La autopista que une Nueva York y Boston tarde en desprenderse de los últimos rescoldos de la ciudad que no tiene límites . Durante más de hora y media, antes de adentrarse en tupidos bosques de hoja caduca, convertidos es esqueleto blanquecinos hasta la próxima primavera, atravesados por el incesante tráfico, día y noche, la múltiples tentáculos de la autopista recorren barrios cada vez más desmadejados. La carretera los sobrevuela. Tan solo destacan, por encima de la altura de la calzada, un considerable número de bloques con fachadas acristaladas iluminada interiormente, como gigantescos fanales abandonados en terrenos desiertos en medio de poblaciones que solo se diferencian por el nombre y los nombres de las salidas de la autopista.
Estos bloques son nuevos. Desentonan del apelmazado entorno de casas y cobertizos bajos sobre los que se yerguen descomunales anuncios iluminados con focos de estadio. Desde la carretera se perciben pasillos periféricos en el interior de las construcciones, punteados por el insistente números de puertas de piso, todas idénticas.
Estos nuevos bloques paralelepípedos, carentes de cualquier ornamentación, esas cajas adustas e iluminadas, no acogen viviendas -al menos, legalmente. Las puertas abren a trasteros. Decenas o centenares de trasteros unos sobre otros. Un tipo de edificio que no existía tan solo hace diez años aún.
La palabra trastero lo dice todo. Un trasto es un objeto -un mueble, una lámpara, un sillón desvencijado, una alfombra enrollada y raída, un cuadro chillón u oscuro, una estatua de yeso pintado- precedido por la partícula adverbial latina trans-: en desplazamiento. Un trasto no es de ningún sitio. No halla su lugar. Ha quedado fuera de la vida, y se dirige hacia ningún sitio. No se usa ni se tira. No es un util ni un deshecho. No se sabe lo que es. Su destino es un retiro temporal y, seguramente definitivo. Su última etapa es el trastero.
El trastero sustituye al antiguo desván. Las casas ya no incluyen espacios vacíos -que esto es lo que significa desván: un lugar vacío para objetos vanos, un espacio donde todo puede acontecer, dispuesto a acoger de todo. Los desvanes coronaban las viviendas. Se ubicaban entre la última planta y el tejado.
El desván era la antítesis de la casa. Acogía los mismos enseres del hogar: una cama o un colchón de muebles , sillas desparejadas y sillones desfondados, mesas cojas, cuadros, lámparas que no dan luz, útiles de cocina descarcarillados, ropa descolorida o descosida, tapetes de ganchillo amarillentos, todos en desorden: la alfombra sobre la mesa, el colchón arriba de la alacena, y la cubertería incompleta debajo de una alacena desescamada, desperdigada entre libros de hojas sueltas, con las esquinas romas y las cubiertas quemadas por la luz. El desván era la cueva de Alí Babá: el reino donde se podía encontrar lo que ya no existe o nunca ha existido; un mundo recluido, maravilloso e inimaginable que se exploraba a la luz de las linternas y donde uno podía disfrazarse con ropa de otra época. El desván era una cápsula del tiempo, testigo de un tiempo pretérito, en el que a través de las fotos viejas y las cartas ilegibles uno se asomaba al pasado, a las vidas de familiares desaparecidos y en ocasiones desconocidos. El desván es un mundo mágico, y un refugio en el que perderse durante unas horas. La realidad apenas le alcanza.
Los desvanes permitían escapar a la dictadura, a las urgencias del presente; un espacio donde perderse y donde detenerse; una caja de ensoñación.
Hoy, los muebles antiguos y los recuerdos pretéritos ya no forman parte de nuestra vida. No tienen cabida; las casas son angostas, y el ritmo de compras y descartes ten acelerado que no podemos acumular lo que quizá ya ha hubiera pasado antes que lo hubiéremos usado. Los desvanes acogían enseres inutilizables -y por tanto pasto de los sueños, de todos los usos imaginarios. Útiles recuperados para el mundo del teatro, dotados de una nueva vida, concediendo una vida alternativa a quienes se aventuraban en el desván como quien se adentra en un universo fascinante por desconocido, a la vez familiar y extraño. Los trasteros, en cambio, son depósitos de enseres inutilizados, que bien pueden no haber accedido a una vida útil. Enseres con los que no sabemos qué hacer, enseres molestos.
En los trasteros no se juega ni se sueña. El desván no es un escenario donde ser otro por unas horas: se asemeja más bien a un depósito mortuorio cuyos maltrechos bienes pronto caerán en el olvido antes de un último vaciado.
Los enseres del desván siguen estando con sus dueños. Adquieren incluso un aura mágica. Inspiran respeto. Parecen frágiles. Cuando se recurre a ellos y se les devuelve a la vida, se opera con extraño cuidado, no fueren a disolverse en una nube de polvo. Los trasteros, por el contrario, son lugares clínicos. El orden reina; un orden castrense -los trasteros son tan pequeños que exigen clasificar u ordenar para no perder el menor espacio. Los objetos se ahogan. Y ya no saldrán, salvo en un vaciado último tras nuestra muerte.
Hoy, las ciudades periféricas se van poblándose de trasteros que crecen más deprisa que las casas, y brillen más. Barrios en los que lo único que crecen son almacenes -un almacén, literalmente, es un depósito, donde acaban objetos depuestos- de cosas que no necesitamos, que nunca hemos necesitado, cementerios de enseres inútiles que a menudo que han entrado siquiera a formar parte de nuestra vida; deshechos adquiridos y abandonados. Símbolos de la ciudad moderna.
Agradecimientos a Inés Vidal por la siguiente recomendación: