domingo, 10 de marzo de 2019

LUCIANO DE SAMOSATA (120-180 ó 92): EL MENTIROSO


Leamos y recordemos cada día los escritos del mejor escritor de la antigüedad -junto con Sófocles y Platón- y, sin duda, de todos los tiempos, el escéptico, incrédulo, cínico, satírico romano (que escribía en griego) Luciano de Samosata, cuya obra El mentiroso, sobre la mentira y la credulidad, sobre el engaño político, deberíamos guardarla como una biblia: 


Tiquiades.- ¿Puedes decirme, Filocles, cuál es la causa que induce a muchos al deseo de mentir, hasta el punto que gozan contando falsedades y prestando especial atención a quienes narran cosas de este tipo?

        Filocles.- Muchas son las causas, oh Tiquiades, que, por razones de interés, inducen a algunas personas a mentir.

        Tiquiades.- "Eso nada tiene que ver con el asunto" -como dice el refrán-; yo no te pregunto por aquellos que mienten interesantemente, ya que esos individuos merecen cierta disculpa, y algunos, incluso, son dignos de elogio, como los que burlan al enemigo y aquellos que, para salvarse en un trance apurado, utilizan esta clase de medios. Así obró muchas veces Ulises "para proteger su vida y conseguir el retorno de sus compañeros". No, mi pregunta se refiere, excelente amigo, a aquellos que, sin necesidad alguna, aman la mentira por si misma y se complacen en emplearla sin que nada lo justifique. Es respecto a esos individuos, pues, que quisiera saber qué pretenden ganar con su conducta.

        Filocles.- ¿Has conocido a muchas personas que tienen como una afición innata por la mentiras?

        Tiquiades.- Sí, existen muchos de ésos.


        Filocles.- Y ¿qué otra cosa sino la ignorancia cabe señalar como causa de que no digan la verdad, puesto que escogen lo malo en vez de lo bueno?

        Tiquiades.- No, tampoco es eso, Filocles, pues yo podría nombrarte a muchas personas que, inteligentes en todo lo demás y dignas de admiración por sus ideas, se han visto, no sé cómo, contagiadas por esa enfermedad, se han convertido en amantes de la mentira, hasta el punto que me saca de quicio el que tales varones, excelentes en toda clase de saber, se complazcan, sin embargo, en engañarse a sí mismos y a los demás. A los antiguos debes haberlos conocido antes que yo, como a Heródoto y a Ctesias de Cnido, y, sobre todo, a los poetas, especialmente a Homero, todo ellos personas renombradas que han utilizado la escritura como vehículo de sus falsedades, de modo que no sólo engañan a sus oyentes, sino que sus mentiras, conservadas en versos y metros hermosísimos, han llegado hasta nosotros por medio de la tradición. Por lo que a mi respecta, con frecuencia consiguen que me sonroje cuando narran la castración de Urano, el encadenamiento de Prometeo, la insurrección de los Gigantes y todas esas horripilantes escenas del Hades; que, por amor, Zeus se convirtió en toro o en cisne, y, que alguien, de mujer, se transformó en ave o en oso; añade los Pegasos, las Quimeras, las Gorgonas, los Cíclopes, y otras leyendas por el estilo, raros y extraordinarios cuentos capaces de encantar el alma de los niños que todavía temen a Mormó y a Lamia.
        Lo de los poetas aún; pero que ciudades y pueblos enteros mientan privada y públicamente, ¿cómo no va a resaltar cosa ridícula? Y así tienes que los cretenses no se avergüenzan de mostrar la tumba de Zeus, y los atenienses sostienen que Erictonio brotó de la tierra y que los primeros hombres nacieron del suelo de Ática como si se tratara de legumbres, por cierto de un modo muchas más maravilloso éstos que los de Tebas, los cuales cuentan que de los dientes de un dragón brotaron los llamados Espartos. Pues bien, aquel que cree que todo eso, ridículo de por sí no es verdad, sino que, después de una consciente meditación, considera que es propio de un Corebo o de un Margites (prototipo de estúpidos) creer tales cuentos, como que Triptólemo voló por el cielo sostenido por serpientes aladas, que Pan vino de Arcadia a Maratón en calidad de aliado, o que Oritia fue raptada por Bóreas... esa persona -digo- les parece impío y un loco por no prestar crédito a hechos tan evidentes. Hasta ese punto prevalece la mentira.

        Filocles.- Tanto los poetas como las ciudades, merecen disculpa, Tiquiades, ya que aquéllos mezclan en sus escritos la gracia del mito, cosa muy atractiva e insustituible para ellos con vistas a su auditorio; y también la merecen los atenienses, los tebanos y aquellos que quieren presentar a su patria respectiva con una cierta aureola de grandeza. El caso es que si alguien intentara borrar de Grecia estas leyendas mitológicas, nada podría evitar que sus guías turísticos se murieran de hambre, pues la verdad no querrían oír la verdad ni gratis. Ahora bien, quienes sin ninguna excusa como ésa, disfrutan con la mentira, merecerían ser hazmerreír de todo el mundo.

        Tiquiades.- Tienes razón. Precisamente vengo ahora de casa del sabio Éucrates donde he escuchado muchas historias fabulosas e increíbles. Es más, me fui mientras las estaban contando, porque no pude resistir aquellas exageraciones, y como si se tratara de unas Erinias, me echaron con sus historias raras e inverosímiles.

        Filocles.- Y sin embargo, Éucrates es persona digna de crédito, Tiquiades, y nadie podría creer que ese sesentón de barba espesa, que se ha ocupado tanto de la filosofía, acepte aguantar a una persona que miente, por no decir ya que él mismo se atreva a ello.

        Tiquiades.- Es que tú, amigo mío, ignoras lo que dijo; cómo daba fe de ello y de qué modo juraba por la salud de sus hijos que era cierto. Hasta tal punto que, mirándole, se me ocurrían las ideas más peregrinas: o que estaba loco y fuera de sus cabales, o que, sin habernos percatado de ello, resultaba ser un mago que debajo de la piel escondía un ridículo simio. Tan raras eran las historias que contaba.

        Filocles.- Por Hestia, ¿cuáles eran esas historias, Tiquiades? Porque me gustaría saber qué clase de simplezas esconde debajo de su poblada barba.

        Tiquiades.- Ya en otras ocasiones, Filocles, he ido a su casa, cuando tengo tiempo para ello. Hoy, empero, tenía precisión de hablar con Leóntico -que es amigo mío, como sabes- y, enterado por su esclavo que había ido muy temprano a casa de Éucrates, con intención de visitarle, pues estaba enfermo, me presento en su casa con la doble finalidad de hablar con Leóntico y de verle a él, pues ignoraba que estaba enfermo. No hallé allí a Leóntico -según dijeron acababa de salir-, pero sí a otros muchos, y entre ellos al peripatético Cleódomo, al estoico Dinómaco y a Ión, ya sabes, el que pretende ser aplaudido por su conocimiento de los diálogos de Platón, ya que, según él, es el único que ha entendido perfectamente el pensamiento de este varón y el único capaz de explicarlo a los otros. ¿Ves qué clase de personas te nombro, sabios eminentes y virtuosos, la crema de cada escuela, todos ellos dignos de respeto y con porte que casi casi inspira reverencia? Se hallaba también allí el médico Antígono, que, me imagino, debió de ser llamado para tratarle; y, de hecho, Éucrates parecía ya estar algo mejor y su dolencia daba la impresión de ser crónica, pues el reuma se le había localizado de nuevo en los pies. Al verme, Éucrates, con un gesto tranquilo hízome señal de sentarme en la cama, a su lado, con voz algo débil, aunque cuando entré yo, le había oído vociferar y hablar enérgicamente. Senteme junto a él con mucha precaución de no tocarle los pies, al tiempo que aducía las excusas habituales en tales casos -que ignoraba que estuviera enfermo y que, tan pronto como lo supe, corrí a su lado-. Algunos habían expuesto ya sus ideas sobre la enfermedad, otros lo estaban haciendo entonces, y cada cual aconsejaba un tratamiento: "Por tanto -decía Cleódomo- si se recoge del suelo con la mano izquierda el diente de una musaraña muerta tal como te decía, se ata a una piel de león recién desollado y se arrolla acto seguido en la pierna, cesa el dolor al instante." "Yo no he oído hablar de una piel de león -interrumpió Dinómaco- sino de cierva virgen, no montada todavía. Y es más verosímil así, puesto que la cierva es veloz y tiene mucha fuerza en las patas. El león es, claro está, un animal valiente, y su grasa, su garra izquierda y los pelos de la parte derecha de la barba tienen gran poder si se saben emplear con el ensalmo apropiado para cada caso. Pero de curación de pies no se dice nada en absoluto." "Yo también -dijo Cleódemo- sabía de tiempo atrás que debía ser la piel de una cierva, pues la cierva es un animal veloz. Pero, poco cambiar de opinión al decirme que los leones son más rápidos que las ciervas. Y realmente -dijo- cuando las persiguen, les dan caza." Los presentes convinieron en que el libio tenía razón.
        "¿Así que creéis -pregunté yo- que esa clase de dolencias cesan con determinados ensalmos o con remedios externos, a pesar de que la dolencia es interna?" Se echaron a reír ante mis palabras y era evidente que condenaban mi ignorancia, ya que desconocía la cosa más clara del mundo, algo sobre lo cual nadie que estuviera en sus cabales se atrevería a negar que ocurre así en realidad. Sin embargo, al médico Antígono pareció haberle complacido mi pregunta; y es que -me imagino yo- desde tiempo atrás se le debía de hacer caso omiso cuando pretendían tratar a Éucrates con medios científicos, exhortándole a abstenerse del vino, a llevar una dieta de verduras y a que rebajara su tensión arterial. Y Cleódemo, con una sonrisa, me preguntó: "¿Qué es lo que dices, Tiquiades? ¿Te parece increíble que con esos medios se consiga mejorar las enfermedades?" "A mí sí -contesté- a no ser que sea tan mocoso que llegue a creer que unos remedios externos, sin ninguna relación con los agentes internos que causan enfermedades, actúan por medio de palabras -como decís- , y hechicerías, y que, aplicándolas, devuelven la salud. Mas esto no es posible, por más que atarais dieciséis musarañas enteras a la piel del león de Nemea. Por de pronto, yo he visto cojear a un león muchas veces de dolor a pesar de tener toda su piel." "Eres un lego -repuso Dinómaco- y jamás te has tomado la molestia de aprender cómo la aplicación de estos remedios calma las dolencias. Me imagino que ni siquiera has recibido la más elemental lección sobre estas materias, como el modo de calmar las fiebres periódicas, los encantamientos producidos por reptiles, la curación de tumores y otras muchas prácticas que utilizan incluso las viejas. Y si ocurre todo eso, ¿cómo no vas a creer que se consiga lo otro con análogos medios?" "Tu conclusión es falsa, Dinómaco -dije yo-, quieres sacar un clavo con otro clavo. Porque ni siquiera es evidente lo que dices que se consigue con esos medios. Por tanto, si antes no me convences por medios racionales que es natural que ocurra así, y que la fiebre y la hinchazón se llenan de pavor ante un nombre divino o una frase pronunciada en una lengua extranjera y que por su causa huyen, todo cuanto dices continuará siendo un cuento de viejas".
        "Lo que a mi me parece -repuso Dinómaco- a juzgar por tus palabras, es que tampoco crees que haya dioses, si en verdad no aceptas que no pueden producirse curaciones por medio de los nombres sagrados." "No digas eso -exclamé yo- excelente amigo, pues nada se opone a que, aun habiendo dioses, todas esas historias sean falsas. Por lo que a mi respecta, rindo culto a los dioses, y veo curaciones realizadas por ellos y buenos servicios que han hecho a los enfermos, levantándose de su postración, gracias a los remedios y a la medicina. El mismo Asclepio, sin ir más lejos, y sus hijos curaban a los enfermos aplicando "benignos remedios" y no pieles de león ni musarañas.
        "Déjale -interrumpió Ión- que yo voy a contaros un milagro estupendo. Era yo todavía un muchacho de unos catorce años, más o menos, cuando vino alguien a comunicar a mi padre que Midas, un esclavo fuerte por demás y muy laborioso, que trabajaba en la viña, había sido mordido por una víbora hacia las once de la mañana y que yacía con la pierna completamente infectada. Por lo visto, mientras se encontraba atando los sarmientos y lisándolos con los rodrigones, sin que lo viera, el bicho se le acercó y le mordió en el dedo gordo, consiguiendo, después, meterse en su madriguera mientras el pobre gemía muerto de dolor. Tal era la noticia que nos trajo; y luego encontramos a Midas que era conducido en una litera por sus compañeros de esclavitud. Estaba todo él hinchado, pálido; apestaba, y tenía, al parecer, una respiración muy débil. Ante la pena que experimentaba mi padre, le dijo uno de sus amigos: "No temas; voy traerle al instante a un babilonio de Caldea -como los llaman- que curará a este hombre. En fin, para no entretenerme en detalles, llegó el babilonio y restableció a Midas, extrayendo el veneno que tenía en el cuerpo con un ensalmo; además, de su pie colgó un trozo de piedra que arrancó de la estela de una muchacha virgen. Y aunque eso no sea muy extraordinario, el caso es que Midas tomó en sus brazos la litera en que era conducido, y regresó al campo por su propio pie. Tan gran efecto produjeron el ensalmo y aquella piedra arrancada de la estela.
        Y cuando hizo otros milagros, a decir verdad. Fuese al campo muy de mañana, pronunció siete palabras mágicas de un viejo libro, purificó con azufre y una antorcha todo el lugar, dando tres vueltas a su alrededor y echó de allí a todos los reptiles que había en el confín. Acudieron, como arrastradas como por ensalmo, muchas serpientes, víboras, áspides, culebras cornudas, dardos y bufones; sólo quedó una vieja serpiente, que, me imagino yo, no tuvo fuerzas para salir debido a su vejez, o que no oyó la orden. El mago, empero, insistía en que todavía no estaban todas, y por ello escogió como embajadora a la más joven de las serpientes y la envió al reptil, y, al poco tiempo, hizo su aparición también aquél. Y cuando estuvieron todas reunidas, el babilonio sopló sobre ellas y al instante quedaron abrasadas por la acción del soplo, con gran pasmo por nuestra parte."
        "Y dime -repuse yo-, Ión, ¿esa joven serpiente embajadora conducía a la -como tú dices- anciana de la mano o bien se apoyaba en algún bastón?" "Tú te burlas -repuso Cleódono-, pero mira, yo era, tiempo atrás, todavía más incrédulo que tú en estas cosas -porque yo opinaba que ninguna razón había para creer que todo eso sucediera de verdad-; mas cuando vi volar a aquel bárbaro -era, según decía, del país de los Hiperbóreos- al punto creí y me sentí vencido a pesar de mi larga oposición. ¿Presenciaste tú esa escena -inquirí yo-, el vuelo del hombre hiperbóreo o su caminar por las aguas?" "Ya lo creo -contestó- y calzaba un fuerte calzado, como el que ellos suelen llevar. Y aun todo eso es de poca monta; porque, ¿qué decir de la exhibición que hizo, enviando hechizos amorosos, evocando espíritus, llamando a los muertos de la víspera y provocando incluso, inequívocamente, la epifanía de la misma Hécate y haciendo bajar del cielo a la Luna? Y, a propósito, voy a contaros los milagros que le vi hacer en casa de Glaucias, el hijo de Alexicleo. Glaucias acababa de entrar en posesión de la herencia de su difunto padre, cuando se enamoró de Crisis, la hija de Demeas. Me había tomado a mí por maestro de filosofía, y si aquel maldito amor no lo hubiese robado todo el tiempo, a estas horas habría aprendido toda la ciencia de Peripato, puesto que a los dieciocho años practicaba el análisis, y había asimilado de cabo a rabo todas las lecciones de física. Desesperando, al fin, de conseguir su amor, me revela todo su problema. Yo, como es lógico, tratándose de su maestro, conduzco a su presencia al famoso hiperbóreo, mediante el pago inmediato de cuatro minas -pues había que adelantar una cantidad- más otras dieciséis si obtenía el amor de Crisis. Esperó el mago el creciente de Luna -pues es entonces cuando tienen mayor eficacia estas ceremonias-, cavó un foso en el patio abierto de la casa hacia medianoche, y nos conjura, primero, a Alexicleo, padre de Glaucias, fallecido siete meses antes. Enfadose de primeras el viejo por aquel amor, y dio muestras de cólera, pero al final le permitió que siguiera adelante con su enamoramiento. Ordenó luego que saliera Hécate, acompañada del Cerbero, hizo bajar a la Luna, que además nos ofreció un espectáculo de metamorfosis y se nos apareció en formas varias: primero, en efecto, se nos mostró en figura de mujer, luego convirtiéndose en una hermosa vaca, por fin se mudó en perra. Finalmente el hiperbóreo modeló un amorcillo de barro y lo ordenó: "Vete y trae a Crisis". Y la figurilla echó a volar y al cabo de un rato hizo aquélla su aparición, llamó a la puerta, entró, abrazó a Glaucias como si estuviera locamente enamorada y estuvo con él hasta que oímos el canto del gallo. Entonces la Luna ascendió al cielo, Hécate se hundió en la tierra y las otras apariciones se esfumaron y nosotros despedimos a Crisis cuando ya casi era de día. Si hubieras presenciado todo esto, Tiquiades, ya no serías tan incrédulo respecto a los múltiples beneficios de los ensalmos."
        "Tienes razón -repuse-, sí, lo creería de haberlo visto, pero, por el momento, debéis disculparme, opino yo, si no consigo ver con tanta claridad lo que vosotros. Pero el caso es que yo conozco a la tal Crisis de que habláis, y es una mujer fácil y amiga de hacer favores, y no acierto a ver cómo ibais a tener necesidad, para atraérosla, de un alcahuete de barro y de un mago llegado del Hiperbóreo y de la mismísima Luna, cuando por veinte miserables dracmas se la puede mandar incluso al país de los Hiperbóreos. Esa mujer, ante ese ensalmo, se deja hechizar fácilmente, y le ocurre al revés que a los fantasmas: éstos sólo de oír ruido de bronce o de hierro huyen -vosotros mismos lo sostenéis-, mientras que ella, tan pronto suena un poco de dinero, al punto acude al lugar de donde el ruido procede. Por otra parte, mucho me extraña la conducta de ese mago: pudiendo hacerse amar de las mujeres más ricas y recibir de sus manos puñados de talentos, todo lo más, por cuatro minas, convierte, el muy sórdido, a Glaucias en un hombre atractivo."
        "Esta incredulidad absoluta -interrumpió Ión- es absurda. En cuanto a mí me gustaría preguntarme qué opinas de los que libertan a los posesos de sus temores con ensalmos evidentísimos, y hacen huir las apariciones. No es necesario que yo, personalmente, lo confirme: todos vosotros conocéis a aquel sirio de Palestina, tan hábil en esos menesteres, y sabéis que a muchos que caían al suelo al salir la luna, con la mirada desviada y la boca llena de espuma, conseguía enderezarlos y en poco tiempo, a cambio de fuertes honorarios, los enviaba a su casa respectiva libres ya de su mal. Y, en efecto, colocado junto a esos individuos, que yacen tendidos en el suelo, pregunta desde dónde han penetrado en su cuerpo; el enfermo calla, pero el espíritu contesta, en griego o en bárbaro, según su lugar de origen, cómo y desde dónde ha penetrado en el cuerpo del enfermo. Entonces él por medio de juramentos -y, si no es obedecido, con amenazas- expulsas al espíritu. Yo mismo vi a uno salir, negro él y echando humo".
        "No es mucho -repuse- que tú veas esta clase de espectáculos, Ión, si se te aparecen incluso las mismas Ideas que vuestro padre Platón os enseña, visión un tanto oscura para quienes, como nosotros, somos algo miopes."

        "¿Por ventura -interrumpió Éucrates- sólo Ión ha visto esta clase de escenas, y no hay otros muchos que han topado con espíritus, ya de día, ya de noche? Por lo que a mí se refiere, no una, sino infinidad de veces he visto escenas como ésa. Al principio me asustaba, pero luego, con la costumbre, ya no creía hallarme ante nada raro, sobre todo desde que aquel árabe me regaló una sortija hecha de hierro de cruces y me enseñó el ensalmo de los mil nombres; eso, a no ser que tú desconfíes también de mis palabras, Tiquiades." "Y ¿cómo voy a negar crédito a Éucrates -contesté-, al hijo de Dinón, un hombre tan sabio, cuando libremente y con toda su autoridad nos expone, en su propia casa, sus ideas?
        "En cuanto al caso de la estatua -prosiguió Éucrates- y a la cantidad de veces que, por la noche, se ha aparecido a todos los de la casa -niños, muchachos, viejos-, no sólo de mis labios podrías escucharlo, sino de los de todos nuestros vecinos." "¿Qué estatua?", pregunté yo. "¿No has visto -repuso- al entrar una hermosa estatua que se yergue en el patio, obra del escultor Demetrio?" "¿Te refieres -dije- a la que lanza el disco y que está inclinada como si fuera a disparar, con una pierna vuelta hacia el brazo que sostiene el disco y la otra ligeramente doblada, como dispuesto a incorporarse al lanzar el disco?".
        "No -contestó él-, no es ésa; la que tú dices es el Discóbolo, una obra de Mirón. Tampoco me refiero a la que está a su lado y que lleva la cabeza ceñida con una diadema, a aquella estatua tan bella -pues es obra de Policleto-. No, deja también las que se hallan entrando a mano derecha, entre las cuales está la magnífica creación de Cricias y Nesiotes, los Tiranicidas. Quizás has visto, junto a la pequeña cascada, una estatua que representan a un hombre ventrudo, calvo, con los hombros medio desnudos y algunos pelos de la barba al viento, las venas hinchadas y que tiene la altura de un hombre normal: a éste me refiero, que representa, parece, el general corintio Pélico."
        "Si, por Zeus -repuse yo- vi una a la derecha de Cronos, con diademas y coronas secas y con el pecho lleno de pétalos dorados incrustados." "Fui yo -dijo Éucrates- quien la hizo dorar cuando me curó de una fiebre cuartana que me mataba."
        "¿Acaso -pregúntele- era también médico ese benemérito Pélico?" "Lo es, y no te burles -repuso Éucrates- o en breve irá en tu busca; que me sé yo muy bien el poder que tiene esa estatua de la que tú te estás burlando. ¿O es que no crees que la misma persona puede enviar fiebres a quien quiere, si posee verdaderamente la facultad de echarla?"
        "Que nos sea propicia -exclamé yo- y benévola esta estatua de hombre tan hombruna. Y decidme, ¿qué otra cosa le habéis visto hacer los que habitáis esta casa?"
        "Pues, tan pronto llega la noche -repuso él- baja del pedestal donde descansa, y ronda toda la casa; todos han topado con ella. A veces incluso van cantando. Pero a nadie ha hecho mal alguno, pues basta sólo con desviarse y entonces pasa de lado sin molestar a quienes la han visto. Además no es infrecuente que se pase la noche bañándose y jugando: se puede incluso oír el rumor del agua."
        "Cuidando -dije yo- que a lo mejor la estatua no representa a Pélico, sino al cretense Talos, el hijo de Minos; pues éste era también un hombre de bronce que daba vueltas alrededor de Creta. Y, a no ser de bronce, Éucrates, sino de madera, nada se opondría a que fuera, no una obra de Demetrio, sino una creación del propio Dédalo, pues que también, según tú dices, abandona su pedestal."
        "Cuidado, Tiquiades -dijo él-, no vayas luego a tener que arrepentirte de esas burlas. Que yo sé lo que le pasó al que le robaba los óbolos que le ofrecemos cada luna nueva."
        "Terrible cosa sería -exclamó Ión- tratándose de un ladrón sacrílego. ¿Cómo se vengó la estatua, Éucrates?, que ardo en deseos de oírlo, por más que Tiquiades vaya a ponerlo en tela de juicio."
        "Muchos óbolos -comenzó él- había a sus plantas, así como otras monedas de plata, pegadas con cera a sus muslos, y pétalos de plata, exvotos u ofrendas en acción de gracias por la curación de quienes, enfermos de la fiebre, habían sanado de ella por su intercesión. Teníamos nosotros un maldito esclavo libio que cuidaba de los caballos. Pues bien, ese individuo intentó, de noche, hurtar todas aquellas monedas, y las robó de hecho, cuando vio que la estatua había abandonado el pedestal. Al regresar Pélico y darse cuenta de cómo se vengó del hurto cometido por el libio. Durante toda la noche estuvo el desgraciado dando vueltas por el patio sin poder salir, como si hubiese caído en un laberinto hasta que, al venir el día, fue sorprendido con el fruto de su robo en las manos. Entonces, cogido in fraganti, recibió no pocos azotes. Pasó algún tiempo, al término del cual tuvo una infausta muerte, ya que, según él decía, cada noche era flagelado de tal modo que a la mañana siguiente aparecían cardenales en todo el cuerpo. Ante esto, Tiquiades, puedes continuar burlándote de Pélico y creer que yo, como el compañero de Minos, no estoy en mis cabales."
        "Mira, Éucrates -repuse yo-, mientras el bronce sea bronce y esta obra sea obra de Demetrio de Alópece -un escultor no de dioses, sino de hombres- jamás temeré nada de la estatua de Pélico, que ni siquiera en vida conseguía atemorizarme con sus amenazas."
        Tras esto, el médico Antígono dijo: "Yo tengo también una estatua de bronce de Hipócrates, de un codo de altura, y que sólo cuando se apaga el candil da vueltas por toda la casa, haciendo ruido, vertiendo mis frascos y derramando los medicamentos y haciendo girar la puerta, sobre todo cuando retrasamos el sacrificio que cada año se le dedica." "¿Es que -repuse yo- también el médico Hipócrates exige sacrificios y se enfada si no se le ofrecen en el momento oportuno con ritos solemnes, cuando debería contentarse con que alguien le dedicara algo, como una libación de agua y leche o una corona para la cabeza?"
        "Pues escucha -dijo Éucrates- lo que yo vi ante testigos hace cinco años. Era la época de la vendimia y yo, al mediodía, dejé a los vendimiadores en el campo y me encaminé solo hacia el bosque, entre meditaciones y reflexiones. Cuando estuve en la espesura se oyeron unos ladridos, y yo me imaginé que mi hijo Masón, según su costumbre, jugaba y cazaba con su jauría acompañado de sus amigos. Pero no era eso, no, sino que al poco rato, se produjo un temblor de tierra, se escuchó un fragor como producido por un rayo, y veo que se me acerca una mujer horrible, de casi medio estadio de estatura. Con la mano izquierda sostenía una antorcha y con la derecha una espada de veinte codos. Su parte inferior tenía forma de serpiente, y por arriba parecía una Gorgona -me refiero a su rostro y a lo espeluznante de su mirada- y, a guisa de cabellera, una serpientes le caían sobre el cuello y algunas, con sus espiras, se le arrollaban en los hombros. ¿No veis amigos míos -prosiguió- cómo me he estremecido sólo de contarlo?" Y Éucrates, en medio de su relato, nos mostró cómo los pelos de su brazo se le habían erizado de terror.
        Boquiabiertos lo contemplaban Ión, Dinómaco y Cleódemo -pese a ser ancianos-, y como tirados por la nariz estaban postrados en silencio ante tan increíble coloso, esa mujer de medio estadio, un Coco gigantesco. Y yo iba pensando para mis adentros que aquellos hombres eran en sabiduría como unos niños, y que muchos los admiraban, cuando en verdad sólo en las canas y la barba se distinguían de los niños, mientras que en lo demás eran incluso más fácilmente sugestionables por las mentiras.
        Dinómaco preguntó: "Y, dime, Éucrates, ¿cómo eran de grandes los perros de la diosa?" "Mayores -contestó- que los elefantes de la India, negros también, y velludos, con un pelo sucio y polvoriento. Yo, al verlos, me detuve e hice girar la sortija que el árabe me había regalado. Entonces Hécate golpeó el suelo con su pata de reptil y abrió un enorme agujero, grande como el Tártaro; luego saltó dentro de él y desapareció. Yo me llené de valor y miré, colgándome antes de un árbol que allí cerca crecía para no marearme y caer en él: entonces pude ver todo cuanto hay en el Hades, el Piriflegetonte, la Laguna, el Cerbero, los muertos, y hasta reconocí a algunos de ellos. Al menos alcancé a ver suficientemente bien a mi padre que aún iba envuelto en el sudario con que lo habíamos enterrado." "Y ¿qué hacían, Éucrates, las almas?", preguntó Ión. "Y ¿qué otra cosa -contestó- sino pasar el tiempo con sus amigos parientes, tumbados en los campos de asfódelo, agrupados en tribus y fratrías?" "Pues -exclamó Ión- ¡que vayan ahora contradiciendo los epicúreos al divino Platón y a su teoría sobre las almas! Mas dime, ¿no viste entre los muertos a Sócrates y a Platón?" "A Sócrates sí -contestó-, pero no muy bien, aunque me lo supuse porque era calvo y ventrudo. A Platón en cambio no llegué a reconocerle, hay que ser franco con los amigos, creo yo. Pues bien, lo había ya visto todo perfectamente, cuando empezó a cerrarse el agujero; algunos compañeros míos que venían en mi busca -Pirras estaba entre ellos- llegaron juntos a mi cuando aún no estaba del todo cerrado. Di, Pirrias, di si digo la verdad." "Por Zeus -exclamó Pirrias- ya lo creo, incluso oí ladridos a través del agujero y me dio la impresión que se veía algo de fuego de la antorcha." Y yo me eché a reír al ver al testigo dando la medida de las proporciones del ladrido y del fuego.
        "No es una novedad -dijo Cleódemo- ni cosa que otros no hayan visto lo que tú viste. Yo mismo, no hace mucho, caí enfermo y tuvo la siguiente visión: me visitaba y trataba Antígono. Pues bien, a los siete días de fiebre, parecía que iba a aumentar la calentura. Todos me dejasteis solo, cerrasteis las puertas y esperabais fuera -así lo había dispuesto Antígono- por ver si de este modo podía conciliar el sueño. En aquel instante desperté y se me apareció un joven muy bello, vestido con un manto blanco; me hizo levantar y a través de una abertura me condujo al Hades: al punto lo reconocí, al ver a Tántalo, a Ticio y Sísifo. Por lo demás, ¿qué voy a deciros? Mas he aquí que, cuando estuve delante del tribunal -se hallaban allí también Eaco, Caronte, las Moiras, las Erinias- uno que parecía el rey -era Plutón, creo- estaba sentado e iba leyendo el nombre de quienes iban a morir porque ya su vida se había prolongado más de la cuenta. Condújome el joven a su presencia, mas Plutón se puso furioso y dijo a quien me conducía: "Todavía no se le ha agotado el hilo, así que ¡fuera! A quien tienes que traerme es al herrero Demilo, que ya está viviendo más de la cuenta." Gustoso escapé de allí, y, ya sin fiebre, comuniqué a todos que Demilo iba a morir. Vivía él cerca de nuestra casa y también tenía no sé qué enfermedad, según nos contaron. Y, al poco rato, oímos ya los lamentos de los que lloraban." "¿Qué tiene de raro eso? -exclamó Antígono-. Yo conozco a uno que resucitó veinte días después de haber sido enterrado; yo le traté antes de morir y después de su resurrección." "Y ¿cómo no apestaba después de veinte días? -inquirí-. ¿Cómo no murió de hambre, a no ser que tu enfermo fuese un Epiminedes? (***dormido durante cincuenta y siete años).
        Mientras estábamos nosotros enfrascados en esta charla entraron los hijos de Éucrates, que regresaban de la palestra. Era uno de ellos ya efebo; el otro tendría unos quince años. Después de saludar sentáronse en el lecho junto a su padre. A mi me trajeron un sillín. Entonces Éucrates, que al ver a sus hijos debió acordarse de algo, dijo: "Así pueda gozar yo de su compañía -y púsoles la mano sobre la cabeza- como lo que voy a contarte es la pura verdad. Todos sabéis cuánto amaba yo a mi difunta esposa, la madre de éstos, y cómo lo evidencié no sólo con mi comportamiento con ella en vida, sino, además, porque al morir ella, incineré junto con su cadáver todas las prendas de vestir que más le gustaban. Siete días después de su muerte estaba yo aquí, echado en esta misma cama como ahora, procurando mitigar mi dolor. Leía en silencio el libro de Platón sobre el Alma, cuando, he aquí que, de pronto, la mismísima Demaneta en persona penetra en la alcoba y se sienta junto a mí como lo está ahora Eucrátidas", y señaló a su hijo menor. Estremeciose éste al punto, cosa natural en un niño -si bien ya antes había palidecido oyendo la historia-. "Yo -continuó Éucrates-, al verla, lancé un gemido y la abracé llorando; mas ella no me permitió que continuara lamentándome, antes me dirigió un reproche porque, si bien le había ofrecido todo su ajuar, no había incinerado con ella una de sus sandalias de oro que se había caído y estaba -me dijo- debajo del arca, y por eso nosotros, al no hallarla, quemamos sólo una. Estaba todavía hablando cuando un maldito cachorro, Meliteo, que se había tumbado debajo de la cama, se echó a ladrar y ella, al oír los ladridos, esfumose. En efecto encontramos la sandalia bajo el arcón y después la quemamos. ¿Todavía, Tiquiades, te muestras escéptico ante estas visiones tan claras y que se aparecen todos los días?" "Por Zeus -dije yo- en verdad que merecían ser azotados en las nalgas con una sandalia de oro, como los niños, los que se muestran escépticos y, ante la pura verdad, se comportan con tanta desvergüenza."
        En esto entró en la casa el pitagórico Arignoto, el de la cabellera larga y el aspecto solemne. Ya sabes a quién me refiero, a aquel que goza de tanta fama por su sabiduría y que lleva por sobrenombre "el santo". Yo, al verle, suspiré, pues me imaginaba que su llegada sería una especie de hacha que cortaría todas aquellas historietas. Les cerrará la boca -me decía yo- esta sabio varón a todos los que cuentan tales milagros. Y, la verdad, yo creía de veras, que, como dice el proverbio, había salido a escena un dios salvador enviado por la Suerte.
        Hízole sitio Cleódemo, preguntó cómo marchaba la dolencia y, cuando hubo oído de labios del propio Éucrates que estaba ya mejor, preguntó: "¿De qué estabais charlando?, porque al llegar os oí hablar y me pareció que la conversación era interesante."
        "¿De qué otra cosa crees que tratábamos -dijo Éucrates- sino intentar convencer -y me señaló con el dedo- a este hombre tan escéptico de que hay espíritus y fantasmas y de que las almas de los difuntos recorren la tierra y se aparecen a quienes quieren?" Me sonrojé y bajé los ojos avergonzado ante Arígnoto. "¡Cuidado, Éucrates! -repuso él-. No sea que Tiquiades quiera decir que solamente vuelven las almas de aquellos que han tenido una muerte violenta, como, por ejemplo, el que se ha ahorcado, o aquel a quien le han cortado la cabeza, o ha sido crucificado, o bien ha abandonado la vida de un modo parecido, pero no los que han fallecido de muerte natural. Pues si es esto lo que él quiere decir, no dice cosas del todo censurables."
        "No dice esto, por Zeus -interrumpió Dinómaco- sino que nada de todo eso es verdad y no cree que nadie haya presenciado cosas semejantes."
        "¿Qué dice? -exclamó Arígnoto, dirigiéndome una mirada furiosa-. ¿No crees que nada de eso sea verdad a pesar de que lo ve, por así decirlo, todo el mundo?" "La justificación -dije yo- de mi escepticismo es que yo soy el único que no lo veo, porque, de verlo, sin duda lo creería como hacéis vosotros."
        "Pues bien -dijo él-, si va algún día a Corinto, pregunta dónde está la casa de Eubátides, y, cuando te la hayan mostrado -está junto al Creanión- aproxímate a ella y di al portero Tibio que quisieras ver de dónde echó el pitagórico Arígnoto aquel espíritu cavando una zanja y cómo consiguió que, en el futuro, la casa pudiera habitarse."
        "¿Qué es lo que ocurrió, Arígnoto?", preguntó Éucrates. "Desde hacía mucho tiempo -empezó aquél- estaba deshabitada debido al miedo, y si alguien llegaba a habitarla, al punto huía de ella, asustado por un fantasma horrible y aterrador. Empezaba ya a derrumbarse y el techo se había venido al suelo; en suma, que nadie tenía siquiera el valor de pasar por delante de ella. Al oírlo, yo tomé mis libros -tengo muchos egipcios sobre estas materias-, me dirigí a la casa en el momento del primer sueño, pese a que mi anfitrión querían disuadirme y casi me tiraba de la túnica al entrar yo a mi -creía él- segura perdición. Tomé una linterna y me dirigí allí solo; dejo la luz en la habitación más espaciosa de la casa y me pongo a leer tranquilamente sentado en el suelo. Se presenta entonces el espíritu -creyendo sin duda que acababa de entrar un pobre lego y esperando asustarme a mí también-; estaba sucio todo él, llevaba una larga caballera y era más negro que la oscuridad. Posose sobre mi cabeza, y, dirigiendo la mirada a todas partes, intentaba cogerme por alguna parte, al tiempo que se metamorfoseaba ora en perro, ora en toro o en león. Pero yo, pronunciado en egipcio la fórmula más terrible, conseguí reducirle, con mis ensalmos, en un rincón de la oscura sala. Visto dónde había ido a refugiarse, me puse a descansar. Por la mañana, cuando todos desesperaban ya, y creían hallarme muerto como a los anteriores, me presenté ante Eubátides sin que nadie lo esperara, y le doy la buena noticia de que ya tiene la casa purificada y que, en adelante, podrá habitarla sin temor a nadie. Así pues, lo tomo conmigo, a él y a otros muchos -pues le seguían muchos para presenciar el portento-, los conduzco al lugar donde había visto desaparecer el espíritu y les pido que tomen picos y azadones para cavar. Y cuando lo hubieron hecho, se halló, a la profundidad de una braza, un cadáver, todo huesos. Lo sacamos y lo enterramos; y desde entonces la casa dejó de ser molestada por apariciones."
        Cuando hubo contado esa historia Arígnoto -una persona admirable por su sabiduría y que daba la impresión de gozar del respeto de todos- no hubo ya nadie, entre los presentes, que no condenara mi gran ignorancia por no creer en todo eso a pesar de ser Arígnoto quien lo contaba. Yo, no obstante, sin arredrarme ante su cabellera y su prestigio, le digo:
        "¿Qué es eso, Arígnoto? Tú, la única esperanza de la verdad, ¿también estás lleno de visiones y de humo? El tesoro se ha convertido en carbón, como dice el refrán."
        "Pero -inquirió Arígnoto- si no me crees ni a mí ni a Cleódemo ni al mismo Éucrates, dime, ¿a quién que sostenga puntos de vista opuestos a los nuestros consideras tú más digno de crédito en estas cuestiones?"
        "¡Por Zeus! -repuse yo-. A un hombre admirable de veras, al célebre Demócrito de Abdera, el cual estaba tan convencido de que nada de eso es verdad, que se encerró en una tumba en las afueras de la ciudad y allí se dedicó a escribir y a pensar día y noche. Algunos mozos se habían propuesto molestarle y asustarle, y, para tal efecto, se disfrazaron, de un modo muy fúnebre, con una túnica negra y unas caretas que imitaban calaveras y se pusieron a bailar a su alrededor, dando brincos y danzando. Pero él no sintió temor alguno ante ese disfraz, y ni siquiera les dirigió la mirada, sino que sin dejar de escribir les dijo: "Basta ya de bromas." Tan firme era su convicción de que las almas nada son, una vez separadas del cuerpo."
        "Con tus palabras -replicó Éucrates- no haces sino afirmar que Demócrito era un impío, si realmente pensaba así."
        "Yo voy ahora a contaros otro caso que me ocurrió a mí, no oído de labios de una tercera persona. Quizá, Tiquiades, al oírlo te dejaría ganar por la verdad. Cuando, en mi infancia, residía yo en Egipto (enviado allí por mi padre para completar mi formación) fui en barco hasta Copto y desde allí me dirigí al templo de Memnón, y entonces entré en deseos de oír aquel prodigio acústico que tiene lugar al levantarse el sol. Y llegué a oírlo de veras; no era un sonido confuso, como el que escucha el vulgo, no: el propio Memnón abrió la boca y me dio su oráculo en siete versos, oráculo que, de no ser ocioso, os iba a recitar ahora. Diose el caso que hacía la travesía con nosotros un sacerdotes de Menfis, admirable por su saber y que conocía perfectamente la cultura europea. Decíase de él que había vivido veintitrés años en una cámara subterránea recibiendo de Isis los secretos de la magia."
        "Te refieres a Pancrates -interrumpió Arígnoto-, mi maestro, un santo varón, de cabeza rapada, vestido con una túnica de lino, inteligente, que hablaba un griego no muy puro, de elevada estatura, chato, de labios gruesos y de piernas algo flacuchas."
        "El mismo Pancrates -asintió aquél-. Al principio ignoraba yo quién era; más cuando, cada vez que echábamos anclas, le vi realizar infinidad de prodigios (montar sobre los cocodrilos, nadar incluso al lado de esas fieras que, temerosas y obedientes, le saludaban moviendo la cola), entonces caí en la cuenta de que era algún santo varón; nos fuimos tratando poco a poco, hasta que, insensiblemente, me convertí en amigo suyo tan íntimo que incluso llegó a revelarme todos sus secretos. Finalmente me convence de que deje en Menfis a todos mis esclavos y de que le acompañe solo, pues no nos iba a faltar quien nos asistiera. Y, a partir de entonces, he aquí la vida que llevamos:
        "Cada vez que llegábamos a una posada, cogía aquel varón la tranca de la puerta, la escoba o el mango del mortero, los cubría con trapos (recitando previamente un ensalmo) y los hacía andar, y todo el mundo creía que se trataba de auténticas personas. Alejábase el objeto en cuestión, y regresaba con agua y manjares, nos servía y asistía religiosamente en todos los menesteres. Cuando estábamos ya satisfechos de sus servicios, recitaba otro ensalmo y nuevamente se convertía la escoba en escoba y el mango de mortero en mango de mortero. Yo, pese a poner todo mi interés en ello, no conseguí que me enseñara a hacerlo, pues él se mostraba receloso, aunque en los demás era muy abierto y franco. Mas he aquí que en cierta ocasión pude oír el ensalmo sin que él lo advirtiera (para ello me había ocultado en la oscuridad). Se trataba de una palabra de tres sílabas. Marchose, pues, al mercado tras ordenar al mango de mortero todo cuanto tenía que hacer.
        "Al día siguiente, mientras se encontraba en el mercado para resolver unos asuntos, yo tomo el mango, lo visto de la misma manera y le ordeno que me traiga agua, no sin antes pronunciar aquellas tres sílabas. Toma él ánfora y me la trae, y entonces digo: "Basta, no acarrees más agua, sé de nuevo un mango de mortero." Pero no quería obedecer mis palabras, antes al contrario me fue trayendo agua hasta que, a fuerza de acarreos, me inundó toda la casa. En aquel trance yo, sin saber qué hacer (y como temía que Pancrates, a su llegada, se enfadara conmigo, cosa que efectivamente sucedió), tomo un hacha y parto el mango de mortero en dos mitades tomó un ánfora y me traía agua, así que en vez de un aguador, tuve dos. En eso se presenta Pancrates y, comprendiendo lo ocurrido, los convirtió de nuevo en maderos, como eran antes del ensalmo, mientras él, sin que yo lo advirtiera, me dejó esfumándose no sé dónde."
        "¿Y sabes todavía -preguntó Dinómaco- convertir morteros en hombres?"
        "Si, por Zeus -contestó el otro-, pero sólo a medias, pues no sé volverlos a su estado primitivo una vez que se han convertido en hombres y la casa se nos inundaría a fuerza de agua."
        "¿No acabaréis nunca -exclamé yo- de contar tantas simplezas a vuestra edad? Por lo menos aplazad para otra ocasión (por respeto a estos muchachos) todas esas horripilantes y extrañas historias, no vayan a quedar, sin apercibirse, sugestionados por cuentos de miedo y extrañas historias. Porque conviene evitarlo y no acostumbrarles a escuchar unos cuentos que, al quedarles impresos en la mente, durante toda su vida les causarán molestias y los convertirán en personas que a cualquier ruido palidecerán, porque les habréis metido la superstición en el cuerpo."
        "Has hecho muy bien en hablar de superstición -dijo Éucrates- porque ¿qué opinas tú, Tiquiades, de todo eso, quiero decir de los oráculos, las predicciones o lo que, entre gritos inarticulados, pregonan algunos posesos, o las voces que se oyen salir del fondo de un santuario, o las vírgenes que, hablando en verso, profetizan el futuro? Sin duda serás también escéptico respecto a esa clase de fenómenos. Que tengo yo un anillo sagrado con un sello que lleva grabada la imagen de Apolo Pítico y que este Apolo me dirige la palabra no voy a decírtelo, por no dar la impresión de que quiero presumir en tu presencia; pero sí quiero en cambio contarte lo que oí en Malo, en el Santuario de Anfíloco (el héreo en pleno día me dirigió la palabra y me dio sus consejos) y lo que vi con mis propios ojos, y, a renglón seguido, lo que vi en Pérgamo y oí en Pátara: a mi regreso de Egipto hacia mi casa, me enteré de que el citado oráculo de Malo era el más renombrado y veraz, y que daba claras respuestas a la consultas, contestando a aquellas que eran presentadas por escrito al profeta en la secretaría. Considerando, pues, que era aquélla una magnífica ocasión para hacer una prueba (aprovechando la coyuntura de mi travesía) de aquel oráculo y para evacuar una consulta al dios sobre el porvenir, parecióme bien detenerme a consultar el oráculo."
        Estaba todavía hablando Éucrates, y yo, viendo que el asunto iba para largo y que iniciaba aquél el tema, no pequeño, de la farsa de los oráculos y creyendo además que no debía dar la impresión de que yo era el único que polemizaba con todos ellos, los dejé cuando estaba aún en la travesía de Egipto a Malo. Como por otra parte me daba cuenta que iba a serles molesta mi presencia ya que sería como el debelador de las mentiras. "Yo me voy -les dije- a buscar a Leóntico, pues tengo necesidad de tratar con él de un asunto. En cuanto a vosotros, como considero que no os bastan los temas humanos, llamad a los mismos dioses para que os ayuden en vuestras cavilaciones mitológicas." Y, al tiempo que hablaba, iba saliendo. Ellos, al recobrar tan gustosamente su libertad, prosiguieron, como es lógico, su banquete hartándose de mentiras.
        Y aquí me tienes, Filocles, tras haber escuchado esta sarta de mentiras, como si, por Zeus, hubiera tomado vino dulce y, lleno el vientre de aire, necesitara vomitivos.
        Y en verdad que muy gustosamente compraría al precio que fuese una droga amnésica de las que he oído hablar; no vaya a ocurrir que el recuerdo de esas mentiras se instale en mi mente y me cause molestias. Porque, lo que es ahora, me parece no ver más que milagros, espíritus y Hécates.
        Filocles.- También a mí, Tiquiades, me ha causado el mismo efecto tu historia. Y por cierto que, según cuentan, se ven atacados de la rabia y temen el agua no sólo los que han sido mordidos por perros rabiosos, sino que si la persona mordida muerde a otra, la mordedura causa el mismo efecto y teme lo mismo que el perro. Y así, parece que tú has sido mordido por muchas mentiras en casa de Éucrates y que me has transmitido a mí la mordedura. Hasta tal punto me has llenado el alma de visiones de espíritus.
        Tiquiades.- Valor, amigo mío, que, como contraveneno de esos males, tenemos la verdad, la recta razón en todo, gracias a la cual no hay peligro de que nos causen molestias esas vanas y absurdas invenciones.


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