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lunes, 13 de enero de 2025

Templo





Una medalla, un collar, un pendiente, un “piercing”, un anillo en el pulgar, unos brazaletes de hilos de colores, unas fotos en el móvil, un llavero, o una determinada ropa interior. Pocas veces, consciente o inconscientemente, no portamos, no cargamos con algún objeto, adquirido o regalado, cuya pérdida nos afecta más que por su escaso o nulo valor material: por la sensación de”pérdida”, de quedar desprotegidos o desnudos, como si algo irreparable  hubiera ocurrido que afectaría nuestra vida desde entonces.
 Por el contrario, la pervivencia, la permanencia en nuestro cuerpo o nuestro entorno de un objeto o una imagen -desde una foto hasta un tatuaje- puede revelarse como particularmente dañina a partir de cierto incidente o accidente, lo que nos lleva a buscar frenéticamente su destrucción, como si este motivo nos recordara un pasado, no atara a un pasado que querríamos borrar, como si no hubiera ocurrido nunca.
Los objetos más pequeños o nimios, dotados de un singular poder simbólico, incluido en tiempos descreídos o profanos -quizá particularmente y con mayor intensidad en estos tiempos desacralizados-, nos afectan para bien o para mal, y pautan nuestra vida. No podríamos enfrentarnos a ésta sin su presencia o su ausencia, sin tenerlos presentes o voluntariamente olvidados. Sin amuletos de la buena o la mala suerte, que nos protegen o nos dañan, al mismo ritmo que nos identifican. Su pérdida o la imposibilidad de desprendernos de aquéllos nos destroza la vida.

Las casas, los santuarios nos protegen. El cuidado que nos brindan es físico, cuidadoso . Son un techo protector, un cobijo, una defensa contra las inclemencias y los enemigos. Los espacios nos cubren, nos abrazan -y nos encierran.
Pero la atención que aportan es también -sobretodo- simbólica. No siempre estamos bajo cubierto. Nos alejamos de la casa o del templo, real o mentalmente. Los edificios pueden incluso desaparecer, o nos vemos obligados a desprendernos de ellos, quedando a la intemperie, a merced del hado funesto. 

El ancho brazalete antiguo, romano-egipcio, de oro, que forma parte de la colección permanente del nuevo museo de la biblioteca nacional de París, se orna con la fachada de un templo. Es una joya singular -con una iconografía inhabitual- que pertenece a una mujer que acaba de dar a luz. El brazalete es un amuleto protector. Protege su vida así como la del recién nacido. El templo portátil, en permanente contacto con el cuerpo, invoca y atrae la protección divina. La divinidad, desde el templo, vela sobre quien ha depositado su confianza y sus esperanzas en ella.
Una joya, en todos los sentidos de la palabra. Y un hermoso ejemplo de los temores y los anhelos humanos, vanos, sin duda, pero ineludibles y necesarios. Somos humanos precisamente por la fragilidad de nuestra condición. 


 

domingo, 29 de diciembre de 2024

La ruta del incienso: Sumhuram, el puerto mundial de la antigüedad




































 Fotos: Tocho, Sumhuram (Samaram), Omán, diciembre de 2024


Si bien algún viajero europeo por la península arábiga, a mediados del siglo XIX, recorría el desierto pedregoso, partido por vertiginosos tajos, y caudalosas rieras cuando los monzones, cabe la costa del mar Índico. en busca de un célebre puerto comercial descrito en un tratado geográfico griego anónimo del siglo I dC, el Periplo del Mar Eritreo (en verdad el Mar Rojo), escrito posiblemente de un navegante egipcio, no es hasta los años 50 del siglo pasado y, más tarde, entre 1997 y 2003 que, gracias a la UNESCO, Smhrm o Smrm, tal como se escribía en arameo, inciertamente transliterado como Sumhuram o Samaram, fue desenterrado y restaurado.

Se trataba del puerto comercial más importante del mundo. Durante ochocientos años, entre los siglos III AC y V dC, Sumhuram fue la ciudad de la que partían un mínimo de unos ciento veinte barcos anuales hacia China, la relativamente cercana península de la India, Mesopotamia, Egipto, el Mediterráneo oriental -y de allí a todo el Mediterráneo- y reinos del sureste del continente africano cargados de uno de los materiales suntuarios más valiosos: el incienso, tan apreciado como el oro y las piedras preciosas. El negocio de la recogida de la resin, su tratamiento, su transporte y su distribución a medio mundo, del Mediterráneo occidental a la China y al sur de África estaba bajo el control de la ciudad.

El incienso, una resina olorosa, traslúcida, dorada, en ocasiones, como el ámbar, precedente, hoy como ayer, de arbustos de las altas tierras desérticas del sureste de la península arábiga, se utilizaba, bajo la forma de vapor, quemándolo, como perfume en rituales religiosos y políticos, amén de sus propiedades medicinales. Se consideraba el constituyente más valioso, raro y apreciado en ofrendas ceremoniales.

Sumhuram era una ciudad fortificada, dotada de templos, almacenes, depósitos y barrios residenciales, ubicada en lo alto de un acantilado que aún hoy vierte en una laguna de agua dulce, alimentada por un río que recoge el agua de las cascadas de las montañas circundantes, visibles desde la ciudad, que caen abruptamente cuando los monzones. Una estrecha franja de arena separa la laguna del mar Índico. 

El puerto, al pie de la ciudad alta, gozaba de una singular protección natural: dos altísimos diques, paralelos al mar, a lado y lado de la laguna. No cabe esperar un emplazamiento natural más oportuno para un puerto, tan bien defendido como abierto. 

Desde alta mar, la ciudad se perfilaba sobre el acantilado que destacaba sobre la línea baja de la costa, de manera parecida al acrópolis ateniense. Algunos templos fuera del recinto amurallado protegían mágicamente el conjunto.

El acceso por tierra se realizaba a través de un núcleo laberíntico defendido por torres, y el intercambio de bienes entre la ciudad y el puerto se producía  a través de una estrecha y discreta puerta a la que se accedía por un angosto sendero trazado en la pared vertical rocosa, prácticamente inatacable. 

Anchas calles empedradas, entre altos muros conducían al centro de la ciudad donde se emplazaba el templo principal, que debería dominar el perfil de la ciudad, y una construcción al aire libre, de uso incierto, aunque posiblemente cultual, semejante a un pozo dotado de lo que podría ser un estanque, quizá al servicio del templo.

Sumhuram era una ciudad donde la economía se daba de la mano del poder real y de la religión. El nombre de la urbe significa Su nombre está en lo alto: el nombre de la divinidad principal de la ciudad, y seguramente de un poderoso rey que quizá fundara la ciudad en el siglo III aC.

En cualquier caso, el intenso tráfico marítimo entre el Mediterráneo, el Mar Rojo, el océano Índico y el mar de China, en la antigüedad, que a veces olvidamos en Europa occidental, pese a la importancia política que tuvo para el imperio romano y posteriormente el imperio bizantino, y las relaciones con reinos e imperios de Extremo Oriente, se organizó desde un puerto central, Sumhuram, cuyo tráfico controlaban los Nabateos, ubicados en el desierto arábigo, que también negociaban con los Ptolomeos en Egipto, y Roma, republicana y luego imperial. 

Sumhuram ofrece una visión más compleja y completa de la historia antigua, de las relaciones comerciales y políticas fuera del ámbito mediterráneo que solemos percibir como un todo desligado de una red de relaciones entre Eurasia y África.  

jueves, 6 de abril de 2023

Procesión (antorchas humanas)



Henryk Siemiradzki (1843-1902): Las antorchas de Nerón, o Las luces del Cristianismo 1876, 385 x 704 cm (Galería Nacional, Cracovia)

Tiempo de procesiones; enlutados ceremoniantes, entre cirios macilentos, cargan, en silencio, o bajo el atronador martilleo de los tambores y las hirientes fanfarrias de las trompetas de la muerte, con el inhumano peso de las tarimas cubiertas de gruesas telas carmesíes, sobre las que se exhiben descomunales dolientes tallas sanguinolentas de la torturada corte celestial, componiendo un lúgubre desfile fascinante y aterrador por las oscuras callejuelas de las principales ciudades españolas.
Las procesiones, herederas de las ceremonias paganas en honor de una divinidad, como los desfiles de las Panatenaicas atenienses, o las  nocturnas procesiones báquicas a la luz de las antorchas, durante las cuales se los fieles se laceraban (como también ocurre en procesiones cristianas y chiitas), rememoran la primera procesión cristiana , la subida al monte Calvario, cruz a cuestas, de su divinidad, Jesucristo , cuyo primer recordatorio legendario (seguramente imaginario), según  cuenta el historiador romano Tácito (quien difícilmente habría podido  contemplar el supuesto horripilante espectáculo, ya que tenia doce años y vivía quizá en Narbona, muy lejos de Roma, cuando aquél habría tenido lugar), fue la procesión de teas humanas, suplicados cristianos clavados en la cruz, cubiertos de brea, a los que se prendió fuego, convertidos en los primeros mártires, y que iluminaron los siniestros jardines de la Domus Aurea, el palacio del emperador Nerón en el centro de Roma, como castigo por haber causado el devastador incendio de la ciudad, según las acusadoras palabras del emperador, como cuenta la leyenda que buscó ensombrecer el legado de Nerón, cruel, sin duda, como todo ser humano (pero no más cruel que quienes han encendido las actuales guerras de Iraq, Palestina, Yemen, Siria, Eritrea o Ucrania), y el primer gran urbanista de la caótica Roma, incendiada por un accidente.

“Mas ni con los remedios humanos ni con las lar­guezas del príncipe o con los cultos expiatorios perdía fuerza la creencia infamante de que el incendio había sido ordenado [por Nerón]. En consecuencia, para acabar con los rumores, Nerón presentó como culpables y sometió a los más rebuscados tormentos a los que el vulgo llama­ ba cristianos, aborrecidos por sus ignomias. Aquel de quien tomaban nombre, Cristo, había sido ejecutado en el reinado de Tiberio por el procurador Poncio Pi­lato; la execrable superstición, momentáneamente reprimida, irrumpía de nuevo no sólo por Judea, origen del mal, sino también por la Ciudad, lugar en el que de todas partes confluyen y donde se celebran toda clase de atrocidades y vergüenzas. El caso fue que se empezó por detener a los que confesaban abiertamente su fe, y luego, por denuncia de aquéllos, a una ingente multitud, y resultaron convictos no tanto de la acusa­ción del incendio cuanto de odio al género humano. Pero a su suplicio se unió el escarnio, de manera que perecían desgarrados por los perros tras haberlos hecho cubrirse con pieles de fieras, o bien clavados en cruces, al caer el día, eran quemados de manera que sirvieran como iluminación durante la noche. Nerón había ofrecido sus jardines para tal espectáculo, y daba festivales circenses mezclado con la plebe, con atuendo de auriga o subido en el carro. Por ello, aunque fueran culpables y merecieran los máximos castigos, provocaban la com­ pasión, ante la idea de que perecían no por el bien público, sino por satisfacer la crueldad de uno solo.”

(Tácito: Anales XV40, 2-5)