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sábado, 7 de diciembre de 2024

BARBARA CRANE (1928-2019): CHICAGO LOOP (1976-1978)























 

La fotógrafa norteamericana operaba por series. Quizá la más conocida respondía a un encargo: documentar el centro de la ciudad de Chicago, un centro de rascacielos del siglo XIX, donde de noche y los fines de semana, cuando los edificios se desangran de los oficinistas que huyen, como sombras diminutas empequeñecidas por las moles altivas, quedan yermos, así como las calles, pobladas de espectros: una ciudad exhausta. 
Si retrato es inmisericorde. Fachadas repetitivas, semejantes a rejas o alambradas. Sean horizontales o verticales, tersas, rectas u ondulantes, asciendan como picas, o rayen el horizonte, enclaustren ventanas o se configuren como un trama uniforme, las verjas metálicas cierran la vista. Nunca  el muro o la pared se ha mostrado tan bien y tan descarnadamente como un impedimento y un encierro. De un lado y de otro de este enrejado, que el blanco y negro acentúa, no vive nadie. Sea de día o de noche, inmune al tiempo, el muro, la cuadrícula inmutable se alza hasta donde la mirada no alcanza.
La vida de Chicago no escapó a la cámara de Bárbara Crsne. Pero acontece al borde del lago, como otras series, alejadas del centro carcelario captan. 

Una exposición, hoy, en París, descubre la mirada escrutadora de esta fotógrafa. Pocas veces la arquitectura moderna ha revelado la indudable, casi perversa fascinación y la inquietud que suscita, y su inhumano carácter.


miércoles, 4 de diciembre de 2024

CRISTÓBAL MANUEL (1960): CIUDAD TRISTEZA


























 Los años noventa eran de colores. Las fotos, de colores, tendiendo a chillones. Ecos de los ochenta, antes del grunge. Pese a la crisis económica y cierto desaliento tras los juegos olímpicos de Barcelona en 1992, la creciente corrupción política en el partido gobernante, y la sensación que los despreocupadamente coloristas años ochenta -en España- empezaban, pese a los esfuerzos por mantenerlos vivos, entre la nostalgia y el hastío, a ser cosa del pasado, la imagen en nada evocaba la tristeza, la dureza, y las desigualdades de los años de la dictadura.

Pero los años noventa estuvieron también presididos por ciudadanos encorvados acarreando el carro de la compra ante bloques de pisos que parecen a punto de derrumbarse, por ancianos solos en residencias con muebles de Fórmica bajo una luz eléctrica hiriente, por galgos famélicos como sombras -aún más famélicos de lo que los galgos parecen-, por miradas huidizas y cabezas ladeadas, embrutecidas por el cansancio, a los que solo el blanco y negro de las fotografías del almeriense Cristóbal Manuel rinde justicia.

Imágenes de la periferia de Madrid, en terrenos baldíos, una capital triste, como si el tiempo se hubiera detenido años ha, y solo cupiera contemplar, sin esperanza, desde un banco en un altozano, un mar de de construcciones anónimas raídas, del que se habría logrado escapar, pero al que solo cabría volver, a la caída de la tarde, cuendo el negro del cielo se confunde con el negro de la tinta.

Sobre este foto periodista español, véase su página web:  http://cristobalmanuel.com/

Una exposición en las cercanías de Madrid recuerda estos años en las fotografías de Cristóbal Manuel :



martes, 3 de diciembre de 2024

RUDYARD KIPLING (1865-1936): DE LA NOCHE ATROZ (1888)

 El denso calor que se cernía sobre la tierra frustraba toda esperanza de sueño. Las cigarras contribuían al calor, y los chacales, aullando, ayudaban a las cigarras. Era imposible sentarse tranquilo en la casa oscura, vacía, poblada de ecos, a contemplar el punkah mientras batía el aire. De modo que a las diez de la noche planté mi bastón en el centro del jardín y esperé a ver hacia dónde caía. Señaló directamente a la carretera, iluminada por la luna, que conduce a la Ciudad de la Noche Pavorosa.

El animal saltó de su madriguera y corrió a través de un cementerio musulmán abandonado, donde calaveras sin mandíbulas y tibias rotas expuestas sin piedad por las lluvias de julio brillaban sobre el suelo, donde la lluvia había mordido sus canales. El aire calentado y la tierra agobiada habían hecho subir a los muertos a la superficie en busca de un poco de fresco. La liebre seguía saltando: husmeó con curiosidad un fragmento de un tubo de lámpara ahumado y desapareció en la sombre de un grupo de tarayes. La cabaña del tejedor de alfombras, al cobijo del templo hindú, estaba repleta de hombres dormidos, que yacían allí como cadáveres en sus sudarios. Por encima de ellos resplandecía el ojo fijo de la luna.

La oscuridad otorga una falsa impresión de frescura. Era difícil no creer que la corriente de luz que venía de arriba fuera cálida. No tan caliente como el sol, pero sí de una calidez enfermiza que calentaba el aire pesado. El camino hasta la Ciudad de la Noche Pavorosa se extendía recto como una barra de acero pulido; a cada lado del camino, yacían los cadáveres: ciento setenta cuerpos de hombres. Algunos, todos de blanco, con las bocas atadas; otros, desnudos y negros, como el ébano bajo la potente luz; y uno —que yacía con la boca abierta, lejos de los otros— blanco plateado y gris ceniciento.

Un leproso dormido; y el resto, sirvientes, tenderos y choferes de la parada cercana; la escena, una de las entradas principales de la ciudad de Lahore, y la noche era una de las calurosas de agosto. Eso era todo lo que había que ver, pero en ningún caso era todo lo que no podía ver. El embrujo de la luna se volcaba por todas partes, y el mundo estaba horriblemente cambiado. La larga hilera de muertos desnudos, flanqueaba por la rígida estatua de plata, no era un espectáculo agradable. Estaba constituida sólo de hombres. ¿Acaso las mujeres se veían forzadas a dormir al abrigo de sus sofocantes cabañas de adobe, como mejor pudieran? El lamento quejumbroso de un niño desde un bajo techo de adobe respondió a mi pregunta. Donde están los niños, ahí están las madres, que deben cuidarlos. Necesitaban cuidados en aquellas noches sofocantes. Una cabecita negra del tamaño de una bala espió por la albardilla, y una pierna delgada y morena, dolorosamente delgada, se deslizó hasta el canalón. Se oyó el tintineo agudo de unas pulseras de cristal, el brazo de una mujer asomó por un instante sobre el parapeto, se enroscó en el delgado cuello infantil y el niño fue arrastrado, protestando, al abrigo de su camastro.

Su grito agudo murió en el aire denso, casi en el momento de nacer, porque incluso los niños de esta tierra la encuentran demasiado caliente para llorar. Más cadáveres, más carretera blanca, iluminada por la luna; una hilera de camellos dormidos a un lado del camino; una visión de chacales que corren, ponis que tiran de carros, dormidos, con el arnés todavía en el lomo, y carretas con incrustaciones de latón, haciendo guiños a la luz de la luna, y de nuevo más cadáveres.

Dondequiera que hubiera un carro para cereales entoldado, un tronco de árbol, un par de bambúes y unos cuantos manojos de paja que proyectaran cierta sombra, el suelo estaba cubierto con ellos. Yacen, algunos boca abajo, con los brazos plegados, en el polvo; otros, con las manos cruzadas sobre la cabeza; otros, acurrucados como perros; los hay que se han arrojado como sacos junto a los carros y hay quienes están inclinados, la cabeza contra las rodillas, bajo el resplandor directo de la luna. Sería un alivio si al menos fuesen propensos a roncar; pero no lo hacen, y no hay nada que rompa su semejanza con los cadáveres excepto un detalle: los perros macilentos los olfatean y se marchan. Aquí y allá un niño duerme en el camastro de su padre, y en esos casos siempre hay un brazo protector que lo cubre. Pero, en su mayor parte, los niños duermen con sus madres en las azoteas. No hay que fiarse de los parias de piel amarilla y dientes blancos cuando tienen al alcance cuerpos oscuros.

Una sofocante ráfaga de aire caliente, que salía de la boca de la Puerta de Delhi, casi acaba con mi decisión de penetrar en la Ciudad de la Noche Pavorosa a estas horas. Es una combinación de todos los sabores malsanos, animales y vegetales, que una ciudad amurallada puede elaborar en un día con su correspondiente noche. La temperatura que hay entre las arboledas inmóviles de naranjos y plátanos, en el exterior de las murallas de la ciudad, parece fresca en comparación con ésta. ¡Que el cielo ayude a todas las personas enfermas y a los niños que se encuentren dentro de la ciudad esta noche! Los altos muros de las casas siguen irradiando un calor salvaje, y desde oscuros callejones salen hedores fétidos que bien podrían envenenar a un búfalo. Pero los búfalos no les prestan atencion: una manada desfila por la desierta calle mayor; de vez en cuando se detienen y acercan sus hocicos poderosos a las persianas cerradas de la tienda de un vendedor de grano, para resoplar como orcas.

Y luego llega el silencio, un silencio que está lleno de los ruidos nocturnos de una gran ciudad. Un instrumento de cuerda de alguna clase es apenas, sólo apenas, audible. Muy por encima de mi cabeza alguien abre una ventana, y el chasquido de la madera reverbera como un eco en la calle vacía. En uno de los tejados hay una hookah funcionando a toda máquina y los hombres hablan suavemente mientras fluye el agua en la pipa. Un poco más allá, los sonidos de la conversación son más nítidos. Una rendija de luz aparece entre las persianas corredizas de una tienda. Dentro, un comerciante de barba incipiente y ojos cansados hace el balance de sus libros de cuentas, entre balas de telas de algodón que lo rodean por completo. Le acompañan tres figuras cubiertas de blanco que hacen algún comentario de cuando en cuando. Primero, el hombre hace una anotación, y luego un comentario; a continuación se pasa el dorso de la mano por la frente sudorosa. El calor en la calle encajonada es digno de temerse. Dentro de las tiendas tiene que ser casi insoportable. Pero el trabajo continúa regularmente: anotación, gruñido gutural y gesto de la mano que se alza, sucediéndose uno a otro con la precisión de un mecanismo de relojería.

Un policía —sin turbante y completamente dormido— está tumbado en el acceso a la mezquita de Wazir Khan. Un rayo de luna cae vertical sobre la frente y los ojos del dormido, pero él no se mueve. Es cerca de medianoche, y parece que el calor aumenta. La plaza que se abre delante de la mezquita está abarrotada de cadáveres y hay que andar con mucho cuidado para no pisarlos. La luz lunar pinta sus rayas sobre la alta fachada de la mezquita, decorada con esmaltes coloridos en anchas fajas diagonales; y cada uno de los palomos solitarios que sueña en los nichos y esquinas de la mampostería proyecta la sombra de un polluelo. Fantasmas con sudario se levantan cansados de sus camastros, revolotean y se mudan a las oscuras profundidades del edifico. ¿Se puede subir a lo más alto de los grandes minaretes para contemplar desde allí la ciudad? El intento merece la pena en todos los sentidos, y con toda probabilidad la puerta de la escalera no estará cerrada. No lo está, pero un portero profundamente dormido está cruzado en el umbral, con la cara vuelta hacia la luna. Una rata sale corriendo del turbante al oír los pasos que se acercan.

El hombre gruñe, abre los ojos durante un minuto, se da la vuelta y vuelve a dormir. Todo el calor de un decenio de feroces veranos indios está almacenado en las pulidas paredes, negras, de la escalera de caracol. A mitad de camino, hay algo vivo, caliente y cubierto de plumas; y ronca. Al verse obligado a alejarse, escalón a escalón, conforme capta el sonido de mi avance, vuela hasta arriba, donde revela ser un milano airado de ojos amarillos. Hay docenas de milanos dormidos en éste y otros minaretes, y también en las cúpulas, abajo. A esta altura, se percibe la sombra de una brisa fresca o, siquiera, menos bochornosa y, refrescando con ella, me vuelvo a mirar la Ciudad de la Noche Pavorosa.

¡Hubiera podido dibujarla Doré! Zola hubiera podido describirla, este espectáculo de miles de durmientes bajo la luz lunar y la sombra de la luna. Las azoteas están atestadas de hombres, mujeres y niños, y el aire está lleno de ruidos indiferenciables. Están inquietos en la Ciudad de la Noche Pavorosa, y no me extraña. Lo milagroso es que puedan siquiera respirar. Si miras con atención a la multitud, verás que están casi tan inquietos como una muchedumbre diurna, pero es un tumulto contenido. Por todas partes verás, a la luz, a los durmientes que no paran de moverse, que remueven sus camastros y los vuelven a arreglar. En los patios como pozos de las casas se observa el mismo movimiento. Las despiadada luna lo revela todo. Muestra también las llanuras exteriores, y aquí y allá una extensión mínima del Ravee sin sus murallas. Muestra, por último, una salpicadura de plata rutilante en la azotea de una casa, casi inmediatamente debajo del minarete de la mezquita. Una pobre alma se ha levantado a echarse un poco de agua sobre el cuerpo febril; el tintineo del agua que cae llega, débil, al oído.

Dos o tres hombres, en rincones lejanos de la Ciudad de la Noche Pavorosa, siguen su ejemplo, y el agua relampaguea como señales heliográficas. Una pequeña nube pasa por delante de la luna, y la ciudad con sus habitantes —claramente delineados en blanco y negro un momento antes— se desvanecen en masas de negro, y negro más profundo. Y sin embargo, el ruido inquieto continúa, el suspiro de una gran ciudad abrumada por el calor y de una gente que busca en vano su descanso. Sólo las mujeres de las clases bajas duermen en las azoteas. ¿Cuál no será el tormento en los harenes guardados por celosías, en los que todavía hacen guiños unas cuantas lámparas?

Se oyen pisadas en el patio de abajo. Es el muecín, fiel ministro, que debía haber estado aquí hace una hora, para decir a los fieles que la oración es mejor que el sueño, el sueño que no quiere llegar a la ciudad. El muecín hurga por un momento en la puerta de uno de los minaretes, desaparece, y un rugido como de bueyes –un trueno magnífico– dice que ha alcanzado la parte más alta del minarete. ¡Ha de oírse la llamada hasta en las márgenes retiradas del mismo Ravee! Incluso al otro lado del patio es casi estremecedor. La nube se mueve y lo muestra, perfilado en negro contra el cielo, con las manos sobre los oídos y el amplio tórax dilatado por el trabajo de sus pulmones: ¡Allah ho Akbar! y a continuación una pausa, mientras otro muecín, desde algún lugar en dirección al Templo Dorado, contesta a la llamada: ¡Allah ho Akbar!. Una y otra vez; cuatro veces en total; y ya hay una docena de hombres que se han levantado de sus camastros. ¡Soy testigo de que no hay más Dios que Alá!

Qué grito más espléndido: ¡la proclamación del credo que saca a los hombres de sus camas a centenares en plena medianoche! Una vez más, atruena la misma frase, temblando con la vehemencia de su propia voz; y 

entonces, lejos y cerca, el aire de la noche resuena con ¡Mahoma es el Profeta de Dios!. Es como si estuviera lanzando su desafío al horizonte lejano, donde el relámpago del verano juega y salta semejante a una espada desenvainada. Todos y cada uno de los muecines de la ciudad están gritando a pleno pulmón, y algunos hombres, en las azoteas, comienzan a arrodillarse. Una larga pausa precede al último grito: ¡La ilaha Illallah! y el silencio se cierra sobre él, como el martinete cae sobre una bala de algodón.

El muecín baja a tumbos la escalera. Atraviesa el arco de la entrada y desaparece. Entonces el silencio sofocante se asienta sobre la Ciudad de la Noche Pavorosa. Los milanos del minarete se vuelven a dormir, roncando con más fuerza, el aire caliente llega en oleadas y en remolinos perezosos y la luna se desliza hacia el horizonte. Sentado, con ambos codos sobre el parapeto de la torre, uno puede asombrarse observan­ do aquella colmena torturada de calor, hasta el amanecer. ¿Cómo viven ahí abajo? ¿Qué piensan? ¿Cuándo se despertarán? Más tintineo de regaderas que se vacían; débil entrechocar de camastros de madera que entran y salen de las sombras; música extraña de instrumentos de cuerda, dulcificada por la distancia en lamento quejumbroso, y el gruñido sordo de un trueno remoto.

En el patio de la mezquita, el portero, que estaba tumbado en el umbral del minarete, se sobresalta, se lleva las manos a la cabeza, murmura algo y vuelve a dormir. Acunado por los ronquidos de los milanos —roncan como humanos de gargantas desproporcionadas—, yo también caigo en una especie de somnolencia inquieta, consciente de que ya han dado las tres y de que hay un ligero —pero muy ligero— frescor en el ambiente. La ciudad está absolutamente tranquila ahora, excepto por el canto de amor de algún perro vagabundo. Nada, salvo un hondo sueño de muerte.

Después de esto, se suceden varias horas de oscuridad. Porque la luna ha desaparecido. Los perros están quietos, y yo espero la primera luz de la aurora para iniciar mi camino de vuelta a casa. De nuevo el ruido de pisadas sordas. La oración de la mañana está a punto de empezar, y mi guardia nocturna ha terminado. ¡Allah ho Akbar! ¡Allah ho Akbar!. El este se vuelve gris, y ahora azafrán; el viento del alba llega como si el muecín mismo lo hubiera convocado y, como un solo hombre, la Ciudad de la Noche Pavorosa se levanta y vuelve su rostro hacia el día que amanece.

Con la vuelta a la vida, vuelve el ruido. Primero, en un susurro sordo; luego, en un murmullo grave; porque es preciso recordar que la ciudad entera está en las azoteas. Mis párpados se caen bajo el peso de un sueño largamente pospuesto, y yo me escapo del minarete a través del patio, hacia la plaza, donde los durmientes se han levantado, apartan sus jergones y discuten con la hookah de la mañana. El fresco efímero del aire ha desaparecido y hace tanto calor como al comienzo. ¿Tendría el sahib la amabilidad de abrirnos el paso? ¿Qué ocurre? Aparece una cosa que los hombres llevan a hombros a media luz y me aparto. El cadáver de una mujer en su camino a la pira funeraria, y un mirón dice: Murió a medianoche a causa del calor. Después de todo, así como de la Noche, la ciudad era la de la Muerte.


NB: El título del cuento procede de un poemario, de 1870, del escritor victoriano James Thomson (1834-1882)

miércoles, 20 de noviembre de 2024

EUGÈNE DESLAW (1898-1966): MONTPARNASSE (1929)

 

 "Sinfonía urbana" del cineasta ucraniano Eugène Deslaw que documenta la vida en el barrio de teatros y cabarets de Montparnasse en Paris. Una obra clásica menos conocida que otras "sinfonías urbanas" cinematográficas de la misma época.

sábado, 2 de noviembre de 2024

La ciudad acabada

 Tenemos la sensación -lo que seguramente no es solo una impresión- que la ciudad de Barcelona está en permanente obras. Éstas no solo se llevan a cabo en el mes de agosto, el mes “tradicional” o habitual para ejecutarlas, cuando las calles están vacías, o lo estaban otrora, antes de la llegada de los turistas, y los comercios cerrados, con la persiana bajada, como si la ciudad estuviera adormecida, tan solo sobresaltada por el bramido metálico de las taladradoras, y el penetrante olor del alquitrán.

Los constantes acontecimientos que puntúan la vida de la ciudad, desde los juegos olímpicos hace ya más de treinta años, sacuden la ciudad por las reformas que se emprenden: calles cortadas, zanjas que no cesan de abrirse y cerrarse, fruto del dudoso acuerdo entre administraciones, erizadas de gruas.

 Hoy, parece que solo las inacabables obras del templo expiatorio de la Sagrada Fanilia, un mal sueño de mal gusto, tienen ya las horas contadas. 

La ciudad, en cambio, es un mar de obras que apenas concluidas dan pie a reformas, mejoras y nuevas intervenciones que remedan o amplíen las actuaciones del pasado, que nunca acaban de pasar. El verbo acabar es significativo.

Contaba la arquitecta y urbanista María Rubert, en una clase esta misma semana, que una periodista le preguntó cuando la ciudad, en permanente tránsito, estaría acabada. ¿Veríamos un día la ciudad libre de máquinas y operarios, caseras de obras y vallas?. La ciudad ¿dejaría de estar en construcción? ¿Se habría alcanzado al fin la conclusión de un proyecto?

María Rubert contestó que esto no ocurriría nunca: la ciudad nunca estaría acabada. Las obras proseguirían mientras la ciudad viviera. Siempre se hallarían solar sin construir todavía, edificios y espacios necesitados de cuidados. La ciudad ideal no existe ni debe de existir. Mas que un sueño es una amenaza.

Pues el verbo acabar es ambivalente. Se compone a partir del sustantivo cabo, que procede del latín caput -que no significa, coloquialmente, “acabado” o rendido, pero que evoca bien el acabamiento-, sino que se traduce por cabeza. Ls cabeza, como un cabo geográfico, es o se halla en un extremo. Mas lejos no se puede llegar: no hay nada, el vacío. Quien llega al finisterre no puede seguir avanzando. Debe regresar, retroceder, invertir el camino emprendido, so pena de perderse. El cabo señala hasta dónde podemos llegar -una expresión con un tono inquietante. Las reglas se desbaratan más allá del cabo. Empieza entonces un territorio de incertidumbres, ilimitado, ignoto, donde todo lo que rige en la tierra habitable deja de tener validez y sentido.

Acabar significa alcanzar el final de lo emprendido. El fin perseguido se ha logrado. La tarea o la aventura cesa. Ya no tiene sentido proseguir. Se puede descansar. ¿Qué hacer entonces? ¿Por qué seguir vivo?

El llegar al final conlleva la muerte de lo que orientaba la vida activa. Acabar significa matar. El acabamiento es una acción violenta. Voy a acabar contigo, una expresión que no debiera. Tras esta acción, que pretende poner fin (a las obras, el trabajo, los proyectos, los sueños, las ensoñaciones, las ilusiones, los delirios, también) violenta o tajantemente -un tajo, un corte profundo que sangra y no se puede cocer, que deja una huella perdurable-, sin discusión, solo queda un campo de ruinas, la desolación. Ya no se tiene nada que hacer. Ya no se puede obrar. Solo se queda de brazos caídos, desorientado. 

El fin es un corte brusco, un cese, el encuentro con una pared o con lo desconocido. La pérdida de rumbo, la falta de perspectiva, de una visión de futuro acerca peligrosamente al final de la esperanza. La postración, el encogimiento marca la posición vital.  

Una ciudad acabada es una ciudad muerta, donde ya no hay nada qué hacer (una expresión ambigua dónde las haya) . Hay nada. No tiene futuro.No permite la vida. Solo cabe el abandono. La dejadez, el desánimo imperan. El pulso cesa.


A M.R




martes, 22 de octubre de 2024

LUIS GARCÍA MONTERO (1958): LA CIUDAD (2008) - CIUDAD (2021)

 LA CIUDAD 

Se hacen de hormigón y de cristal,
de lugares extraños y gentes ocupadas.

En todas crece un árbol
delante de la casa de un suicida
y hay niños que acostumbran a dormirse
soñando con un perro.

No faltan desayunos en hoteles lujosos,
ni tampoco familias con jardín,
pero son más frecuentes
los portales oscuros con pareja de novios,
el beso frío,
la rosa de cemento en la ventana.

Las calles desembocan en plazas descompuestas,
las tardes de domingo en las cafeterías
y el humo de los coches en los ojos del loco
que murmura sus años
y los cuenta sin fin
de metro en metro.

Al salir de los túneles sentimos
que los cielos de agua
son igual que una carta del pasado,
y suele comprenderse
que la vida es un arma lenta y de doble filo
en los pasos sin nadie,
en las noches vacías
o en la debilidad que tienen
las ciudades por los cines de barrio
y por las taquilleras muy pintadas.

A pesar de los plátanos, los olmos y los tilos,
a pesar de la hierba, si es que hablamos del Norte,
La gente que nos mira,
la gente que se salta los semáforos,
la que fluye delante de las tiendas,
necesita el amparo
de otra vegetación,
un sigilo de números y tarjetas de crédito
que extiende sus raíces por los sótanos
y busca soledad en los desvanes
como los muebles y las ratas viejas.

No es inútil viajar,
porque es cierto que todas las ciudades
amanecen de un modo parecido,
pero la noche llega en cada una
de manera distinta.

De día pueden verse
secretarias, conserjes, policías,
músicos callejeros y soldados,
dependientas que escuchan y sonríen,
oficinistas con olor a instancia,
conductores, extraños sacerdotes,
ejecutivos humillados.

Igual en todas partes,
porque apenas existen los kilómetros.

Pero existe la noche,
la soledad que borra los oficios
en un mundo habitado solamente
por hombres y mujeres,
confidencias de amarga valentía.

En las ciudades pueden encontrarse
relojes que se paran en la última copa,
la luna sobre un taxi
y todos los poemas que te escribo.


CIUDAD

No tuve más remedio que seguirla. 

Bajé con ella al día. Conocí 

gentes que fueron de mi condición, 

conversaciones de palabras lentas. 


Hablo de aquella edad que nos otorga 

la sensación de verse en un mundo inmediato, 

la ciudad que nos llama 

en los mismos lugares, 

en las mismas penumbras 

donde hay ojos que siguen 

el deseo desnudo de tus ojos, 

amor que pide tiempo, 

razones que parecen 

tus razones. 


Pero de pronto cambia el mundo en las ciudades, 


y aunque sé que cultivo mi deseo, 

para vivir aquí, entre los jóvenes, 

recorro sus caminos y comprendo

que traigo la distancia 

no sé si de otra edad o de otra tierra, 

testigo de otra gente 

que no sabe beber, que tiene prisa 

y que aprende a besarse en los rincones, 

con otra historia, con su propio tiempo. 


La ciudad no me sigue, va con ellos. 


Y escucho atentamente por si algo me llama, 

para sentirme vivo, 

para ir aprendiendo con la noche 

cómo ladran ahora los fantasmas 

del tiempo y la poesía.

 

jueves, 10 de octubre de 2024

STEVE REICH (1936): CITY LIFE (VIDA URBANA, 1995)

JEAN-PAUL SARTRE (1905-1980): "NUEVA YORK, CIUDAD COLONIAL" (1949)

 "Me encanta Nueva York. He aprendido a amarla. Me he acostumbrado a sus enormes conjuntos, a sus grandes perspectivas. Mis ojos ya no se detienen en las fachadas, en busca de una casa que, imposiblemente, no sea idéntica a las demás. Van directamente a los edificios perdidos en la bruma, que no son más que volúmenes, nada más que el marco austero del cielo. Si uno sabe mirar las dos hileras de edificios que, como acantilados, bordean una gran vía pública, se ve recompensado: su misión termina ahí, al final de la avenida, en simples líneas armoniosas, una brizna de cielo flotando entre ellas. 

Nueva York sólo se levanta a cierta altura, a cierta distancia y a cierta velocidad: no son la altura, la distancia ni la velocidad del peatón. Esta ciudad es asombrosamente como las grandes llanuras de Andalucía: monótona cuando la recorres a pie, hermosa y cambiante cuando la atraviesas en coche. He llegado a amar su cielo. En las ciudades europeas, donde los tejados son bajos, el cielo se arrastra a ras de suelo y parece domesticado. 

El cielo de Nueva York es hermoso porque los rascacielos lo elevan mucho sobre nuestras cabezas. Solitario y puro como una bestia salvaje, monta guardia sobre la ciudad. Y no es sólo una protección local: se puede sentir cómo se extiende por toda América; es el cielo de todo el mundo. 

He llegado a amar las avenidas de Manhattan. No son pequeños paseos serios encerrados entre casas: son autopistas nacionales. En cuanto pones un pie en una de ellas, te das cuenta de que tiene que llegar hasta Boston o Chicago. Se desvanece fuera de la ciudad y el ojo casi puede seguirla hasta el campo. Un cielo salvaje sobre grandes vías paralelas: eso es Nueva York. En plena ciudad, estás en plena naturaleza. Me costó un tiempo acostumbrarme, pero ahora que lo he hecho, en ningún sitio me siento más libre que en medio de la multitud neoyorquina. Esta ciudad ligera y efímera, que parece cada mañana y cada atardecer, bajo los rayos luminosos del sol, una simple yuxtaposición de paralelepípedos rectangulares, nunca oprime ni deprime. Aquí se reconoce la angustia de la soledad, no la del aplastamiento."

(J.-P. Sartre: Situations, III, 2)

viernes, 6 de septiembre de 2024

El imaginario urbano medieval













Tomaso de Modena: ciclo de frescos dedicados a la leyenda de Santa Úrsula, siglo XIV. 
Capilla de Úrsula, iglesia de Santa Margarita. 
Hoy en Treviso, Museo de Santa Catalina.
 
Descubiertos en el siglo XX, bajo capas de yeso, y restaurados y expuestos desde 2020.
Carlo Scarpa propuso un primer montaje en los años setenta que no prosperó 




Anónimo (inspirado por Tomaso de Modena): ciudad. Fresco de una propiedad privada, c. 1370. Udine, Museo Provincial 

Fotos: Tocho, septiembre de 2024

 Además de la belleza de los rostros y de la variedad de las expresiones, los frescos que el pintor italiano medieval Tomaso de Modena dedicó a la leyenda de Santa Úrsula, tienen interés, no por la historia narrada -la leyenda de una joven princesa cristiana  de Bretaña, prometida a un príncipe pagano inglés, que logra la conversión de éste, y juntos emprenden un largo viaje a Roma, acompañados por once jóvenes (que la leyenda convirtió en once mil vírgenes), para santificar la unión, un viaje que concluyó con una matanza espantosa tras la desesperada oposición de las jóvenes a ser violadas por Atila y los hunos que habían tomado la ciudad de Roma-, sino por las imágenes de ciudades, Roma, sin duda, que coronan los frescos o se despliegan como telones de fondo.

No sabemos cómo eran las ciudades del medioevo, tras las destrucciones y restauraciones imaginativas del siglo XIX.
Pero sí podemos saber qué imagen suscitaban. Imágenes ideales, posiblemente, que no debían coincidir con la realidad sino con el sueño. 
Ciudades asaetadas de torres -torres de vigía, y campanarios-, que se alzan sobre un fondo de tejados anónimos, como los pistones de una máquina o las techas de un instrumento de viento, y que componen extensas partituras ante las cuales actúan las figuras. 
Las ciudades eran receptáculos amurallados salpicados de flechas gracias a las cuales los poderes civiles y religiosos competían tanto para alzarse sobre el común de los habitantes como apuntar al cielo. 
La ciudad como cruce de ambiciones sagradas y profanas. Desde luego, la ciudad considerada como una creación humana digna que organiza la vida y los milagros de los humanos.