Cuando el rey Gaspar, venido de Oriente (la India), se arrodilló ante el niño Jesús para ofrendarle con mirra ante una cueva en Belén donde sus padres lo habían alumbrado, estaba evocando toda una serie de imágenes pasadas y futuras, hablando en un lenguaje figurado.
La mirra era una especia (una resina) utilizada para embalsamar y preservar a los muertos. Tendiéndole este perfume, Gaspar anunciaba la muerte de Jesús pero también su resurrección, su victoria ante la muerte,
Pero también evocaba imágenes pasadas.
La cueva donde Jesús nació, sobre la que se edificó la primera iglesia -y que acogía a la primera iglesia que era Jesús cuando afirmaba que era la piedra de ángulo de la comunidad edificada que se alzaría- había sido un santuario dedicado a Tammuz.
Se trataba del nombre fenicio de una divinidad sumeria: Dumuzi.
Hija de Enki, el dios de la arquitectura, Dumuzi era un dios de la vegetación. Pastor y agricultor, las fuentes y los ciclos de la vida estaban en sus manos. Sedujo a Inanna, la diosa del deseo constructivo y generador así como de la necesaria destrucción que precede a toda nueva edificación, pero no pudo compartir mucho tiempo con la diosa. pero los gallû, los demonios del inframundo que Enki controlaba, lo raptaron y se lo llevaron preso al mundo de los muertos. Se convirtió en el dios del inframundo, pero el desconsuelo de Inanna era tal -mi amado ha muerto, repetía incansablemente- que el dios del cielo accedió a que Dumuzi, llegada la primavera, ascendiera y estuviera con la diosa hasta el otoño cuando retornaba a las profundidades. Desde lo hondo y desde lo alto, Dumuzi regulaba el paso del tiempo. Era un dios con un especial encanto para las mujeres fértiles que le adoraban para obtener hijos y bienes.
Dumuzi era una divinidad oriental, adorada en todo el Próximo Oriente antiguo. Los colonias griegas instaladas en la costa jonia (hoy en Turquía) también sufrieron el hechizo de Dumuzi. Los griegos orientales le llamaban Adonis: un nombre semita que significa Señor. El propio Cristo recibiría esta denominación.
Adonis nació de un árbol partido. Éste había sido una mujer que fue castigada por haber cometido un horrendo acto: incesto con su padre. Pagó muy caro la vanagloria de su madre que se ufanaba de ser más hermosa que Afrodita. Como venganza, la diosa se cebó en lo que la reina más quería: su hija. Es así como la princesa, llamada Mirra, sintió de pronto deseos irreprimibles de seducir a su padre y unirse a él. Cada noche acudía al lecho real impidiendo que su padre encendiera una vela. Tras doce noches, el rey quiso ver el rostro de su amada que tuvo que huir perseguida por su padre colérico y horrorizado que blandía su espada. Mirra imploró a los dioses. Se compadecieron y la protegieron envolviéndola con la corteza de un árbol que brotó justo donde Mirra se hallaba. Tras diez meses -los dioses tienen una gestación más larga- la corteza se desgarró y alumbraría a Adonis.
No se cuentan las lágrimas que Afrodita vertió, lágrimas que al solidificarse se convertían en gotas de mirra, cuando Adonis, aún muy joven, falleció. Adonis no podía vivir más tiempo que una flor. Vivió apenas una estación. El inframundo le aguardaba.
Las lágrimas de Afrodita no cayeron en vano. La tierra regada volvería a la vida y Adonis resucitaría durante un tiempo para retornar hacia una cueva o las profundidades.
El presente del rey Gaspar simbolizaba bien la doble condición de Jesús, el nuevo Adonis: su naturaleza humana -su condición mortal- y el poder que disponía para vencer a la muerte y ascender con el nuevo sol.
miércoles, 6 de enero de 2016
martes, 5 de enero de 2016
Gaspar
Tres eran los Reyes Magos venidos de Oriente, Melchor, Gaspar y Baltasar, trayendo oro, mirra e incienso a los pies del mesías (el profeta), Jesús recién nacido.
Los evangelistas Lucas, Marco y Juan no los mencionan. Solo Mateo se refiere a ellos de pasada. No tienen nombre y no se sabe cuántos son.
Fueron tres o doce, viajaron solos o acompañados por un séquito de cinco mil personas como mínimo, según qué versiones. Eran anónimos o adquirieron un nombre a partir del siglo VI.
Melchor y Baltasar solo se vieron una vez con Jesús. No así Gaspar.
Treinta años más tarde, mientras Jesús predicaba y pedía a sus discípulos que partieran a los cuatro regiones del mundo para predicar la buena nueva, llegó a Arabia Abades, un emisario del rey de la India buscando un arquitecto capaz de proyectar y construir un palacio real que no se pareciera a ninguno. El encuentro fue fructífero: Jesús respondió afirmativamente al emisario. Conocía quien podía hacerse cargo del proyecto. Se trataba del apóstol Tomás, ducho en las artes de la carpintería y la construcción. Pese a las reticencias iniciales del apóstol, fue forzado a aceptar el encargo y partió a la India en barco.
Ante el proyecto que Tomás trazó sobre la tierra húmeda y las indicaciones sobre el proyecto y el sistema constructivo, el rey quedó tan deslumbrado que cubrió el apóstol de metales y piedras preciosos para que edificara el palacio.
Pasaron años.
El palacio no se levantaba.
El rey, cansado de esperar, acorraló a Tomás
El apóstol no había malversado las riquezas. Pero el palacio era invisible. Lo había erigido en el cielo y solo podía ser contemplado con los ojos del alma y habitado por los espíritus tras la muerte.
Ante la visión, el rey liberó a Tomás, preso tras las denuncias.
El rey estaba contento. Jesús no le había engañado enviándole a Tomás. Estaba en deuda con el rey Gundosforo.
Treinta años antes, el rey se había desplazado de Oriente hasta Belén: era el rey Gaspar.
Los evangelistas Lucas, Marco y Juan no los mencionan. Solo Mateo se refiere a ellos de pasada. No tienen nombre y no se sabe cuántos son.
Fueron tres o doce, viajaron solos o acompañados por un séquito de cinco mil personas como mínimo, según qué versiones. Eran anónimos o adquirieron un nombre a partir del siglo VI.
Melchor y Baltasar solo se vieron una vez con Jesús. No así Gaspar.
Treinta años más tarde, mientras Jesús predicaba y pedía a sus discípulos que partieran a los cuatro regiones del mundo para predicar la buena nueva, llegó a Arabia Abades, un emisario del rey de la India buscando un arquitecto capaz de proyectar y construir un palacio real que no se pareciera a ninguno. El encuentro fue fructífero: Jesús respondió afirmativamente al emisario. Conocía quien podía hacerse cargo del proyecto. Se trataba del apóstol Tomás, ducho en las artes de la carpintería y la construcción. Pese a las reticencias iniciales del apóstol, fue forzado a aceptar el encargo y partió a la India en barco.
Ante el proyecto que Tomás trazó sobre la tierra húmeda y las indicaciones sobre el proyecto y el sistema constructivo, el rey quedó tan deslumbrado que cubrió el apóstol de metales y piedras preciosos para que edificara el palacio.
Pasaron años.
El palacio no se levantaba.
El rey, cansado de esperar, acorraló a Tomás
El apóstol no había malversado las riquezas. Pero el palacio era invisible. Lo había erigido en el cielo y solo podía ser contemplado con los ojos del alma y habitado por los espíritus tras la muerte.
Ante la visión, el rey liberó a Tomás, preso tras las denuncias.
El rey estaba contento. Jesús no le había engañado enviándole a Tomás. Estaba en deuda con el rey Gundosforo.
Treinta años antes, el rey se había desplazado de Oriente hasta Belén: era el rey Gaspar.
domingo, 3 de enero de 2016
JEAN-LOUP FELICIOLI (1960) § ALAIN GAGNOL (1967): PHANTOM BOY (2015) (ANUNCIO)
No sé si esta película de animación se proyectará en España.
Sería una pena que no ocurriera.
ÉTIENNE DAHO 81986): PARIS SENS INTERDIT (PARÍS, DIRECCIÓN PROHIBIDA, 2015 -COMPUESTA EN 1986)
Véase la página web de esta compositor y cantante franco-argelino, de la "nueva canción francesa" junto con Biolay.
sábado, 2 de enero de 2016
Año nuevo
El año nuevo en Occidente empieza, al menos desde hace casi un milenio, en día de la circuncision de Cristo. De este modo, el renacer del mundo coincide con el establecimiento de las condiciones más favorables para dar vida. Se elimina el pliegue que recuerda un odre vacío, muerto (del que la vida se extrae y ya no necesita protección para proyectarse), el replegarse sobre si mismo, se invita a la apertura, al estableciendo de vías de contacto que actúan en favor de la vida.
Pero también se simboliza que la vida nueva que se inaugura no es eterna y que tendrá un corte cuando el sol descienda para siempre.
La circuncisión es la señal por la cual los circuncidados, unidos a la divinidad, se segregan de quienes no están en gracia de aquélla. Mas puesto que Cristo (el Uncido), que no solo es un humano sino que representa (en el sentido fuerte del término: es el papel que asume, sin marcar distinción alguna entre su condición humana y su representación humana, su adquirida y asumida condición humana) a todos los humanos, se somete a este sacrificio, toda la humanidad, representada por él, recibe la gracia, borrando la diferencia entre gentiles y agraciados. La luz -la nueva luz que el año nuevo anuncia y aporta- recae en cada ser humano.
La circuncision, por otra parte, acentúa, y recuerda, la condición humana de Cristo. De este modo, el año (el paso del tiempo, el ciclo temporal que se orienta hacia el futuro, mira hacia el futuro y no hacia el pasado, como el tiempo pasado, el tiempo de los antiguos, de los pagamos, que carecen de una luz ante ellos que les orienta) es plenamente humano, pero se trata de un año en el que Cristo vive, se encarna y comparte con los humanos, abriéndose a ellos. Se trata al mismo tiempo de su primer y doloroso sacrificio para remarcar su asunción de la condición humana marcada por la vida necesariamente breve. La circuncisión sella la entrada de la divinidad en el mundo humano al tiempo que lo ilumina. Señala que la condición humana es necesariamente corta pero está liberada de la oscuridad de la muerte que la circuncisión simboliza al desvelar el conducto de la vida.
Dioses y hombres en la ciudad antigua
Los dioses, antiguamente, solían ser los dueños de las ciudades que habían fundado, cuyo gobierno delegaban en los reyes. Moraban habitualmente en sus templos edificados o mandados construir también por ellos. Todos los habitantes de las ciudades, incluso los monarcas, estaban subordinados a ellos. Eran sus súbditos. Ninguna decisión se tomaba sin consultarles. Podían obligar al rey, a quien ordenaban en sueños, a emprender determinadas decisiones. Si los dioses no estaban de acuerdo con la actitud y las decretos reales, abandonaban la ciudad a su suerte. En este caso, entregada a la merced de los enemigos, sin la protección divina, la ciudad caía, por lo que el nuevo rey tenía que esforzarse en convencer a la divinidad, mediante un costoso programa de construcción de templos y de suntuosos ritos, de reintegrar la urbe.Tal era, por ejemplo, la relación entre los ciudadanos y los dioses en las ciudades mesopotamicas.
Quizá el cambio más importante en la concepción de la vida urbana se produjo, no en Grecia, sino en Roma. La ciudad griega poseía un espacio profano bajo en control de los ciudadanos. Los dioses solo disponían de un recinto sagrado situado en las alturas, el acrópolis, en el que mandaban. Pero todas las decisiones humanas requerían la aprobación divina, y el abandono de la ciudad por parte de los dioses protectores de la urbe conllevaba la pérdida de ésta. Los ciudadanos tenían una mayor libertad en la toma de las decisiones, pero seguían bajo el control de lo alto.
La ciudad romana, Roma en particular, también acogía a sus dioses. Éstos no le daban la espalda, sino que habitaban en ella. Los ciudadanos seguían teniendo que rendir culto a los dioses. Pero la relación entre éstos y los humanos era distinta. Los dioses no estaban por encima de los ciudadanos. Eran ciudadanos. Júpiter Máximo era el dios de Roma. Moraba en su templo. Éste se asentaba en lo alto del Capitolio. Pero Júpiter era un "simple" ciudadano. Era el primer ciudadano, el más importante, sin duda, pero su rango o su condición no era distinto ni más elevado que el de cualquier ciudadano. Ciudadanos eran todos los varones, humanos y divinos.
Por este motivo, las ceremonias religiosas no tenían como finalidad mantener una estrecha relación con los dioses ya que éstos tenían los mismos derechos y las mismas prerrogativas que cualquier ciudadano con plenos derechos. El rito no era el medio de asegurar que los dioses siguieran protegiendo la ciudad. Puesto que los dioses eran ciudadanos participaban, al igual que otros ciudadanos, en los rituales, los cuales, en este caso, tenían como fin mantener los lazos entre los ciudadanos y la ciudad. La ciudad existía gracias al pacto sellado con los habitantes, no con los dioses. De algún modo, la ciudad era sagrada no porque acogiera a los dioses o fuera la exclusiva morada de éstos, como había ocurrido en Mesopotamia, sino por el espacio que los ciudadanos, dioses incluidos, se daban para vivir en comunidad. Era un espacio compartido, de convivencia. La ciudad griega ya era concebida de este modo, pero se trataba de una concepción de la que solo los humanos eran partícipes y de la que los dioses, porque estaban por encima de los humanos, se excluían. No estaban sometidos a este pacto, ubicados en lo alto.
Roma fue la primera cultura que dispuso a hombres y dioses al mismo nivel. Roma no era por este motivo una cultura laica ni descreída. Antes bien, sentía un temor reverencial por todas las fuerzas sobrenaturales. Pero sabia que la vida en comunidad solo era posible si hombres y dioses, si todos los ciudadanos compartían el mismo espacio, disponían de los mismos derechos y beneficios y estaban obligados por deberes idénticos. Esta visión no estaba exenta de consecuencias que afectaban la concepción de la vida: la nivelación entre lo alto y lo bajo, la igualación entre hombres y dioses y la desaparición de éstos, en cierta medida, que caracterizará la ciudad moderna, a la que la existencia de una nueva divinidad enteramente humana acabará por definir.
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