En una maleta cabe un mundo. En ocasiones, la maleta contiene todo lo que uno aún posee, lo que le queda. La maleta se transporta, se arrastra, acarreando objetos y recuerdos. Es un peso, una carga y un tesoro. Sirve de asiento y de almacén. Guarda, protege. Cuando se abre, como un teatrillo, revela un batiburrillo de enseres, a menudo desordenados, como una ventana hacia otro mundo: el mundo interior y lo poco que queda de un mundo que se ha tenido que dejar atrás. La maleta evoca el tránsito. Nadie, con una maleta puede o espera quedarse en un lugar por mucho tiempo. El viaje, empero, no siempre es voluntario. Una mano aferrada a una maleta se aferra, en verdad, a una casa que quizá ya no existe, y que ha tenido quedar detrás para siempre. Gracias a una maleta, un refugiado o un sin hogar tiene aún la sensación, por débil o ilusoria que sea, que aún tiene un lugar en el mundo.
Mohamad Hafez es un arquitecto sirio, formado en la universidad de Damasco, que partió a los Estados Unidos antes del inicio de la guerra civil. Su obra, una y otra vez, muestra espacios domésticos devastados de la capital siria, recreados con una precisión casi excesiva, como si quisiera fijar para siempre, o recuperar aun lo que ya no está. La maleta se abre como una fachada de un bloque de hormigón que salta por los aires y, dentro, quedan expuestos, a veces extrañamente preservados, espacios interiores, la intimidad desnudada de los habitantes entre las armaduras retorcidas del cemento.
Las maletas, colgadas, abiertas, como si hubieran sido forzadas, de la pared, se acompañan de voces de emigrantes de ciudades devastadas, no solo sirias, que relatan experiencias parecidas a las que se intuye quienes sobrevivieron a las explosiones, y partieron, tratando de recoger lo que les quedaba, en una maleta.