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martes, 3 de diciembre de 2024

RUDYARD KIPLING (1865-1936): DE LA NOCHE ATROZ (1888)

 El denso calor que se cernía sobre la tierra frustraba toda esperanza de sueño. Las cigarras contribuían al calor, y los chacales, aullando, ayudaban a las cigarras. Era imposible sentarse tranquilo en la casa oscura, vacía, poblada de ecos, a contemplar el punkah mientras batía el aire. De modo que a las diez de la noche planté mi bastón en el centro del jardín y esperé a ver hacia dónde caía. Señaló directamente a la carretera, iluminada por la luna, que conduce a la Ciudad de la Noche Pavorosa.

El animal saltó de su madriguera y corrió a través de un cementerio musulmán abandonado, donde calaveras sin mandíbulas y tibias rotas expuestas sin piedad por las lluvias de julio brillaban sobre el suelo, donde la lluvia había mordido sus canales. El aire calentado y la tierra agobiada habían hecho subir a los muertos a la superficie en busca de un poco de fresco. La liebre seguía saltando: husmeó con curiosidad un fragmento de un tubo de lámpara ahumado y desapareció en la sombre de un grupo de tarayes. La cabaña del tejedor de alfombras, al cobijo del templo hindú, estaba repleta de hombres dormidos, que yacían allí como cadáveres en sus sudarios. Por encima de ellos resplandecía el ojo fijo de la luna.

La oscuridad otorga una falsa impresión de frescura. Era difícil no creer que la corriente de luz que venía de arriba fuera cálida. No tan caliente como el sol, pero sí de una calidez enfermiza que calentaba el aire pesado. El camino hasta la Ciudad de la Noche Pavorosa se extendía recto como una barra de acero pulido; a cada lado del camino, yacían los cadáveres: ciento setenta cuerpos de hombres. Algunos, todos de blanco, con las bocas atadas; otros, desnudos y negros, como el ébano bajo la potente luz; y uno —que yacía con la boca abierta, lejos de los otros— blanco plateado y gris ceniciento.

Un leproso dormido; y el resto, sirvientes, tenderos y choferes de la parada cercana; la escena, una de las entradas principales de la ciudad de Lahore, y la noche era una de las calurosas de agosto. Eso era todo lo que había que ver, pero en ningún caso era todo lo que no podía ver. El embrujo de la luna se volcaba por todas partes, y el mundo estaba horriblemente cambiado. La larga hilera de muertos desnudos, flanqueaba por la rígida estatua de plata, no era un espectáculo agradable. Estaba constituida sólo de hombres. ¿Acaso las mujeres se veían forzadas a dormir al abrigo de sus sofocantes cabañas de adobe, como mejor pudieran? El lamento quejumbroso de un niño desde un bajo techo de adobe respondió a mi pregunta. Donde están los niños, ahí están las madres, que deben cuidarlos. Necesitaban cuidados en aquellas noches sofocantes. Una cabecita negra del tamaño de una bala espió por la albardilla, y una pierna delgada y morena, dolorosamente delgada, se deslizó hasta el canalón. Se oyó el tintineo agudo de unas pulseras de cristal, el brazo de una mujer asomó por un instante sobre el parapeto, se enroscó en el delgado cuello infantil y el niño fue arrastrado, protestando, al abrigo de su camastro.

Su grito agudo murió en el aire denso, casi en el momento de nacer, porque incluso los niños de esta tierra la encuentran demasiado caliente para llorar. Más cadáveres, más carretera blanca, iluminada por la luna; una hilera de camellos dormidos a un lado del camino; una visión de chacales que corren, ponis que tiran de carros, dormidos, con el arnés todavía en el lomo, y carretas con incrustaciones de latón, haciendo guiños a la luz de la luna, y de nuevo más cadáveres.

Dondequiera que hubiera un carro para cereales entoldado, un tronco de árbol, un par de bambúes y unos cuantos manojos de paja que proyectaran cierta sombra, el suelo estaba cubierto con ellos. Yacen, algunos boca abajo, con los brazos plegados, en el polvo; otros, con las manos cruzadas sobre la cabeza; otros, acurrucados como perros; los hay que se han arrojado como sacos junto a los carros y hay quienes están inclinados, la cabeza contra las rodillas, bajo el resplandor directo de la luna. Sería un alivio si al menos fuesen propensos a roncar; pero no lo hacen, y no hay nada que rompa su semejanza con los cadáveres excepto un detalle: los perros macilentos los olfatean y se marchan. Aquí y allá un niño duerme en el camastro de su padre, y en esos casos siempre hay un brazo protector que lo cubre. Pero, en su mayor parte, los niños duermen con sus madres en las azoteas. No hay que fiarse de los parias de piel amarilla y dientes blancos cuando tienen al alcance cuerpos oscuros.

Una sofocante ráfaga de aire caliente, que salía de la boca de la Puerta de Delhi, casi acaba con mi decisión de penetrar en la Ciudad de la Noche Pavorosa a estas horas. Es una combinación de todos los sabores malsanos, animales y vegetales, que una ciudad amurallada puede elaborar en un día con su correspondiente noche. La temperatura que hay entre las arboledas inmóviles de naranjos y plátanos, en el exterior de las murallas de la ciudad, parece fresca en comparación con ésta. ¡Que el cielo ayude a todas las personas enfermas y a los niños que se encuentren dentro de la ciudad esta noche! Los altos muros de las casas siguen irradiando un calor salvaje, y desde oscuros callejones salen hedores fétidos que bien podrían envenenar a un búfalo. Pero los búfalos no les prestan atencion: una manada desfila por la desierta calle mayor; de vez en cuando se detienen y acercan sus hocicos poderosos a las persianas cerradas de la tienda de un vendedor de grano, para resoplar como orcas.

Y luego llega el silencio, un silencio que está lleno de los ruidos nocturnos de una gran ciudad. Un instrumento de cuerda de alguna clase es apenas, sólo apenas, audible. Muy por encima de mi cabeza alguien abre una ventana, y el chasquido de la madera reverbera como un eco en la calle vacía. En uno de los tejados hay una hookah funcionando a toda máquina y los hombres hablan suavemente mientras fluye el agua en la pipa. Un poco más allá, los sonidos de la conversación son más nítidos. Una rendija de luz aparece entre las persianas corredizas de una tienda. Dentro, un comerciante de barba incipiente y ojos cansados hace el balance de sus libros de cuentas, entre balas de telas de algodón que lo rodean por completo. Le acompañan tres figuras cubiertas de blanco que hacen algún comentario de cuando en cuando. Primero, el hombre hace una anotación, y luego un comentario; a continuación se pasa el dorso de la mano por la frente sudorosa. El calor en la calle encajonada es digno de temerse. Dentro de las tiendas tiene que ser casi insoportable. Pero el trabajo continúa regularmente: anotación, gruñido gutural y gesto de la mano que se alza, sucediéndose uno a otro con la precisión de un mecanismo de relojería.

Un policía —sin turbante y completamente dormido— está tumbado en el acceso a la mezquita de Wazir Khan. Un rayo de luna cae vertical sobre la frente y los ojos del dormido, pero él no se mueve. Es cerca de medianoche, y parece que el calor aumenta. La plaza que se abre delante de la mezquita está abarrotada de cadáveres y hay que andar con mucho cuidado para no pisarlos. La luz lunar pinta sus rayas sobre la alta fachada de la mezquita, decorada con esmaltes coloridos en anchas fajas diagonales; y cada uno de los palomos solitarios que sueña en los nichos y esquinas de la mampostería proyecta la sombra de un polluelo. Fantasmas con sudario se levantan cansados de sus camastros, revolotean y se mudan a las oscuras profundidades del edifico. ¿Se puede subir a lo más alto de los grandes minaretes para contemplar desde allí la ciudad? El intento merece la pena en todos los sentidos, y con toda probabilidad la puerta de la escalera no estará cerrada. No lo está, pero un portero profundamente dormido está cruzado en el umbral, con la cara vuelta hacia la luna. Una rata sale corriendo del turbante al oír los pasos que se acercan.

El hombre gruñe, abre los ojos durante un minuto, se da la vuelta y vuelve a dormir. Todo el calor de un decenio de feroces veranos indios está almacenado en las pulidas paredes, negras, de la escalera de caracol. A mitad de camino, hay algo vivo, caliente y cubierto de plumas; y ronca. Al verse obligado a alejarse, escalón a escalón, conforme capta el sonido de mi avance, vuela hasta arriba, donde revela ser un milano airado de ojos amarillos. Hay docenas de milanos dormidos en éste y otros minaretes, y también en las cúpulas, abajo. A esta altura, se percibe la sombra de una brisa fresca o, siquiera, menos bochornosa y, refrescando con ella, me vuelvo a mirar la Ciudad de la Noche Pavorosa.

¡Hubiera podido dibujarla Doré! Zola hubiera podido describirla, este espectáculo de miles de durmientes bajo la luz lunar y la sombra de la luna. Las azoteas están atestadas de hombres, mujeres y niños, y el aire está lleno de ruidos indiferenciables. Están inquietos en la Ciudad de la Noche Pavorosa, y no me extraña. Lo milagroso es que puedan siquiera respirar. Si miras con atención a la multitud, verás que están casi tan inquietos como una muchedumbre diurna, pero es un tumulto contenido. Por todas partes verás, a la luz, a los durmientes que no paran de moverse, que remueven sus camastros y los vuelven a arreglar. En los patios como pozos de las casas se observa el mismo movimiento. Las despiadada luna lo revela todo. Muestra también las llanuras exteriores, y aquí y allá una extensión mínima del Ravee sin sus murallas. Muestra, por último, una salpicadura de plata rutilante en la azotea de una casa, casi inmediatamente debajo del minarete de la mezquita. Una pobre alma se ha levantado a echarse un poco de agua sobre el cuerpo febril; el tintineo del agua que cae llega, débil, al oído.

Dos o tres hombres, en rincones lejanos de la Ciudad de la Noche Pavorosa, siguen su ejemplo, y el agua relampaguea como señales heliográficas. Una pequeña nube pasa por delante de la luna, y la ciudad con sus habitantes —claramente delineados en blanco y negro un momento antes— se desvanecen en masas de negro, y negro más profundo. Y sin embargo, el ruido inquieto continúa, el suspiro de una gran ciudad abrumada por el calor y de una gente que busca en vano su descanso. Sólo las mujeres de las clases bajas duermen en las azoteas. ¿Cuál no será el tormento en los harenes guardados por celosías, en los que todavía hacen guiños unas cuantas lámparas?

Se oyen pisadas en el patio de abajo. Es el muecín, fiel ministro, que debía haber estado aquí hace una hora, para decir a los fieles que la oración es mejor que el sueño, el sueño que no quiere llegar a la ciudad. El muecín hurga por un momento en la puerta de uno de los minaretes, desaparece, y un rugido como de bueyes –un trueno magnífico– dice que ha alcanzado la parte más alta del minarete. ¡Ha de oírse la llamada hasta en las márgenes retiradas del mismo Ravee! Incluso al otro lado del patio es casi estremecedor. La nube se mueve y lo muestra, perfilado en negro contra el cielo, con las manos sobre los oídos y el amplio tórax dilatado por el trabajo de sus pulmones: ¡Allah ho Akbar! y a continuación una pausa, mientras otro muecín, desde algún lugar en dirección al Templo Dorado, contesta a la llamada: ¡Allah ho Akbar!. Una y otra vez; cuatro veces en total; y ya hay una docena de hombres que se han levantado de sus camastros. ¡Soy testigo de que no hay más Dios que Alá!

Qué grito más espléndido: ¡la proclamación del credo que saca a los hombres de sus camas a centenares en plena medianoche! Una vez más, atruena la misma frase, temblando con la vehemencia de su propia voz; y 

entonces, lejos y cerca, el aire de la noche resuena con ¡Mahoma es el Profeta de Dios!. Es como si estuviera lanzando su desafío al horizonte lejano, donde el relámpago del verano juega y salta semejante a una espada desenvainada. Todos y cada uno de los muecines de la ciudad están gritando a pleno pulmón, y algunos hombres, en las azoteas, comienzan a arrodillarse. Una larga pausa precede al último grito: ¡La ilaha Illallah! y el silencio se cierra sobre él, como el martinete cae sobre una bala de algodón.

El muecín baja a tumbos la escalera. Atraviesa el arco de la entrada y desaparece. Entonces el silencio sofocante se asienta sobre la Ciudad de la Noche Pavorosa. Los milanos del minarete se vuelven a dormir, roncando con más fuerza, el aire caliente llega en oleadas y en remolinos perezosos y la luna se desliza hacia el horizonte. Sentado, con ambos codos sobre el parapeto de la torre, uno puede asombrarse observan­ do aquella colmena torturada de calor, hasta el amanecer. ¿Cómo viven ahí abajo? ¿Qué piensan? ¿Cuándo se despertarán? Más tintineo de regaderas que se vacían; débil entrechocar de camastros de madera que entran y salen de las sombras; música extraña de instrumentos de cuerda, dulcificada por la distancia en lamento quejumbroso, y el gruñido sordo de un trueno remoto.

En el patio de la mezquita, el portero, que estaba tumbado en el umbral del minarete, se sobresalta, se lleva las manos a la cabeza, murmura algo y vuelve a dormir. Acunado por los ronquidos de los milanos —roncan como humanos de gargantas desproporcionadas—, yo también caigo en una especie de somnolencia inquieta, consciente de que ya han dado las tres y de que hay un ligero —pero muy ligero— frescor en el ambiente. La ciudad está absolutamente tranquila ahora, excepto por el canto de amor de algún perro vagabundo. Nada, salvo un hondo sueño de muerte.

Después de esto, se suceden varias horas de oscuridad. Porque la luna ha desaparecido. Los perros están quietos, y yo espero la primera luz de la aurora para iniciar mi camino de vuelta a casa. De nuevo el ruido de pisadas sordas. La oración de la mañana está a punto de empezar, y mi guardia nocturna ha terminado. ¡Allah ho Akbar! ¡Allah ho Akbar!. El este se vuelve gris, y ahora azafrán; el viento del alba llega como si el muecín mismo lo hubiera convocado y, como un solo hombre, la Ciudad de la Noche Pavorosa se levanta y vuelve su rostro hacia el día que amanece.

Con la vuelta a la vida, vuelve el ruido. Primero, en un susurro sordo; luego, en un murmullo grave; porque es preciso recordar que la ciudad entera está en las azoteas. Mis párpados se caen bajo el peso de un sueño largamente pospuesto, y yo me escapo del minarete a través del patio, hacia la plaza, donde los durmientes se han levantado, apartan sus jergones y discuten con la hookah de la mañana. El fresco efímero del aire ha desaparecido y hace tanto calor como al comienzo. ¿Tendría el sahib la amabilidad de abrirnos el paso? ¿Qué ocurre? Aparece una cosa que los hombres llevan a hombros a media luz y me aparto. El cadáver de una mujer en su camino a la pira funeraria, y un mirón dice: Murió a medianoche a causa del calor. Después de todo, así como de la Noche, la ciudad era la de la Muerte.


NB: El título del cuento procede de un poemario, de 1870, del escritor victoriano James Thomson (1834-1882)

MIGUEL DELIBES (1920-2010): EL PUEBLO EN LA CARA (1964)

 NB: Debo a la arquitecta y novelista Inés Vidal el descubrimiento de este cuento. Le agradezco la comunicación.


EL PUEBLO EN LA CARA

Cuando yo salí del pueblo, hace la friolera de cuarenta y ocho años, me topé con el Aniano, el Cosario, bajo el chopo del Elicio, frente al palomar de la tía Zenona, ya en el camino de Pozal de la Culebra. Y el Aniano se vino a mí y me dijo: «¿Dónde va el Estudiante?». Y yo le dije: «¡Qué sé yo! Lejos». «¿Por tiempo?», dijo él. Y yo le dije: «Ni lo sé». Y él me dijo con su servicial docilidad: «Voy a la capital. ¿Te se ofrece algo?». Y yo le dije: «Nada, gracias Aniano».

Ya en el año cinco, al marchar a la ciudad para lo del bachillerato, me avergonzaba de ser de pueblo y que los profesores me preguntasen (sin indagar antes si yo era de pueblo o de ciudad): «Isidoro, ¿de qué pueblo eres tú?». Y también me mortificaba que los externos se dieran de codo y cuchichearan entre sí: «¿Te has fijado qué cara de pueblo tiene el Isidoro?» o, simplemente, que prescindieran de mí cuando echaban a pies para disputar una partida de zancos o de pelota china y dijeran despectivamente: «Ese no; ese es de pueblo». Y yo ponía buen cuidado por entonces en evitar decir: «Allá en mi pueblo…» o «El día que regrese a mi pueblo», pero a pesar de ello, el Topo, el profesor de Aritmética y Geometría, me dijo una tarde en que yo no acertaba a demostrar que los ángulos de un triángulo valieran dos rectos: «Siéntate, llevas el pueblo escrito en la cara».

Y a partir de entonces, el hecho de ser de pueblo se me hacía una desgracia, y yo no podía explicar cómo se cazan gorriones con cepos o colorines con liga, ni que los espárragos, junto al arroyo, brotaran más recio echándoles porquería de caballo, porque mis compañeros me menospreciaban y se reían de mí. Y toda mi ilusión, por aquel tiempo, estribaba en confundirme con los muchachos de ciudad y carecer de un pueblo que parecía que le marcaba a uno, como a las reses, hasta la muerte. Y cada vez que en vacaciones visitaba el pueblo, me ilusionaba que mis viejos amigos, que seguían matando tordas con el tirachinas y cazando ranas en la charca con un alfiler y un trapo rojo, dijeran con desprecio: «Mira el Isi; va cogiendo andares de señoritingo».

Así, en cuanto pude, me largué de allí, a Bilbao, donde decían que embarcaban mozos gratis para el Canal de Panamá y que luego le descontaban a uno el pasaje de la soldada. Pero aquello no me gustó, porque ya por entonces padecía yo del espinazo y me doblaba mal y se me antojaba que no estaba hecho para trabajos tan rudos y, así de que llegué, me puse primero de guardagujas y después de portero en la Escuela Normal y más tarde empecé a trabajar las radios Philips que dejaban una punta de pesos sin ensuciarse uno las manos.

Pero lo curioso es que allá no me mortificaba tener un pueblo y hasta deseaba que cualquiera me preguntase algo para decirle: «Allá,en mi pueblo, el cerdo lo matan así, o asao». O bien: «Allá, en mi pueblo, los hombres visten traje de pana rayada y las mujeres sayas negras, largas hasta los pies». O bien: «Allá, en mi pueblo, la tierra y el agua son tan calcáreas que los pollos se asfixian dentro del huevo sin llegar a romper el cascarón». O bien: «Allá, en mi pueblo, si el enjambre se larga, basta arrimarle una escriña agujereada con una rama de carrasca para reintegrarle a la colmena».

Y empecé a darme cuenta, entonces, de que ser de pueblo era un don de Dios y que ser de ciudad era un poco como ser inclusero y que los tesos y el nido de la cigüeña y los chopos y el riachuelo y el soto eran siempre los mismos, mientras las pilas de ladrillo y los bloques de cemento y las montañas de piedra de la ciudad cambiaban cada día y con los años no restaba allí un solo testigo del nacimiento de uno, porque mientras el pueblo permanecía, la ciudad se desintegraba por aquello del progreso y las perspectivas de futuro.

FIN



Viejas historias de Castilla la Vieja, 1964

domingo, 1 de diciembre de 2024

VÍCTOR HUGO (1802-1885): “CECI TUERA CELA” (ESTO MATARÁ AQUELLO”, NUESTRA SEÑORA DE PARÍS, III, 5 -1832-)

 Célebre texto, que no formaba parte de la edición original de la novela Nuestra Señora de París, en el que el novelista y poeta francés Víctor Hugo prolonga otra célebre consideración sobre la palabra escrita, manuscrita en este caso, enunciada dos mil años años por Platón: así como la escritura acabaría con el relato oral, y con la memoria, la escritura impresa había acabado con la arquitectura, a finales del siglo XV. Ésta se consideraba como un desmesurado libro abierto, en cuyas esquinas, casi a escondidas, en espacios invisibles, en lo alto o defendidas por estatuas, el artesano o el albañil, el tallista o el pintor,  podían escribir a grabar, inscribiendo una huella perdurable y secreta que reflejara su visión del mundo ajena a la oficial que la religión y el poder defendían e imponían. 

Las catedrales eran esas páginas que guardaban estas revelaciones no ortodoxas, herméticas y sinceras. 

Mas, la invención de la imprenta y del libro de papel acabó con la necesidad de la biblia de piedra que, según Víctor Hugo, es la arquitectura catedralicia.

La imprenta acabó con la edificación, como la escritura o la letra muerta, depositada sobre la página extendida como una fría lápida, había acabado con la palabra viva. Ya no hacía falta recordar nada.


Si l’on résume ce que nous avons indiqué jusqu’ici très sommairement en négligeant mille preuves et aussi mille objections de détail, on est amené à ceci : que l’architecture a été jusqu’au quinzième siècle le registre principal de l’humanité, que dans cet intervalle il n’est pas apparu dans le monde une pensée un peu compliquée qui ne se soit faite édifice, que toute idée populaire comme toute loi religieuse a eu ses monuments ; que le genre humain enfin n’a rien pensé d’important qu’il ne l’ait écrit en pierre. Et pourquoi ? C’est que toute pensée, soit religieuse, soit philosophique, est intéressée à se perpétuer, c’est que l’idée qui a remué une génération veut en remuer d’autres, et laisser trace. Or quelle immortalité précaire que celle du manuscrit ! Qu’un édifice est un livre bien autrement solide, durable, et résistant ! Pour détruire la parole écrite il suffit d’une torche et d’un turc. Pour démolir la parole construite, il faut une révolution sociale, une révolution terrestre. Les barbares ont passé sur le Colisée, le déluge peut-être sur les Pyramides.
Au quinzième siècle tout change.
La pensée humaine découvre un moyen de se perpétuer non seulement plus durable et plus résistant que l’architecture, mais encore plus simple et plus facile. L’architecture est détrônée. Aux lettres de pierre d’Orphée vont succéder les lettres de plomb de Gutenberg.
Le livre va tuer l’édifice.
L’invention de l’imprimerie est le plus grand événement de l’histoire. C’est la révolution mère. C’est le mode d’expression de l’humanité qui se renouvelle totalement, c’est la pensée humaine qui dépouille une forme et qui en revêt une autre, c’est le complet et définitif changement de peau de ce serpent symbolique qui, depuis Adam, représente l’intelligence.
Sous la forme imprimerie, la pensée est plus impérissable que jamais ; elle est volatile, insaisissable, indestructible. Elle se mêle à l’air. Du temps de l’architecture, elle se faisait montagne et s’emparait puissamment d’un siècle et d’un lieu. Maintenant elle se fait troupe d’oiseaux, s’éparpille aux quatre vents, et occupe à la fois tous les points de l’air et de l’espace.
Nous le répétons, qui ne voit que de cette façon elle est bien plus indélébile ? De solide qu’elle était elle devient vivace. Elle passe de la durée à l’immortalité. On peut démolir une masse, comment extirper l’ubiquité ? Vienne un déluge, la montagne aura disparu depuis longtemps sous les flots, que les oiseaux voleront encore ; et, qu’une seule arche flotte à la surface du cataclysme, ils s’y poseront, surnageront avec elle, assisteront avec elle à la décrue des eaux, et le nouveau monde qui sortira de ce chaos verra en s’éveillant planer au-dessus de lui, ailée et vivante, la pensée du monde englouti.
Et quand on observe que ce mode d’expression est non seulement le plus conservateur, mais encore le plus simple, le plus commode, le plus praticable à tous, lorsqu’on songe qu’il ne traîne pas un gros bagage et ne remue pas un lourd attirail, quand on compare la pensée obligée pour se traduire en un édifice de mettre en mouvement quatre ou cinq autres arts et des tonnes d’or, toute une montagne de pierres, toute une forêt de charpentes, tout un peuple d’ouvriers, quand on la compare à la pensée qui se fait livre, et à qui il suffit d’un peu de papier, d’un peu d’encre et d’une plume, comment s’étonner que l’intelligence humaine ait quitté l’architecture pour l’imprimerie ? Coupez brusquement le lit primitif d’un fleuve d’un canal creusé au-dessous de son niveau, le fleuve désertera son lit.
 


Si l’on résume ce que nous avons indiqué jusqu’ici très sommairement en négligeant mille preuves et aussi mille objections de détail, on est amené à ceci : que l’architecture a été jusqu’au quinzième siècle le registre principal de l’humanité, que dans cet intervalle il n’est pas apparu dans le monde une pensée un peu compliquée qui ne se soit faite édifice, que toute idée populaire comme toute loi religieuse a eu ses monuments ; que le genre humain enfin n’a rien pensé d’important qu’il ne l’ait écrit en pierre. Et pourquoi ? C’est que toute pensée, soit religieuse, soit philosophique, est intéressée à se perpétuer, c’est que l’idée qui a remué une génération veut en remuer d’autres, et laisser trace. Or quelle immortalité précaire que celle du manuscrit ! Qu’un édifice est un livre bien autrement solide, durable, et résistant ! Pour détruire la parole écrite il suffit d’une torche et d’un turc. Pour démolir la parole construite, il faut une révolution sociale, une révolution terrestre. Les barbares ont passé sur le Colisée, le déluge peut-être sur les Pyramides.

Au quinzième siècle tout change.
La pensée humaine découvre un moyen de se perpétuer non seulement plus durable et plus résistant que l’architecture, mais encore plus simple et plus facile. L’architecture est détrônée. Aux lettres de pierre d’Orphée vont succéder les lettres de plomb de Gutenberg.

Le livre va tuer l’édifice.

L’invention de l’imprimerie est le plus grand événement de l’histoire. C’est la révolution mère. C’est le mode d’expression de l’humanité qui se renouvelle totalement, c’est la pensée humaine qui dépouille une forme et qui en revêt une autre, c’est le complet et définitif changement de peau de ce serpent symbolique qui, depuis Adam, représente l’intelligence.
Sous la forme imprimerie, la pensée est plus impérissable que jamais ; elle est volatile, insaisissable, indestructible. Elle se mêle à l’air. Du temps de l’architecture, elle se faisait montagne et s’emparait puissamment d’un siècle et d’un lieu. Maintenant elle se fait troupe d’oiseaux, s’éparpille aux quatre vents, et occupe à la fois tous les points de l’air et de l’espace.
Nous le répétons, qui ne voit que de cette façon elle est bien plus indélébile ? De solide qu’elle était elle devient vivace. Elle passe de la durée à l’immortalité. On peut démolir une masse, comment extirper l’ubiquité ? Vienne un déluge, la montagne aura disparu depuis longtemps sous les flots, que les oiseaux voleront encore ; et, qu’une seule arche flotte à la surface du cataclysme, ils s’y poseront, surnageront avec elle, assisteront avec elle à la décrue des eaux, et le nouveau monde qui sortira de ce chaos verra en s’éveillant planer au-dessus de lui, ailée et vivante, la pensée du monde englouti.
Et quand on observe que ce mode d’expression est non seulement le plus conservateur, mais encore le plus simple, le plus commode, le plus praticable à tous, lorsqu’on songe qu’il ne traîne pas un gros bagage et ne remue pas un lourd attirail, quand on compare la pensée obligée pour se traduire en un édifice de mettre en mouvement quatre ou cinq autres arts et des tonnes d’or, toute une montagne de pierres, toute une forêt de charpentes, tout un peuple d’ouvriers, quand on la compare à la pensée qui se fait livre, et à qui il suffit d’un peu de papier, d’un peu d’encre et d’une plume, comment s’étonner que l’intelligence humaine ait quitté l’architecture pour l’imprimerie ? Coupez brusquement le lit primitif d’un fleuve d’un canal creusé au-dessous de son niveau, le fleuve désertera son lit.

 

martes, 30 de julio de 2024

¿Qué es el arte? (según Azorín)

 “El arte es triste. El arte sintetiza el desencanto de esfuerzo baldío… ó el más terrible desencanto del esfuerzo realizado…del deseo satisfecho”

(Azorin: La voluntad, XXV)


NB: La voluntad, de 1904, es la primera y admirable novela moderna española, sin historia y múltiples puntos de vista, voces y géneros literarios sobre la nada, tema de la obra.

miércoles, 26 de junio de 2024

Actor

 “La vida es una corriente tumultuosa e inconsciente, donde los actores representan una tragedia que no comprenden”

(Pío Baroja: El árbol de la ciencia)

martes, 25 de junio de 2024

Universidad ¿hoy?

 “Aquel ambiente de inmovilidad, de falsedad, se reflejaba en las cátedras. (…) Pudo comprobarlo al comenzar a estudiar (…). Los profesores del año preparatorio eran viejísimos; había algunos que llevaban cerca de cincuenta años explicando.”

No es la descripción de la universidad, hoy en día.

La cita pertenece a la  novela El árbol de la ciencia, publicada hace ciento trece años por Pío Baroja 

Muy recomendable 

viernes, 7 de junio de 2024

Maqueta

Azorín logró un prodigio en su novela Doña Inés. El título de la misma se refiera a una mujer. Mas, los protagonistas de la novela no son de carne y hueso, sino de tela, de metal, de piedra, madera y cristal. Objetos cotidianos minuciosamente descritos, convertidos en los dueños inmóviles de la estancia que los envuelve, vestidos y brocados que recubren y suplantan a los personajes que los portan. Un mundo poblados de objetos menudos, dotados de vida propia, como si un bodegón de Morandi, o una naturaleza muerta barroca se animaran y relegaran a las figuras humanas convertidas en comparsas. Una novela única de frases cortas, tan escuetas que a veces se reducen a tres palabras. Palabras que son cosas. Palabras escritas que son casi jeroglíficos o signos cuneiformes: más que designar, son las cosas a las que nombran. Las cosas son palabras, y los capítulos del libro, tan escuetos, instantáneas, detalladas, de un interior: son el interior detallado. Una multitud de cosas que pueblan los interiores, como pueblan las palabras las hojas del libro. La antítesis de las novelas de Juan Benet, por ejemplo, cuyas descripciones minuciosas, empero, posiblemente deban mucho a Azorín. 

Entre los objetos que organizan (o suplen) la vida de doña Inés se hallan dos maquetas de arquitectura, dignas de verse. Doña Inés no duda en acudir a su exposición pública. Maquetas expuestas y que constituyen el objetivo de un paseo, como lo pudiera ser una obra de arte. Maquetas que se exhiben como un espectáculo, que atraen la atención y organizan el día a día de doña Inés, cuya actividad consiste en recorrer la ciudad y acudir al reclamo de las maquetas.
Éstas son las célebres maquetas de madera del palacio real de Juvara, y la maqueta del puerto de Cádiz. Dos piezas que se han alzado al estatuto de obra de arte y que deben contemplarse como quien atiende a un cuadro, una talla o una reliquia.

Azorín se documentaba. En ocasión la documentación mutaba en plagio. La descripción de la ubicación de la maqueta del palacio está literalmente transcrita del libro de Antonio Ponz, Viaje a España, en cuyo sexto volumen describe la susodicha obra“se exponía en el taller que se halla debajo del arco que comunica el jardín de la Botica real”. 

En cuanto “al modelo del puerto y ciudad de Cádiz, (…)" Azorín precisa -desconozco la fuente a la que el escritor recurrió- que " estaba en el Buen Retiro” (Doña Inés, XIII).

La maqueta del Palacio Real ha sido abundantemente estudiada. Su destino final era la de ser mostrada públicamente, exhibida a la vista de todos, como un objeto aislado, con vida propia, libre de la servidumbre de la obra construida. Una maqueta que se debía apreciar por sí misma, sin tener en mente que se trataba de un proyecto que culminaba con la obra construida, y cuya razón de ser dejaba de tener sentido o validez una vez el palacio edificado.

La maqueta desapareció. Su rastro se perdió. Sin embargo, Elías Tormo escribió en Las iglesias de Madrid que "el modelo corpóreo del Palacio Real, que costó un capital en tiempos de Felipe V, que se guardó singularmente en los reinados sucesivos, que estuvo expuesto, bajo Isabel II, en Galería pública (...) se vendió poco después en un Museo público como madera vieja para el Rastro (...), el más lamentable e inexplicable caso de pérdida". Acertara o no en su afirmación no lo podemos saber. 

Pero lo que sí se desprende del texto de Azorín, en consonancia con los deseos de Juvara, es que las maquetas trascendían su meta función proyectual. Existían para ser admiradas y su visión podía dar sentido a un día de una una vida sin sentido como la vida de doña Inés.


Véanse:

BLANCO MOZO, J.L. (2022): “Filippo Juvara y la maqueta del Palacio Real Nuevo de Madrid: el proceso creativo de un proyecto arquitectónico frustrado”, Academia, 124, p. 24, n. 44

CATENA, E. (1983): edición crítica de Azorín: Doña Inés, p. 106, n. 24

PONZ, A. (1723): Viage de España, en que se da noticia de las cosas más apreciables, y dignas de saberse, que hay en ella. Tomo VI, Madrid y sitios reales inmediatos, pp. 100-102

TORMO, E. (1927): "Adiciones y rectificaciones. Núm. 20; Capilla Real", Las iglesias del viejo Madrid. A. Marzo, fascículo 2, p. 209-210 


miércoles, 5 de junio de 2024

“ AZORÍN” (1873-1967): “PALACIOS, RUINAS”, UNA HORA DE ESPAÑA, XXXVII (1924)

 Viajero: es la hora de descansar un momento. Esta es la piedra blanca en que el viajero ha de sentarse. La campiña en esta hora del crepúsculo está solitaria. Junto a la piedra se yergue un grupo de álamos. Sombrean los álamos en las horas de sol unas ruinas. Lo que fue magnifica casa de placer, levantada en el Renacimiento, es ahora una pared rota. ¡Cuántas horas deleitables se habrán pasado entre las paredes que aquí había! Por los caminos bordeados de árboles vendrían lentos los coches de los señores; acaso en un palafrén pausado caminaría gallarda la dueña de la casa. Viajero: es la hora de la meditación ante las ruinas. La campiña está solitaria. La tenue luz, amarilla, dorada del crepúsculo, se desliza oblicua, a ras de tierra. Ya dentro de unos minutos el sol acabará de desaparecer tras la lejana colina. Los álamos verdes se alzan junto al derruido paredón. Fue palacio espléndido esta ruina. En el siglo XVI todos estos palacios brillaban con la brillantez de lo nuevo. España estaba llena de palacios flamantes. La piedra acababa de ser labrada. Tenia una blancura de nieve. Las tracerías, en los los claustros y en los patios de los palacios, parecerían recortadas en blanquísimo papel.

Canteros e imagineros hacían en las callejas y en los talleres un ruido sonoro y rítmico con sus cinceles y sus picos. Se labraba con amor la piedra. De los toscos pedruscos, traídos de los montes, arrancados de las canteras, iban saliendo grifos, conchas, niños, pájaros, querubines, frutas, flores. Con fervor pasaba sus manos el artista por todas estas figuras blanquecinas, que él acababa de crear, cubiertas todavia de un polvillo ligero. En los entrepatios, en las columnas, en las ventanas, en los frisos, en las retropilastras aparecía luego todo este mundo vario y pintoresco de vivientes y vegetales. Los palacios resplandecían. Los formaban una conjunción maravillosa de fervores en el trabajo de las manos —de albañiles, canteros, herreros, estofadores, pintores, escultores— que ha desaparecido, acaso para siempre, en la especie humana.

Si desde una atalaya imaginaria hubiéramos podido ver las ciudades de España, nuestras amadas ciudades, habríamos vislumbrado en ellas, sembrados con profusión los palacios blancos. Viajero: el tiempo ha ido pasando, los siglos han transcurrido. ¿Estaban mejor antiguamente los palacios de nuestra España o están mejor ahora? Ahora tienen la dulce patina del tiempo; tienen el encanto melancólico de lo viejo. Ahora sus piedras nos dicen lo que antes no podian decir: la tragedia del tiempo que se desvanece. Viajero: es la hora de meditar ante las ruinas, y este paredón ruinoso , de un palacio que fué, aqui en la campiña solitaria, nos da tema para nuestras meditaciones. Los siglos han transcurrido. El antiguo palacio se ha desmoronado; pero aquí al lado de las ruinas, como una sonrisa en la eternidad, está este grupo de finos chopos que tiemblan levemente en sus hojas al soplo de la tarde expirante.

martes, 2 de abril de 2024

HENRI MICHAUX (1899-1984): EL DRAMA DE LOS CONSTRUCTORES (1930)

El drama de los constructores es la primera obra de teatro del poeta y pintor francés Henri Michaux, y demuestra su constante interés por temas arquitectónicos.

Esta obra solo fue representada por vez primera en 1937, y desde entonces se ha vuelto a escenificar tan solo una vez. En verdad, Michaux quería que el texto se leyera, no que se representara.

No es un texto de Michaux muy conocido. Obra primeriza, surrealista o absurda, no está traducida al español o al catalán, y no se ha representado nunca en España.

La traducción que se ofrece aquí es aproximada (se puede contrastar con el texto original), y un traductor profesional debería encargarse de la traducción si se quisiera representar.

Se comunica como primicia.    








EL DRAMA DE LOS CONSTRUCTORES

Acto único

escrito en 1930, representado en París en 1937.


ESCENA I


Este acto tiene lugar en el paseo de los constructores, en las callejuelas del jardín

que rodean el asilo.

Hablan en parte por sí mismos, en parte por el Universo.

Su aspecto exterior: adultos, pensadores, perseguidos.

Los guardias se ven a lo lejos. Cada vez que se acercan, los

Los constructores se dispersan.


A. (con orgullo). - A menudo, jugando a los dados, me digo de repente:

"Con este dado, construiré una ciudad" y no termino la partida hasta que no he construido una ciudad.

construyen una ciudad.

Y sin embargo es muy difícil... y cuando tienes que encajar a los ingleses en un dado

Los dados, con la plaza que quieren a toda costa y su campo de golf, bueno, el que dice que es fácil, es el que dice que no lo es.

quien dice que es fácil, que lo haga. ¿Y por qué no lo ha hecho ya? No faltan

dados que faltan, supongo.


B. (amablemente). - Ahora escúcheme. Hágase primero con algunas pulgas.

No sólo pequeñas, delicadas, sino sobre todo saltarinas, las pulgas.

(Dirigiéndose a todos.) Venga, admitidlo. No te enfades, todos sabéis

Todos sabéis que una pulga vive saltando.


A. (con vehemencia). - Habéis alojado a unos ingleses en una pulga?

(Interrumpiendo.) ¿Podemos verlos? E intactos, ¿verdad?


B. - Intactos... ¿por qué no? No son más frágiles que otros; aquí,

Manchester está podrido de ingleses...


C. (suavemente, soñadoramente). - Construí una ciudad donde podríamos... donde podríamos haber esperado vivir en paz... ¡y sin embargo!

La construí... con calles tan estrechas que hasta un gato apenas podía pasar... Los ladrones ni siquiera intentaban escapar. Ya estaban atrapados, eso era fatal. Se quedaban allí, mirando con angustia...


E. (de pasada). -... Habrán tenido problemas, ¿no, con su pueblo? (Se detiene un momento a escuchar.) Oh, son malos... (Se marcha de nuevo.)


C. (continúa su sueño). - En mis teatros no había público.

Solía sentar telescopios en el palco. Se quedaban horas escuchando... fisgoneando el drama... y los gafitas en las galerías, inclinándose simpáticos... y mirando... mirando...


B. (pensando). - Sí, un telescopio, puede contar con ello.


C. (enérgicamente). - Oh, las gafas pequeñas también... (Luego, de nuevo, lenta y soñadoramente)

... Mis casas agotadas, en las tardes de septiembre, que de pronto se hundían, abriendo sus puertas y ventanas, mientras su chimenea se extendía, emanando como un pistilo... como un campanario...

... ¡Y mi ciudad de icebergs! Icebergs con barandillas y plantados donde la última de las morsas tiene su campo, y lo ara él mismo, con la masa de su cuerpo para trazar el surco...

Ballenas furtivas que se lavan en las calles de madrugada, atascándolo todo y esparciendo el olor de...


A. (furioso). - ¡Ballenas! ¡Ballenas! No quiero ninguna. Ya estamos bastante apretados. Sólo tiene que ocuparse de algo más pequeño. Trabajo en dados, yo

Intentan traernos ballenas. Sólo tiene que reducirlas. ¡Que las convierta en renacuajos! (Con voz terrible.) ¡Renacuajos!


B. a C. (conciliador). - Es que, entiéndelo, aquí estamos demasiado vigilados. Nos secuestran para nada. Te irías. Y luego nos ves quedándonos con ballenas. No los conocemos. Estas bestias aprovechan un poco de agua para empujar, dar tumbos y asustar. No sería muy pintoresco, ¿verdad, hermano mayor, gran constructor. (Paternal, tras pensarlo un momento.) A lo mejor podríais hacer unas ballenas de mentira y, cuando lleguen los espías, les pincháis, vuestras ballenas, y les estallan en la cara. Si te molesta (señalando a A.), lo mismo... pedo en la cara. ¿Una ballena? ¡Ballenas no! ¡Nada de ballenas! (Riéndose.) ¡La ballena se ha zambullido!

(Se ve a los guardias acercarse).


(A., B. y C. hacen pst... pst... Se callan y dan unos pasos hacia el final del escenario).


D. (que ha permanecido sentado, llorando). - ¡Hijos de puta! ¡Holgazanes! ¡Usurpadores!

(Sollozando.) ¡Me he metido tanto en el ojo que pronto voy a perder la vista! (Silencio.)

... No estaría bien, después de haber sufrido lo que he sufrido, que vinieran a quitarme otra vez mi propiedad.



ESCENA II


F. (Sentado, pensando profundamente, canturreando las palabras). - Una ciudad... hasta el más estúpido puede construir una ciudad. Quiero construir "correr", y luego dejar que corra... siempre... correr, ¡qué! E incluso correr durante veinticinco años seguidos no es fácil. Eso lleva al agotamiento. Pero voy a estabilizar todo eso. Corre, verás qué fácil será y...

encadenado.


G. - Ha habido un error, yo no construyo ciudades. Soy el constructor del proyectil para ir a la luna. Y no sólo fue allí, sino que la atravesó. ¿Eso no es nada?


DIOS PADRE. - No, correr durante veinte años seguidos, no queremos eso.

No es bueno para el hombre, ya tiene bastantes excesos sin ello.


B. (dirigiéndose a Dios Padre). - Tampoco deberías haber permitido que un proyectil llegara a la luna.


DIOS PADRE. - La luna no sintió nada, amigo mío, la tenía.


D. (corre presa del pánico, llorando). - Dios Padre, te lo ruego, ¡quítame la ciudad que me han 

metido en el vientre! Dios Padre, te lo ruego.

(Pero llegan los guardias. Los constructores se dispersan para reagruparse en cuanto se van los guardias).



ESCENA III


H. (con suficiencia). - Mi amigo, Eil de Cade, construyó una mosca del tamaño de un caballo. Con esta montura podría llegar lejos. ¡Vaya, vaya, vaya! Pero qué es un caballo-mosca comparado con las cien mil cosas que construí, que pueblan el universo y en muchos lugares lo constituyen por sí solas.


DIOS PADRE. - Que venga Eil de Cade. Ya ha apestado bastante mi creación.


H. - No tenía tanto talento.


DIOS PADRE. - Ya basta. Te reconocí. No hay dos barbas así en el Globo. ¡Un ejemplo ahora mismo! ¡Preparen la olla del infierno! ¡Venga!

¿Pero cómo diablos desperdiciaste moscas así? ¿No sentiste remordimiento cuando viste todos esos caballos angustiados? ¿Caballos que luego tuve que alimentar y enseñar? Porque no sabían nada, incapaces incluso de apoyar bien las pezuñas. ¿Y quién era proporcionarles yeguas? Yo, siempre yo. ¿Quién me dará un momento de descanso? (Aparecen los guardias. Los albañiles se dispersan).



ESCENA IV


D. (de nuevo en escena; entregándose a un feliz recuerdo). - En el pasado, construí sobre Júpiter... un suelo excelente; un subsuelo perfecto, pero las mujeres no consiguen complacerse en el exterior. Lo mío... lo entiendes, pero llegará a su fin. He encontrado polvo HDZ. (Haciendo rodar arena en su mano.) Con esto, nos vamos solos. (Señalando a los guardias.) Pueden mirar todo lo que quieran, pft... adiós. (Dirigiéndose a los demás.) Venid a Júpiter, venid, hay trabajo para todos. Nos iremos esta tarde.

Algunas dicen: "¡Nos vamos esta tarde! ¡Nos iremos esta tarde! Los guardias se acercan y los constructores se dispersan).


F. (Sentado solo, pensando seriamente mientras mira a los guardias, como si fuera a hechizarlos, y, sacudiendo la cabeza con aire de convicción definitiva). - No hay error, lo que hace falta es convertirlos en estatuas... sencillamente.



ESCENA V


C. (se levanta bruscamente, realiza una serie de pases para hipnotizar a los guardias que están de espaldas y toma como testigos a los constructores).


C. - ¡Allí! ¡Ya está, ya está! Pronto terminará, allí, bien suave... bien duro... (De repente, los guardias se mueven).

¡Los listos! ¡Justo a tiempo!


B. (riendo). - ¿Y si los cambiamos en chimeneas, pfi... pfi... en

Locomotoras, pfi... pfi... pfi... pfi... pfi... pfi... pfi... pfi... (imitando el sonido de un tren que parte y diciendo adiós con la mano). ¡Adiós! ¡Adiós! - 


D (suavemente a B.) - déjalos, soy yo quien quiere irse


A (que hasta entonces caminaba nerviosamente de un lado a otro, irguiéndose en medio de ellos) - No te preocupes más. Mis tártaros están allí, al otro lado. A las dos en punto de esta tarde, lo prometo. A las dos en punto...

(Gesticulando como indicando que van a destruirlo todo, se marcha bruscamente). ¡Exterminados, nuestros pequeños soplones!


DIOS PADRE (también se enfada y se dirige a los guardias). - Pecadores arraigados en vuestro mal comportamiento hacia mí, lo habréis querido.

(Dirigiéndose a los albañiles) Os los entregaré. (Se marcha, con cara de juez).



ESCENA VI


C. (mirando a lo lejos). - ¡Todos aquellos a quienes he convertido en llanuras! Mirad esta extensión. Todos estos fueron guardianes alguna vez. Aquel árbol de allí era un guardián.

Un viejo astuto. Lo agarré mientras dormía. Todo lo que tenía que hacer era levantarlo...

Se necesitan guardianes, vamos, un horizonte como ese. Voy a hacer unas cuantas colinas más por allí (señalando un punto lejano en el horizonte) con los que quedan. Esta tarde... te mostraré mi país en detalle.

¡Un país construido enteramente a base de guardias!



ESCENA VII


A. (volviendo al escenario, con mala cara, balanceando la cabeza de izquierda a derecha, se acerca a E., cogiéndole una oreja y luego la otra, examinándolas rápidamente). - ¡Muy bien! Dame uno. Este o aquel, como quieras. Se lo devolveré.

Haré que todos los sordos vuelvan a oír. (E. huye gritando, cogiendo la oreja de C.).

Ven aquí. Déjame ver. Dámela. Te la devolveré enseguida, y te la arreglaré a lo grande. Construiré una ciudad en tu oreja. Un infierno de ciudad. Una ciudad propia, con trenes, metro y ballenas también, ya que las querías. Ballenas. Desencadenar ballenas. (Emocionándose.) Ballenas en el aire, buceando, girando, volando; fuera, dirigibles. (Mientras C. grita por culpa de su oreja, que A. no suelta.) Qué alboroto va a ser esto. Nada más que ballenas. Se acabó el refugio. Ahí están. ¿Quién habla de retroceder? (Llegan los guardias.)

(Declamación.) Entonces, resueltamente, se lanzó a la ballena. (Cargó contra los guardias; éstos le contuvieron; sin embargo, cargó contra ellos rítmicamente después de cada una de sus frases).

Así que, con el corazón encogido, se zambulle en la ballena. (Retrocede un poco, luego se lanza de nuevo contra ellos, gracias a la fuerza de su rabia).

Entonces, angustiado, ¡se arrojó a la ballena!

Entonces, cerrando los ojos, ¡se zambulló en la ballena!

Entonces, apartando las montañas de cuerpos áridos... (Pero se lo llevan).


C. (que no se ha movido y ha contado los guardias, pensando con calma). - ¡Quedan siete sauces por plantar! Será mañana por la tarde... O siete arboledas... o siete... colinas; decididamente, sí, las colinas siguen siendo las más seguras.


(CORTINA)