domingo, 8 de diciembre de 2024

Desván



 La autopista que une Nueva York y Boston tarde en desprenderse de los últimos rescoldos de la ciudad que no tiene límites . Durante más de hora y media, antes de adentrarse en tupidos bosques de hoja caduca, convertidos es esqueleto blanquecinos hasta la próxima primavera, atravesados por el incesante tráfico, día y noche, la múltiples tentáculos de la autopista recorren barrios cada vez más desmadejados. La carretera los sobrevuela. Tan solo destacan, por encima de la altura de la calzada, un considerable número de bloques con fachadas acristaladas iluminada interiormente, como gigantescos fanales abandonados en terrenos desiertos en medio de poblaciones que solo se diferencian por el nombre y los nombres de las salidas de la autopista.

Estos bloques son nuevos. Desentonan del apelmazado entorno de casas y cobertizos bajos sobre los que se yerguen descomunales anuncios iluminados con focos de estadio. Desde la carretera se perciben  pasillos periféricos en el interior de las construcciones, punteados por el insistente números de puertas de piso, todas idénticas. 

Estos nuevos bloques paralelepípedos, carentes de cualquier ornamentación, esas cajas adustas e iluminadas, no acogen viviendas -al menos, legalmente. Las puertas abren a trasteros. Decenas o centenares de trasteros unos sobre otros. Un tipo de edificio que no existía tan solo hace diez años aún.

La palabra trastero lo dice todo. Un trasto es un objeto -un mueble, una lámpara, un sillón desvencijado, una alfombra enrollada y raída,  un cuadro chillón u oscuro, una estatua de yeso pintado- precedido por la partícula adverbial latina trans-: en desplazamiento. Un trasto no es de ningún sitio. No halla su lugar. Ha quedado fuera de la vida, y se dirige hacia ningún sitio. No se usa ni se tira. No es un util ni un deshecho. No se sabe lo que es. Su destino es un retiro temporal y, seguramente definitivo. Su última etapa es el trastero.

El trastero sustituye al antiguo desván. Las casas ya no incluyen espacios vacíos -que esto es lo que significa desván: un lugar vacío para objetos vanos, un espacio donde todo puede acontecer, dispuesto a acoger de todo. Los desvanes coronaban las viviendas. Se ubicaban entre la última planta y el tejado.

 El desván era la antítesis de la casa. Acogía los mismos enseres del hogar: una cama o un colchón de muebles , sillas desparejadas  y sillones desfondados, mesas cojas, cuadros, lámparas que no dan luz, útiles de cocina descarcarillados, ropa descolorida o descosida, tapetes de ganchillo amarillentos, todos en desorden: la alfombra sobre la mesa, el colchón arriba de la alacena, y la cubertería incompleta debajo de una alacena desescamada, desperdigada entre libros de hojas sueltas, con las esquinas romas y las cubiertas quemadas por la luz. El desván era la cueva de Alí Babá: el reino donde se podía encontrar lo que ya no existe o nunca ha existido; un mundo recluido, maravilloso e inimaginable que se exploraba a la luz de las linternas y donde uno podía disfrazarse con ropa de otra época. El desván era una cápsula del tiempo, testigo de un tiempo pretérito, en el que a través de las fotos viejas y las cartas ilegibles uno se asomaba al pasado, a las vidas de familiares desaparecidos y en ocasiones desconocidos. El desván es un mundo mágico, y un refugio en el que perderse durante unas horas. La realidad apenas le alcanza.

Los desvanes permitían escapar a la dictadura, a las urgencias del presente; un espacio donde perderse y donde detenerse; una caja de ensoñación.

Hoy, los muebles antiguos y los recuerdos pretéritos ya no forman parte de nuestra vida. No tienen cabida; las casas son angostas, y el ritmo de compras y descartes ten acelerado que no podemos acumular lo que quizá ya ha hubiera pasado antes que lo hubiéremos usado. Los desvanes acogían enseres inutilizables -y por tanto pasto de los sueños, de todos los usos imaginarios. Útiles recuperados para el mundo del teatro, dotados de una nueva vida, concediendo una vida alternativa a quienes se aventuraban en el desván como quien se adentra en un universo fascinante por desconocido, a la vez familiar y extraño. Los trasteros, en cambio, son depósitos de enseres inutilizados, que bien pueden no haber accedido a una vida útil. Enseres con los que no sabemos qué hacer, enseres molestos.

En los trasteros no se juega ni se sueña. El desván no es un escenario donde ser otro por unas horas: se asemeja más bien a un depósito mortuorio cuyos maltrechos bienes pronto caerán en el olvido antes de un último vaciado. 

Los enseres del desván siguen estando con sus dueños. Adquieren incluso un aura mágica. Inspiran respeto. Parecen frágiles. Cuando se recurre a ellos y se les devuelve a la vida, se opera con extraño cuidado, no fueren a disolverse en una nube de polvo. Los trasteros, por el contrario, son lugares clínicos. El orden reina; un orden castrense -los trasteros son tan pequeños que exigen clasificar u ordenar para no perder el menor espacio. Los objetos se ahogan. Y ya no saldrán, salvo en un vaciado último tras nuestra muerte. 

Hoy, las ciudades periféricas se van poblándose de trasteros que crecen más deprisa que las casas, y brillen más. Barrios en los que lo único que crecen son almacenes -un almacén, literalmente, es un depósito, donde acaban objetos depuestos- de cosas que no necesitamos, que nunca hemos necesitado, cementerios de enseres inútiles que a menudo que han entrado siquiera a formar parte de nuestra vida; deshechos adquiridos y abandonados. Símbolos de la ciudad moderna. 


Agradecimientos a Inés Vidal por la siguiente recomendación:

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sábado, 7 de diciembre de 2024

BARBARA CRANE (1928-2019): CHICAGO LOOP (1976-1978)























 

La fotógrafa norteamericana operaba por series. Quizá la más conocida respondía a un encargo: documentar el centro de la ciudad de Chicago, un centro de rascacielos del siglo XIX, donde de noche y los fines de semana, cuando los edificios se desangran de los oficinistas que huyen, como sombras diminutas empequeñecidas por las moles altivas, quedan yermos, así como las calles, pobladas de espectros: una ciudad exhausta. 
Si retrato es inmisericorde. Fachadas repetitivas, semejantes a rejas o alambradas. Sean horizontales o verticales, tersas, rectas u ondulantes, asciendan como picas, o rayen el horizonte, enclaustren ventanas o se configuren como un trama uniforme, las verjas metálicas cierran la vista. Nunca  el muro o la pared se ha mostrado tan bien y tan descarnadamente como un impedimento y un encierro. De un lado y de otro de este enrejado, que el blanco y negro acentúa, no vive nadie. Sea de día o de noche, inmune al tiempo, el muro, la cuadrícula inmutable se alza hasta donde la mirada no alcanza.
La vida de Chicago no escapó a la cámara de Bárbara Crsne. Pero acontece al borde del lago, como otras series, alejadas del centro carcelario captan. 

Una exposición, hoy, en París, descubre la mirada escrutadora de esta fotógrafa. Pocas veces la arquitectura moderna ha revelado la indudable, casi perversa fascinación y la inquietud que suscita, y su inhumano carácter.


viernes, 6 de diciembre de 2024

Estigma




¿Qué es un estigma?

Hoy el estigma es subjetivo; está  en la mirada ajena. Una mirada entre torva, temerosa, atemorizada y despectiva que desestabiliza quien la recibe. Éste se siente rechazado. Una sensación que es a la vez una realidad. La mirada y el gesto retraído ajenos, que marcan las distancias, y buscan ahuyentar -o no mirar- a quien se le mira mal, logran que la persona que sufre el mal de ojo evite mostrarse. 

Vivimos ante la mirada de los demás. Son sus miradas las que nos realzan, nos prestigian o nos hunden. Una mirada sombría nos ensombrece y nos apaga. Aunque estemos presentes nos vuelve invisibles. Nadie nos mira ni desea mirarnos. Las miradas nos atraviesan como flechas, como si ya no estuviéramos allí. Son flechas que nos matan. El oprobio, literalmente, nos avergüenza. Dejemos de ser probos. Ya no contamos. Estamos contaminados, como si la pérdida de probidad nos marcara con una mancha que nos señala y nos aparta.

La mirada que echamos hoy al estigma parece enraizada en el negativa consideración que sobre el estigma se tenía en la antigüedad. En efecto, estigma, en griego -stigma-, nombra una marca hecha por un punzón. La punta inscribe una marca, una impronta en la materia. La marca es indeleble, imborrable. Penetra profundamente en la materia. Dicha marca es una herida que se adentra en la carne, que la abre con un surco que no se cerrará.

Los estigmas no solo se trazan, como si de un grabado se tratara. Se inscriben a sangre y fuego. Un hierro candente, aplicado sobre la piel, la requema así como a la carne, y la huella convierte a un ciudadano en un esclavo (así en Roma, o en los Estados Unidos sureños hasta mediados del siglo XIX). Pierde sus derechos. Es sometido y utilizado como un objeto al servicio de nuestros intereses, necesidades y deseos. La marca, que se hunde en la carne, la abre como si fuera un tajo  y la hincha, no se borrará. El estigmatizado deberá soportar la marca de por vida, una señal a la vista de todos que lo designa como una persona distinta..Quedará para siempre en evidencia la humillación infligida. La persona ya no es ni será una persona. Tratada como un animal doméstico, que al igual que el esclavo, es marcado profundamente, su vida queda “marcada”. Solo la muerte le permitirá borrar la ignominia. En este sentido, se percibe el estigma, ayer y hoy, de unan manera parecida.

La discusión parecería cerrada. El estigma es una lacra que rebaja al ser humano.

Mas, los estigmas más conocidos pertenecen, sin embargo, no al mundo profano sino a lo sagrado: súbitas lesiones en la piel que imitan, reviven o rememoran los castigos corporales a los que fue sometida la divinidad cristiana. Su primer fiel, Pablo (Carta a los Gálatas 6, 17), enunció que había quedado íntimamente unido a la divinidad mediante estigmas -mas que físicos, espirituales: “ego gar ta stigmata tou kuriou”. Desde entonces, comulgaba con la divinidad . Su vida, su suerte, estaba asociada a su maestro o modelo. El elemento de unión era el estigma que lo identificaba como seguidor y portavoz  de la divinidad.

Pablo compartía estigmas con su Señor (el dueño y señor de su vida). Mas, la palabra estigma no se utiliza en ningún momento en el Nuevo Testamento para referirse a las heridas corporales de la divinidad, sino que éstas son descritas como “figuras” (Evangelio de Juan, 20).

 Dijo el incrédulo Tomás a Cristo: “ille autem dixit eis nisi videro in manibus eius figuram clavorum et mittam digitum meum in locum clavorum et mittam manum meam in latus eius non credam -si no veo en sus manos las marcas [las heridas, las llagas, los estigmas] de los clavos, si no hundo los dedos en las marcas de sus manos, si no hundo los dedos en las marcas de su costado, no creeré” (en su muerte  y resurrección. Solo la constatación física, palpable, de unas heridas mortales me permitirán creer que Cristo ha resucitado puesto que se halla vivo ante mí cuando debería estar muerto). Gracias a los estigmas se verifica la profecía de la venida de una divinidad que derrota  a la muerte y funda una comunidad de creyentes. El estigma, en este caso, une, no segrega. Es un signo de apertura y no de cerrazón. Funda, no destruye o disuelta. Integra, que no segrega. Es un signo de alianza, de reconocimiento gracias al cual se comparten valores e ideales, una misma fe o confianza en la vida presente y futura. El signo, el estigma, organiza la vida de una comunidad.

El estigma se configura ahora como un signo de reconocimiento. Los cuerpos, las comunidades, los territorios, en algunas culturas africanas, están organizados mediante a unos signos inscritos en la carne y el territorio. Signos, escarificaciones, que orientan y facilitan el reconocimiento y, por tanto, la protección que cualquier semejante otorga a quien percibe como un igual, un miembro de un mismo grupo, en un mismo enclave.

Figura, en latín, no se traduce por dibujo o imagen, ni por ilustración, sino por rasgo. Una figura, como la que Tomás describe,  es un conjunto de trazos o rasgos que definen a una persona. La figura es su manera de ser en el mundo. Toda figura es buena. Una buena planta. 

A través de la figura, la persona entra en contacto con los demás y se relaciona con éstos. La figura no es un signo de exclusión, sino de integración. Sin figura no se es nada. 

La figura no es el estigma, tal como lo entendemos hoy, sino un signo de reconocimiento. Éste individualiza, perfila, aísla, pero precisamente para que a través de los límites sepamos quiénes somos, dónde estamos y quiénes son los que nos acompañan. La figura evita la confusión, la indiferenciación, que impide el diálogo. Las voces, las personas desfiguradas no se reconocen. Son anónimas, están indiferenciadas. Son indiferentes, insensibles. No pueden relacionarse, porque no saben quién son y quienes somos.

Stigma, en griego, está emparentado con stigme. Esta palabra designa una figura retórica. Es un punto. Los puntos pautan. Facilitan la lectura. Permiten respirar, modular, dar sentido a la frase. Un texto sin punto es la transcripción de una voz interior. Quien así habla en silencio habla consigo mismo. Pero no trasmite nada salvo  a sí mismo. Para los demás, ha enmudecido y parece no tener nada que decir. El punto puntea. Marca un ritmo. Armoniza el discurso. El punto da un respiro. Permite tomar fuerzas para reemprender el habla, que se organiza a través de una secuencia, casi melódica de puntos. El punto es una punzada que desencadena y aviva el discurso, un acicate y, a la vez, lo que cose el discurso, estructurándolo para que llegue y sea comprensible. Ls palabra no punteada es un borborigmo, un ruido continuo que nada dice.

Los estigmas, hoy, son símbolos de rechazo. En su origen, por el contrario, eran signos  que permitían reconocerse. Eran, en verdad, escrituras, sin duda dolorosamente escritas -como toda escritura-, que facilitan encuentros.

El primer estigma recayó en un criminal: un fratricida. Cometió el primer crimen de la historia. El asesinato de Abel a menos de su hermano Caín hubiera tenido que acarrear la pena máxima para éste. Sin embargo quizá sorprendentemente , pero en verdad, con lógica, la divinidad lo salvó. La salvación pasó por un estigma: el signo de Caín, que identificaba al criminal no como una persona que tuviera que sufrir la exclusión para siempre, sino la lenta reintegración en la comunidad tras la expiación. Un signo de perdón tras la asunción y el reconocimiento del mal causado.

El estigma indicaba que quien estaba marcado necesitaba cuidados. Toda la comunidad debía volcarse para rescatarlo y reintegrarlo. El estigma era una advertencia. Una petición de ayuda. Lejos de rechazar. apelaba a la empatía a fin de ayudar a quien se sentía marginado o se había marginado. La comunidad debía acompañarlo en su regreso al seno de aquella. El estigma une a una comunidad en un esfuerzo conjunto para ayudar al estigmatizado a volver al seno del grupo. De pronto, la comunidad tiene un objetivo, la agrupación tiene sentido, y el esfuerzo en grupal, compartido. Una festividad celebrará el regreso del rechazado.

Los males, los estigmas existen y existirán. Son necesarios . Son puntos que enriquecen a colectivos. Revelan otras caras.  Los estigmas son signos que señalan al excluido para que aceptemos volverlo a mirar, mirarle a la cara y devolverle su figura para que vuelva a integrarse a la comunidad, a sentirse vivo y aceptado. 

No los miremos mal. Pues esta mirada nos es devuelta. Excluyendo nos excluimos. Nos negamos a relacionarnos, a dialogar. Y así nos encerramos y enmudecemos. Creemos aislar a quienes estigmatizamos, pero en verdad nos retrotraemos. Desaparecemos. Los estigmatizados acabamos siendo nosotros. Nuestro rechazo nos lleva a excluirnos. A dejar de ser miembros de la comunidad. A quedar en la intemperie. 


NB: notas breves para un documental sobre la estigmatización que una productora barcelonesa prepara. 

A M. C.

miércoles, 4 de diciembre de 2024

CRISTÓBAL MANUEL (1960): CIUDAD TRISTEZA


























 Los años noventa eran de colores. Las fotos, de colores, tendiendo a chillones. Ecos de los ochenta, antes del grunge. Pese a la crisis económica y cierto desaliento tras los juegos olímpicos de Barcelona en 1992, la creciente corrupción política en el partido gobernante, y la sensación que los despreocupadamente coloristas años ochenta -en España- empezaban, pese a los esfuerzos por mantenerlos vivos, entre la nostalgia y el hastío, a ser cosa del pasado, la imagen en nada evocaba la tristeza, la dureza, y las desigualdades de los años de la dictadura.

Pero los años noventa estuvieron también presididos por ciudadanos encorvados acarreando el carro de la compra ante bloques de pisos que parecen a punto de derrumbarse, por ancianos solos en residencias con muebles de Fórmica bajo una luz eléctrica hiriente, por galgos famélicos como sombras -aún más famélicos de lo que los galgos parecen-, por miradas huidizas y cabezas ladeadas, embrutecidas por el cansancio, a los que solo el blanco y negro de las fotografías del almeriense Cristóbal Manuel rinde justicia.

Imágenes de la periferia de Madrid, en terrenos baldíos, una capital triste, como si el tiempo se hubiera detenido años ha, y solo cupiera contemplar, sin esperanza, desde un banco en un altozano, un mar de de construcciones anónimas raídas, del que se habría logrado escapar, pero al que solo cabría volver, a la caída de la tarde, cuendo el negro del cielo se confunde con el negro de la tinta.

Sobre este foto periodista español, véase su página web:  http://cristobalmanuel.com/

Una exposición en las cercanías de Madrid recuerda estos años en las fotografías de Cristóbal Manuel :