martes, 6 de marzo de 2018
MOHAMMED AL HAWAJRI (1976): CAMPAMENTO (SERIE M 43, 2009)
Mohammed Al Hawajri es un artista palestino que vive en un campamento en Gaza. La serie de cuarenta y cuatro dibujos acuarelados M43 (de que se muestran algunas imágenes) refleja, de manera irónica, la absurdidad (o la crueldad) de la vida en un campamento sometido a controles infinitos, del que no se puede salir.
Próximamente una parte de la obra, consistente en acuarelas sobre papel, se expondrá en España. Para ello, dado el embargo absoluto sobre la franja de Gaza (u ocupación), miembros de organizaciones internacionales de ayuda en Gaza deberán sacar los dibujos debidamente enrollados de aquella ciudad y de aquel territorio, llevarlos a Ramallah, en Palestina (Territorios Ocupados) -o a Jerusalén- donde podrían ser recogidos y exportados.
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domingo, 4 de marzo de 2018
Hogar (alta fidelidad)
Pero, ¿quién puede vivir en una casa sin una "moqueta capaz de conducir y activar la señal wifi a medida que se camina por las estancias", sin "fundas de sofá que reconozcan a quien se sienta para mostrarle los mensajes", "felpudos que avisan a los padres si el niño ha llegado a casa", o "toallas que revelan la contraseña wifi para poder conectarse" -no queda claro si en la ducha o en...?
¿Cierta obsesión con el wifi, acaso?
¿Cómo hemos podido vivir sin "un horno al que preguntar cuanto tiempo falta para que el pollo esté listo", un "congelador al que pedir que haga más hielo que vienen amigos", o una "nevera que permite comprobar si quedan yogures cuando se está en el supermercado" -es muy complicado mirar antes de salir a hacer la compra-, "poner la lavadora desde la oficina para tender la ropa al llegar a casa" -una actividad un tanto enigmática-, o "encargar zumos desde una captura de pantalla".
No nos preocupemos: "la inteligencia artificial y la realidad virtual escapan del móvil para colonizar cada rincón del hogar". La profecía augura casi una invasión militar o de microbios.
Menos mal que existe un Congreso Mundial de Móviles en Barcelona, con propuestas tan fundamentales, para despejar el futuro.
Lástima que nadie invente un móvil que planche la ropa solo -activado desde el baño, sin duda, o desde el microondas que tiende la ropa.
Mientras, la mayoría de las ciudades no saben qué hacer con la basura y no tienen agua corriente ni alcantarillado.
¿Cierta obsesión con el wifi, acaso?
¿Cómo hemos podido vivir sin "un horno al que preguntar cuanto tiempo falta para que el pollo esté listo", un "congelador al que pedir que haga más hielo que vienen amigos", o una "nevera que permite comprobar si quedan yogures cuando se está en el supermercado" -es muy complicado mirar antes de salir a hacer la compra-, "poner la lavadora desde la oficina para tender la ropa al llegar a casa" -una actividad un tanto enigmática-, o "encargar zumos desde una captura de pantalla".
No nos preocupemos: "la inteligencia artificial y la realidad virtual escapan del móvil para colonizar cada rincón del hogar". La profecía augura casi una invasión militar o de microbios.
Menos mal que existe un Congreso Mundial de Móviles en Barcelona, con propuestas tan fundamentales, para despejar el futuro.
Lástima que nadie invente un móvil que planche la ropa solo -activado desde el baño, sin duda, o desde el microondas que tiende la ropa.
Mientras, la mayoría de las ciudades no saben qué hacer con la basura y no tienen agua corriente ni alcantarillado.
La función del arte (según Marcel Proust)
El novelista francés Marcel Proust escribe, en El tiempo recobrado (la última parte de A la búsqueda del tiempo perdido), que la verdadera obra de arte es aquella que fija las impresiones del pasado, que describe el pasado, una acción, un hecho del pasado, tal como era, gracias a que una impresión o sensación actual -la percepción de un sonido, un olor, un color, por ejemplo- conecta con una impresión pasada, olvidada por nosotros pero almacenada en nuestra memoria, que se activa gracias a esa conexión involuntaria, y permite descubrir las riquezas del pasado de las que no nos habíamos dado cuenta. De este modo, el tiempo se suspende, el presente y el pasado se funden, el presente permite que el pasado se presente y se muestre tal como es, una esencia que no supimos captar en su momento y que, hoy, descubrimos porque ya no podemos actuar o intervenir en el pasado sino tan sólo disfrutarlo por un momento.
Proust sostiene que sólo el pasado es real, y que somos incapaces de descubrir la realidad en el presente porque tenemos demasiadas cosas que hacer y no podemos prestar atención a todas las sensaciones que nos llegan, sensaciones que nos descubren parcelas de la realidad, sensaciones que no se pierden sin embargo sino que se almacenan en la memoria a la espera que una sensación en el futuro conecte con ellas, las despierte, las active y les permita darnos cuenta de la realidad en su plenitud, con todos sus olores, colores y sabores, densa y saturada, una realidad que, sin embargo, ya no existe.
Por eso, escribir o construir sobre el pasado, utilizando incluso elementos del pasado que se juntan con elementos del presente, permite que el pasado revele su riqueza y dé sentido al presente.
Para T. S. a quien agradezco esas sugerencias
Proust sostiene que sólo el pasado es real, y que somos incapaces de descubrir la realidad en el presente porque tenemos demasiadas cosas que hacer y no podemos prestar atención a todas las sensaciones que nos llegan, sensaciones que nos descubren parcelas de la realidad, sensaciones que no se pierden sin embargo sino que se almacenan en la memoria a la espera que una sensación en el futuro conecte con ellas, las despierte, las active y les permita darnos cuenta de la realidad en su plenitud, con todos sus olores, colores y sabores, densa y saturada, una realidad que, sin embargo, ya no existe.
Por eso, escribir o construir sobre el pasado, utilizando incluso elementos del pasado que se juntan con elementos del presente, permite que el pasado revele su riqueza y dé sentido al presente.
Para T. S. a quien agradezco esas sugerencias
sábado, 3 de marzo de 2018
Edificación
En numerosas culturas antiguas, la arquitectura sagrada y palaciega ha sido considerada como una imagen del universo. La disposición de los edificios que componen un recinto, su distribución interior, puede reproducir la planimetría celeste. En la India védica, anterior al budismo, incluso, la planificación urbana y la disposición de los principales equimamientos reproduce -o reproducía- una desmesurada figura antropomórfica estirada sobre la tierra: el cuerpo del dios Purusha, u Hombre primordial, que aceptaba unirse a la tierra, la diosa material y maternal Prakrti, y sacrificarse para que, de sus miembros y órganos, brotaran ordenadamente los edificios. En el Egipto faraónico, el sol transitaba diariamente por el cielo y el mundo de los muertos gracias al circuito al que invitaba la elongada disposición de los distintos recintos que configuran un templo. Si la renovación del mundo, en el Cristianismo, se mantiene hasta el final de los tiempos, es gracias al sacrificio, la crucifixión, del hijo de la divinidad, sacrificio que la planta del templo cristiano recuerda.El mundo, en ocasiones, incluso, se ceñía a la extensa construcción de un palacio, como ocurría en China. fuera de sus límites reinaba el caos y la noche. La ordenación del mundo estaba en manos de los constructores, a imitación del gran Arquitecto.
El teatro griego se relacionaba no tanto con el universo -las andanzas de cuyos dioses y héroes, sin embargo, escenificaba- sino con los humanos. El teatro era un aprendizaje de la vida. Una lección difícil que implicaba asumir sin temor afectos y desafectos, entusiasmos y decepciones, alegrías y amarguras. Asunción que habría sido siempre posible, ante los envites de la fortuna, que impedía que el ser humano, considerado el sueño de una sombra, pudiera tomar las riendas de su vida en mano, si las obras de teatro, a partir de la identificación de los espectadores, con la suerte (o el infortunio) de los héroes en escena, con quienes sufrían y de quienes se compadecían, no hubieran permitido sentir, a pequeñas dosis, soportables, y que fortalecían el alma, adiestrándola a resistir "heroica" o estoicamente ante el horror con el que se enfrentaban los personajes de la obra, dolor y redención, sensaciones o afectos que blindaban el alma cuando debiera enfrentarse posteriormente y en cualquier momento, de manera siempre inesperada, a situaciones parecidas pero "reales". El teatro era un educador anímico para soportar sin derrumbe, lo que la vida destinaba a cada espectador.
Cabría preguntase si la arquitectura no podría cumplir una función parecida. No fortalecería el alma ante las catástrofes, sino que enseñaría a vivir en el mundo. Nuestro comportamiento, nuestra manera de ser y de estar, nuestra posición en y ante el mundo -un mundo inabarcable y posiblemente hostil- podría estar alentado por la manera como nos ubicamos en los espacios ordenados y compartimos, por como éstos nos condicionan pero también nos ofrecen pautas para saber cómo y dónde vivir. El mundo, sin la ordenación de la arquitectura, sin las lecciones "edificantes" de la arquitectura, quizá pareciera un espacio inhóspito, no apto para la vida; un lugar donde la vida no podría prender. Del mismo modo que una maqueta nos permite proyectarnos en el espacio y vernos ya viviendo en una determinada casa que imaginamos, que vemos, gracias a la maqueta, la arquitectura, que es un modelo del mundo, nos permitiría ubicarnos, encontrarnos y nos daría una lección de cómo vivir. La función de la arquitectura sería, en efecto, "edificadora": fortalecería nuestros ligámenes con el mundo.
El teatro griego se relacionaba no tanto con el universo -las andanzas de cuyos dioses y héroes, sin embargo, escenificaba- sino con los humanos. El teatro era un aprendizaje de la vida. Una lección difícil que implicaba asumir sin temor afectos y desafectos, entusiasmos y decepciones, alegrías y amarguras. Asunción que habría sido siempre posible, ante los envites de la fortuna, que impedía que el ser humano, considerado el sueño de una sombra, pudiera tomar las riendas de su vida en mano, si las obras de teatro, a partir de la identificación de los espectadores, con la suerte (o el infortunio) de los héroes en escena, con quienes sufrían y de quienes se compadecían, no hubieran permitido sentir, a pequeñas dosis, soportables, y que fortalecían el alma, adiestrándola a resistir "heroica" o estoicamente ante el horror con el que se enfrentaban los personajes de la obra, dolor y redención, sensaciones o afectos que blindaban el alma cuando debiera enfrentarse posteriormente y en cualquier momento, de manera siempre inesperada, a situaciones parecidas pero "reales". El teatro era un educador anímico para soportar sin derrumbe, lo que la vida destinaba a cada espectador.
Cabría preguntase si la arquitectura no podría cumplir una función parecida. No fortalecería el alma ante las catástrofes, sino que enseñaría a vivir en el mundo. Nuestro comportamiento, nuestra manera de ser y de estar, nuestra posición en y ante el mundo -un mundo inabarcable y posiblemente hostil- podría estar alentado por la manera como nos ubicamos en los espacios ordenados y compartimos, por como éstos nos condicionan pero también nos ofrecen pautas para saber cómo y dónde vivir. El mundo, sin la ordenación de la arquitectura, sin las lecciones "edificantes" de la arquitectura, quizá pareciera un espacio inhóspito, no apto para la vida; un lugar donde la vida no podría prender. Del mismo modo que una maqueta nos permite proyectarnos en el espacio y vernos ya viviendo en una determinada casa que imaginamos, que vemos, gracias a la maqueta, la arquitectura, que es un modelo del mundo, nos permitiría ubicarnos, encontrarnos y nos daría una lección de cómo vivir. La función de la arquitectura sería, en efecto, "edificadora": fortalecería nuestros ligámenes con el mundo.
jueves, 1 de marzo de 2018
El sueño de una sombra
"¡Seres de un día! ¿Qué es uno? ¿Qué no es? ¡Sueño de una sombra
es el hombre"
(Píndaro, Pítica IX, 95-96
es el hombre"
(Píndaro, Pítica IX, 95-96
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