficinistas con olor a instancia,
conductores, extraños sacerdotes,
ejecutivos humillados.

Igual en todas partes,
porque apenas existen los kilómetros.

Pero existe la noche,
la soledad que borra los oficios
en un mundo habitado solamente
por hombres y mujeres,
confidencias de amarga valentía.

En las ciudades pueden encontrarse
relojes que se paran en la última copa,
la luna sobre un taxi
y todos los poemas que te escribo.


CIUDAD

No tuve más remedio que seguirla. 

Bajé con ella al día. Conocí 

gentes que fueron de mi condición, 

conversaciones de palabras lentas. 


Hablo de aquella edad que nos otorga 

la sensación de verse en un mundo inmediato, 

la ciudad que nos llama 

en los mismos lugares, 

en las mismas penumbras 

donde hay ojos que siguen 

el deseo desnudo de tus ojos, 

amor que pide tiempo, 

razones que parecen 

tus razones. 


Pero de pronto cambia el mundo en las ciudades, 


y aunque sé que cultivo mi deseo, 

para vivir aquí, entre los jóvenes, 

recorro sus caminos y comprendo

que traigo la distancia 

no sé si de otra edad o de otra tierra, 

testigo de otra gente 

que no sabe beber, que tiene prisa 

y que aprende a besarse en los rincones, 

con otra historia, con su propio tiempo. 


La ciudad no me sigue, va con ellos. 


Y escucho atentamente por si algo me llama, 

para sentirme vivo, 

para ir aprendiendo con la noche 

cómo ladran ahora los fantasmas 

del tiempo y la poesía.

 

viernes, 6 de septiembre de 2024

El imaginario urbano medieval













Tomaso de Modena: ciclo de frescos dedicados a la leyenda de Santa Úrsula, siglo XIV. 
Capilla de Úrsula, iglesia de Santa Margarita. 
Hoy en Treviso, Museo de Santa Catalina.
 
Descubiertos en el siglo XX, bajo capas de yeso, y restaurados y expuestos desde 2020.
Carlo Scarpa propuso un primer montaje en los años setenta que no prosperó 




Anónimo (inspirado por Tomaso de Modena): ciudad. Fresco de una propiedad privada, c. 1370. Udine, Museo Provincial 

Fotos: Tocho, septiembre de 2024

 Además de la belleza de los rostros y de la variedad de las expresiones, los frescos que el pintor italiano medieval Tomaso de Modena dedicó a la leyenda de Santa Úrsula, tienen interés, no por la historia narrada -la leyenda de una joven princesa cristiana  de Bretaña, prometida a un príncipe pagano inglés, que logra la conversión de éste, y juntos emprenden un largo viaje a Roma, acompañados por once jóvenes (que la leyenda convirtió en once mil vírgenes), para santificar la unión, un viaje que concluyó con una matanza espantosa tras la desesperada oposición de las jóvenes a ser violadas por Atila y los hunos que habían tomado la ciudad de Roma-, sino por las imágenes de ciudades, Roma, sin duda, que coronan los frescos o se despliegan como telones de fondo.

No sabemos cómo eran las ciudades del medioevo, tras las destrucciones y restauraciones imaginativas del siglo XIX.
Pero sí podemos saber qué imagen suscitaban. Imágenes ideales, posiblemente, que no debían coincidir con la realidad sino con el sueño. 
Ciudades asaetadas de torres -torres de vigía, y campanarios-, que se alzan sobre un fondo de tejados anónimos, como los pistones de una máquina o las techas de un instrumento de viento, y que componen extensas partituras ante las cuales actúan las figuras. 
Las ciudades eran receptáculos amurallados salpicados de flechas gracias a las cuales los poderes civiles y religiosos competían tanto para alzarse sobre el común de los habitantes como apuntar al cielo. 
La ciudad como cruce de ambiciones sagradas y profanas. Desde luego, la ciudad considerada como una creación humana digna que organiza la vida y los milagros de los humanos. 



jueves, 11 de julio de 2024

Unos jardines “persas” en Barcelona





 













Fotos: Tocho, Julio de 2024


Los jardines “persas” de la universidad de Barcelona, uno de los más frondosos y recoletos de Barcelona fueron plantados cuando la construcción de la universidad entre 1859 y 1871. Su diseño -que aúna las acequias persas con los cipreses de las isla de los muertos del célebre cuadro de Arnold Bocklin-, fue obra, al igual que el edificio, del arquitecto Elías Rogent.

Dichos jardines fueron restaurados y ampliados en 1934 por el que podría haber sido el  jardinero español del siglo XX, Artur Rigol (1898-1934, fallecido por un atropello a los 35 años durante los violentos años previos a la guerra civil), colaborador habitual del grupo de arquitectos GATCPAC, y por dos jóvenes miembros de dicho grupo, los arquitectos Josep González (1906-1997) y Francesc Perales (1905-1957).

Pese a que son unos jardines de una universidad pública se conservan en buenas condiciones. 

Algunos estudiantes (y ciudadanos en general : los jardines están abiertos al público) leen o descansan, y la imagen de un bosque encantado, salpicado, de estanques, acequias y fuentes que rodean un viejo y hermoso invernadero, una casita de cristal oculta por las copas, flanqueado por un castillo medieval (como así se muestra el edificio neo-gótico de la universidad), contribuye al olvido de la ruidosa ciudad que envuelve este insólito Edén.


Para Inés, María, Olimpia, David y Pablo que han hallado un refugio en los jardines Ferrán Soldevila (abiertos al público en 1995).

Agradezco la corrección de Estanislao Roca



sábado, 6 de julio de 2024

Viaje




Hércules se encontró ante un cruce de caminos al final de su vida. A la izquierda, una senda empinada, pedregosa y árida que zigzagueaba ascendiendo por una montaña entre afilados riscos. El camino parecía no tener fin ni llevar a ningún lugar. Una muchacha vestida sobriamente, sin afeites ni ornamentos, el pelo recogido, la cara limpia, seca, severa y digna, cuidaba el acceso. 

A su vera, a la derecha, una amplia senda ondulante, bordeada de prados floridos y árboles frutales ascendía lentamente. La calzada no tenía obstáculos. El suelo era liso. Ni barro ni un pedregal. Una joven hermosa, hermosamente vestida, sonriente y enjoyada, seducía para escoger el camino.

Uno, arduamente, conducía  al cielo. El otro…

En cualquier caso, la vida era un viaje, y la elección del mismo determinaba la vida que esperaba al viandante, en esta y en la otra vida.

El viaje es, en cierto modo, un modo de vida. Viaje está asociado a viático, que designa lo imprescindible para el vida: el sustento para el camino. Camino o vía , de donde derivan las palabras viaje y ciático. Una vía real, recta o tortuosa, y metafórica: una manera de vivir. La única manera. La vida sin el viaje no se concibe.

El vía, la senda traza la duración y el sentido de nuestra vida. Una línea nos lleva. El fin de la vida es el fin del viaje.

Quienes rehuyen la vida, por miedo, desprecio o rechazo del otro, se encierran en un mismo lugar acotado y con la puerta cerrada.

Durante el trayecto encontraremos con otros viajeros: rectos, truhanes, altivos o pedigüeños. Tendremos toda clase de encuentros y encontronazos. Querremos dar media vuelta y volver al inicio del camino, como si nos hubiéramos equivocado al escoger la senda. Pero no hay vuelta. Todos viajamos. Y todos tenemos hacia donde la vía nos lleva. Podemos dejarnos llevar, como si el camino nos arrastrara. Pero el camino es solo el medio para que nuestra vida acontezca.

Hoy querríamos que los viajes no tuvieren lugar: o que apenas encontráramos a unos pocos viajeros.

Hoy tememos el camino. Querríamos no tener que escoger. Quietos.

Hércules, al suicidarse, creyó haber errado en la elección. Hoy, preside a la diestra de su padre Júpiter.



jueves, 27 de junio de 2024

MAX COULON (1994): E PUR SI MUOVE (CASAS EN TRÁNSITO)













 El artista francés Max Coulon no se escuda en sutilidades: sus casas tienen pies, casi tan grandes como ellas, con los que deben de desplazarse como un elefante en una cacharrería.

Casas con pies, en vez de cimientos. Casas capaces de desaparecer.

Las casas suelen ser consideradas como espacios seguros. Las adaptamos a nuestras necesidades y nuestros gustos. Solemos encontrarnos a gusto en ellas. Forman parte de nuestro entorno. Lo delimitan y abren un espacio en el que nos recogemos -y acogemos a quienes permitimos que crucen el umbral. La casa es nuestro mundo interior.

Mas, un quiebro en la vida: una separación, un fallecimiento. O una intrusión . Y de pronto, la casa se nos vuelve extraña. La casa en la que vivíamos y convivíamos ya no está. Se nos ha ido. No reconocemos donde nos encontramos. Paredes y estancias vaciadas, huellas de cuadros retirados, camas que no se ocuparán más, armarios  y alacenas donde la mitad de los útiles han sido retirados, y nos aparecen demasiado grandes.

 Todo es demasiado grande. Pero es opresivo al mismo tiempo. La casa en la que creíamos que viviríamos siempre, que cambiaría con nosotros, se ha desvanecido. Y solo queda un lugar inhóspito y vagamente inquietante. 

Las casas nos pueden rehuir. Huyen de nosotros, llevándose una parte de los recuerdos. No siempre abandonamos las casas. A menudo son las casas las que nos plantan. Y parten para no volver. Quedamos a la intemperie, seguramente no física pero sí emocionalmente.

La casa no tiene raíces ni apegos. Somos nosotros los que la dotamos de lo que nos inspira seguridad. Creemos que la casa es inmutable y nos protegerá y, de súbito, nos deja desvalidos, sin puntos de referencia.

Ya solo nos queda cerrar la puerta, dejando atrás una casa que no reconocemos, que nos ha dado la espalda.

Lo que más desasosiego causa es que otra persona la ocupará, sin que la casa emita objeción alguna. Ya solo la podremos contemplar de fuera. Ha dado un paso fatídico, excluyéndonos. Las casas no dan un paso en falso. Nosotros, siempre.