domingo, 11 de marzo de 2018

GYÖRGY LIGETI (1923-2006): LA ESCALERA DEL DIABLO, ESTUDIO Nº 13, ESTUDIOS. LIBRO 2 (1988-1994)



Sobre los estudios de piano del compositor húngaro Ligeti, véase, por ejemplo, este enlace.

Padre nuestro




Un aula o una capilla (religiosa o funeraria): filas de sillas de madera abatibles, dispuestas en un plano inclinado, mirando a una gran pantalla plana colgada de la pared frontal.

Sentados, fieles, inmóviles, contemplando y escuchando fijamente, enmudecidos y arrobados, la imagen coloreada proyectada a gran altura en la penumbra: la aparición de un adusto gobernante, asentado a miles de quilómetros, que mira fijamente a la cámara desde la cumbre del ábside, dominando a los allí reunidos. Su imagen y su voz, entre gestos de autoridad, que destacan agrandados sobre un fondo resplandeciente, como en una nube de luz, emanan entre chisporroteos y abruptos saltos de imagen, al igual que una efigie divina intangible que no se amolda a los limitados medios terrenales.
¿República?

JOHN DOS PASSOS (1896-1970): MANHATTAN TRANSFER (1925)



Si la arquitectura es el arte de componer un espacio en el que se puede estar, teniendo la sensación de vivir bien, en el que uno se ve o se imagina viviendo allí, la arquitectura es subjetiva: se halla en nuestra imaginación. Imágenes construidas tienen la capacidad de suscitar esas sensaciones placenteras.
Por tanto, la arquitectura se halla ante (y en) nosotros. Nos proyectamos en ella. Se encuentra en cualquier imagen, arquitectónica, pictórica, poética o musical.
Nueva York es -o fue en los años veinte y treinta- el modelo de toda ciudad: una ciudad soñada a la que aspiraban llegar hombres y mujeres, que ya se veían en sus calles y sus altas casas.
Nueva York está en Manhattan. No en la isla, sino en la larga novela de John dos Passos, un texto necesario para proyectar (proyectarse y edificarse).
El protagonista es la ciudad. Actúa de marco y de acicate de múltiples vidas. La novela se construye como un "puzzle". Ofrece fragmentos de vida y de voces. La naturaleza fragmentaria de la novela se manifiesta de dos maneras: un sin número de momentos en las vidas de una veintena de personajes que acaban por cruzarse. Historias que la ciudad acoge y genera. Colores, olores y sabores -la sangre, la mugre, un perfume-, luces naturales y artificiales, cuerpos siderales y bombillas, luces directas y reflejadas por las innumerables estructuras y superficies metálicas -trenes, puentes, cables, coches relucientes-, las aguas del mar y de los ríos, y que cruzan la ciudad y el cielo, luces benéficas que iluminan y echan luz, y las luces destructivas de los incendios que prender sin cesar, en medio de gritos y sirenas, pero también del silencio indiferente o de plomo. Historias nimias o trascendentes que se expanden por la ciudad, que las cualidades sensibles de ésta simbolizan, ampliándolas o enmudeciendo. Historias que la ciudad produce, acoge y abandona. Los muros, las ventanas, las calles no se preocupan de lo que ocurre, aunque sin la ciudad, las impresiones y los sentimientos carecerían del marco necesario para resonar, para ser. Fragmentos semejantes a las escenas que se descubren, demasiado tarde, a través de la ventanilla de un metropolitano elevado que circula, día y noche, sin detenerse más que minutos.
Pero el puzzle, es decir, la naturaleza compuesta, bastarda de la ciudad, lo compone también la escritura. El texto auna textos: anuncios, noticias, leyes, letras de canciones se conjugan en el seno de la novela para multiplicar -y fragmentar- lo que las historias narran. Las voces de lo personajes se trenzan con voces anónimas, órdenes sin dueño, estribillos que no se sabe quien canta, y las escenas que la novela describe se reflejan en toda clase de escritos insertados en la trama, como si la ciudad se hallara aún más adentro en el texto, no solo o no tanto en el que el autor redacta sino en las noticias de los periódicos y de la radio, en esas historias que los medios exponen y autentifican, voces multiplicadas que solo tienen sentido en la ciudad.
Una ciudad ubicada tanto en el espacio como en el tiempo, en el presente y el pasado, pues Nueva York es también la asiria Nínive así como Babilonia (dos Passos fue quizá el primer escritor moderno en equiparar la ciudad de Nueva York con ciudades mesopotámicas -que no fueran las bíblicas Sodoma y Gomorra), y la suerte y el poder de las ciudades antiguas revive en el orgullo de las ciudad moderna, cuyas torres empequeñecen a los personajes a los que, sin embargo, da vida.
Las ciudades son relatos -escenarios de relatos-. El orden urbano, complejo y desconcertante, pero implacable, lo impone el texto. Manhattan Transfer es Nueva York, y es toda ciudad. un marco de vidas rotas pero no necesariamente humilladas. 

sábado, 10 de marzo de 2018

Parole, parole...

Existen palabras sacras y profanas, poéticas, mágicas o enigmáticas, propias de distintos ámbitos (judicial, comercial, médico, académico, etc.), comprensibles e incomprensibles, pronunciables y que no se pueden enunciar ni siquiera conocer, palabras anodinas y peligrosas, eruditas y vulgares, palabrotas, juegos de palabras, retruécanos, jeroglíficos, palabras directa o indirectamente relacionadas con entes, seres y acciones (metáforas, metonimias, oximorons -que forman parte o instituyen un oximoron-, ...), pero, todas ellas, solo tienen sentido si se insertan en estructuras gramaticales correctas y se relacionan de manera previsible o sorprendente, pero siempre capaces de enunciar o revelar una verdad.
Políticos, recientemente, han usado -enunciado y gastado- reiteradamente la expresión: hacer república (no sabemos si con una "erre" mayúscula o minúscula).
¿Hacer? Se hacen cosas -hacer, en griego, se decía poieoo, de ahí que la obra por excelencia, la obra perfecta, fuera la poesía-, y los magos hacen autómatas o seres animados, -se puede hacer el payaso, es decir, comportarse como un payaso sin serlo, como se puede hacer el animal, hacer daño, hacer o hacerse el loco, hacer luz de gas, o hacer el bien o el mal: acciones u obras que reciben un determinado calificativo moral-, pero ¿qué significa hacer república? ¿es una cosa, un ser, o una cualidad que afecta a la obra hecha?
No se trata de "hacer la república" -aunque una república, como una monarquía, como todo sistema de gobierno, dictatorial, oligárquico o asambleario, se organiza, se instituye y se legisla, pero no se hace, porque la república no es un ente, sino una estructura o un ámbito pautado que permite "hacer" "cosas"-, sino de hacer república: una palabra sin artículo. En las lenguas latinas (español, catalán, italiano...), todas las palabras comunes vienen precedidas de un artículo determinado o indeterminado, y solo los nombres propios carecen de artículo. Y éstos no se hacen. Hacen.
Por tanto, "hacer república" no significa nada.
No sabemos si esta expresión se utiliza intencionadamente porque nada significa -estaríamos entonces ante palabras huecas o palabrería- o porque se desconoce el significado y el valor de las palabras, su uso correcto. En ambos casos, se falta a la palabra.
Que un político falte a la palabra, que cometa faltas, que no de valor a la palabra, para quien la palabra no significa nada o no tiene importancia -y, por tanto, se puede utilizar sin ton ni son-, cuando la palabra dice lo que las cosas son -y son porque se enuncian correctamente, entes y seres que acontecen ante la llamada-, dice sobre su concepción de la política -que es el arte de articular comunidades, velando que las palabras no hagan daño si se las lleve el viento, que sean justas (las justas para organizar vidas en común)- y de sí mismo: miente a sabiendas o denota ignorancia. ¿Tiene méritos para gobernarnos, pues? ¿Le tenemos que tomar la palabra?
Importa lo que dice, sin duda, porque dice quien o lo que es....

jueves, 8 de marzo de 2018

LEOS JANÁCEK (1854-1928): Z MRTVÉHO DOMU (DESDE LA CASA DE LOS MUERTOS, 1928)



Sobre la última obra del compositor checo Janácek, con un libreto basado en la novela del mismo título de Dostoyevski, véase, por ejemplo, este enlace

Cuando el tema manda...











Obras de Tintoretto, Tiziano, Veronés, El Greco, Maino, Velázquez y Zurbarán


A principios del siglo XXI, el Museo Nacional de Arte Catalán intentó acoger una gran muestra sobre Murillo. La respuesta que el Departamento de Arte Renacentista y Barroco recibió fue seca y breve: Murillo no interesaba (por razones previsibles).
El Museo parecía existir solo por sus colecciones de arte románico y, en menor medida, de arte gótico. Un departamento que posee uno de los mejores -si no el mejor- retrato de Tintoretto de la historia, un excelente retrato de Tiziano, dos excelentes cuadros de El Greco (hoy, tres, gracias al deposito de una Anunciación, una espléndida composición manierista), un insuperable bodegón de Zurbarán, dos cuadros de Maino -de quien se conservan menos de diez obras en el mundo y es, tras Velazquez, Goya, El Greco y Murillo, el mejor pintor español-, amén de obras notables de Rubens, Tiépolo, entre otros pintores, parecía no contar.

La remodelación de la colección permanente, con la adición de obras de almacén y donaciones, es una noticia que rectifica el abandono en que se hallaba esta sección y pone el acento en la mejor parte del museo.
Las obras, entre los siglos XV y XVIII se han agrupado por temas y por géneros: retratos, por ejemplo, de un lado (un género) y mártires (un tema, entre otros), por otro. La razón aducida por no haberlas dispuesto según el más convencional esquema por escuelas y épocas reside en las lagunas de la colección. La historia del arte habría estado compuesta de retazos sueltos.

¿Cuál es el resultado?

Sin olvidar que los visitantes juzgamos lo que vemos y no lo que no vemos, la actual disposición busca mostrar que artistas de épocas y culturas distintas han tratado unos mismos temas y han practicado idénticos géneros. el arte pictórico y escultórico clásico habría representado unos mismos sentimientos, habría juzgado o interpretado unos mismos aspectos del mundo. La historia sagrada y la mitología greco-latina habrían sido velos, filtros o esquemas que habrían permitido explorar el alma del mundo y el alma humana.
Esta aproximación al arte, que solemos emplear los profesores en clase cuando proyectamos una sucesión de imágenes, todas del mismo tamaño, y que recuerda los álbumes o paneles de fotos del historiador Aby Warburg -que conjuntaban obras de culturas y épocas diversas para discernir temas comunes- es efectiva cuando se manejan fotografías o recortes. Todas las imágenes se asemejan formalmente.
Mas, en la realidad, los cuadros y las estatuas tienen entidades distintas; los cuadros tienen tamaños, maneras, técnicas, colores y luces distintos. El resultado es un caos visual. Las obras se rechazan pese a su proximidad física. Si, por añadidura, se disponen muy juntas, y en varias filas superpuestas, como si configuraran un mosaico de rostros, todos de maneras muy distintas, la falta de armonía, que hunde incluso las mejores obras, se hace aun más patente.
Las obras son entes vivos. Viajan, influyen, se influyen. Suscitan admiración o desapego. No son entes estáticos. Se muestran y resuenan. Por este motivo, un ordenamiento que atendiera, no a temas ni a motivos, pero tampoco a escuelas y periodos, sino a las relaciones entre imágenes, a familias de éstas, a sus ligámenes, deseos y rechazos, seguramente permitiría entender mejor el mundo del arte: un artista bizantino como el Greco se formó en Venecia, en contacto con Tiziano y Tintoretto -y antes en Roma- antes de recavar en Toledo (la lograda conjunción de dos espléndidos cuadros de El Greco y Veronés, en uno de los accesos, así lo muestra). El Greco era un pintor oriental: el oriente interpretado por Venecia. Su pintura no entronca tanto con el tardío estilo flamenco hispano, sino con aquella ciudad de la laguna. Mientras, los pintores valencianos (el MNAC posee un buen cuadro de Juan de Juanes) solo miraban a Florencia. Ya en el siglo XVII, artistas venidos de todos los países confluían en Roma, se impregnaban del arte imperial romano y de  pintores como Caravaggio, pero al mismo tiempo descubrían maneras de mirar y de hacer de artistas de países o culturas distintas. maneras que, luego, de regreso, difundían en sus propios países. No existían un arte italiano (florentino, veneciano, romano), francés, o español, sino que existían maneras de mirar y de operar de las que participan artistas venidos de toda Europa.
Por tanto, es posible que una presentación que hubiera seguido esas filiaciones hubiera permitido componer una sucesión de obras más armónica, siempre y cuando, la selección hubiera atendido al espacio disponible.
En estos momentos, la presentación más se parece al de una feria que al de un museo. El fondo azul oscuro tampoco ayuda a que las obras "respiren", o a que los visitantes podamos tener un encuentro con determinadas obras -o con cada una de ellas que quieran dialogar con nosotros- sin la avalancha de imágenes que se repelen.     

miércoles, 7 de marzo de 2018

Juicio ¿estético? (Damnatio memoriae)





El Ayuntamiento de Barcelona acaba de retirar una escultura del artista Frederic Marés (1893-1991) de una alta peana en el centro de una plazoleta en la ciudad antigua, cabe Correos. Marés era un correcto escultor catalán de principios y mediados del siglo XX, conocido por sus obras académicas (figurativas o naturalistas) de temas religiosos y mitológicos, principalmente. Se trataba, en este caso, no de una obra original sino de una réplica, tallada por el escultor, de una estatua anterior ajena, que se había destruido.
La obra ¿merecía este descrédito?
No se trataba de una obra maestra. Tampoco Marés era un gran artista. Mas, ¿solo obras maestras y artistas geniales merecen crédito? ¿Qué ocurriría con la mayor parte de las obras de arte expuestas en iglesias, museos y espacios públicos de Barcelona -o de cualquier ciudad?
Si el criterio para la ocultación -la desacralización- de la escultura fuere artístico, ¿tiene sentido dejar a la vista, a pocos metros de la escultura de Marés, la pésima escultura Dama de Barcelona de Roy Lichtenstein -seguramente la escultura más penosa de la ciudad, ya caracterizada por un arte público mediocre?
La retirada de la escultura obedece a otros criterios, obviamente, que dicen mucho sobre cómo consideramos el arte. El tema, en este caso (y en tantos otros) ha sido determinante para fulminar la escultura. El nombre y la relativa fama del artista no estaban en juego, así cómo la cualidad artística de la obra (se mida cómo se mida. digamos: su capacidad de imponerse como una presencia ineludible, si bien este criterio, casi mágico, depende, como todo lo que se refiere al arte, de nuestro criterio personal, siempre que lo podamos compartir. La escultura, en verdad, no suscitaba un rechazo general sino, seguramente, indiferente. ¿Cuántas personas se habían detenido ante la base para contemplarla y dialogar con ella?
La razón de la expulsión reside en que la escultura es la estatua o efigie de una figura repudiada. El repudio -o el debate acerca del valor de sus decisiones y acciones- que suscita se transfiere a su imagen, o se expresa mediante el rechazo de su imagen, como ocurre habitualmente. En todas las culturas y épocas, la negación de una figura, a menudo tras su fallecimiento, se manifiesta -y conlleva- la negación, esto es, la destrucción de sus imágenes. Por este motivo, apenas han llegado efigies del faraón Akhenaton enteras hasta nosotros, por ejemplo, como tampoco han llegado efigies de todos aquellos que han sufrido una "damnatio memoriae". Los escritos del Marqués de Sade o de Bataille, por ejemplo, se han salvado casi milagrosamente.
El juicio del arte a partir de criterios solo de contenido -y no de la manera cómo se traduce un contenido-, como el que practica tanto Facebook -cuando condena el cuadro de Courbet El origen del mundo, por lo que muestra y no por cómo se compone-, los talibanes o el Ayuntamiento de Barcelona  implica que no se acepta que el arte es o posee un universo autónomo, distinto del mundo habitual o "real" -aunque refleje a éste-, que se rige por pautas o reglas que no son siempre de recibo en el mundo real, y que no pueden ser juzgadas según los parámetros que se aplican habitualmente.
Así, el arte como el juego poseen su propio espacio. Condenar a jugadores de fútbol -o bailarines- por vestir indecente o ridículamente (pantalón corto en pleno invierno, por ejemplo) -como ocurre en ciertos países donde no se tolera determinado vestuario deportivo-, es decir, juzgar su vestuario según parámetros que rigen en la ciudad, no tiene sentido. El juego y el arte son mundos aparte que requieren determinados modos de actuación, en los que maneras no aceptables fuera de dicho ámbito son permitidos, como no se permiten acciones y juicios que sí son pertinentes en la vida real. Condenar a un esclavista en una sociedad democrática moderna (en la Grecia democrática, por el contrario, el esclavismo era aceptado) es justo, pertinente o comprensible. Denostar su imagen no tiene sentido, salvo que esta imagen no tenga valor desde el punto de vista artístico o estético -como ocurre con la Dama de Barcelona. 
Podemos pensar que valorar el arte adecuadamente no es ningún problema. La ciudad o la sociedad no requieren esos criterios para poder ser justa. Mas, cabe preguntarse si la confusión que revela confundir lo sagrado y lo profano, el juego y la vida, el arte y la realidad, no implica no tener tampoco claro qué es lo profano, la vida, la realidad y la ciudad y, por tanto, quizá cupiera entonces dudar de la pertinencia de los juicios profanos o políticos, movidos por intereses, es decir por la ceguera.

PS: la gran estatua ecuestre de bronce romana de Marco Aurelio, en la plaza del Capitolio de Roma, ha llegado intacta hasta hoy porque, antes de ser derribada, se le cambió de nombre. Pasó a ser considerada una efigio del primer emperador cristiano, Constantino.
Varias estatuas paganas, greco-latinas, se han salvado porque han sido confundidas con efigies cristianas.
Dada la facilidad con que se cambian los nombres de plazas y calles, ¿no cabía una solución menos aparatosa a la retirada de la obra de Marés, titulándola..... (póngase el nombre políticamente correcto que quepa en cada momento)?