Isimud, con dos caras, en el centro, a la izquierda de Enki sentado
Jano bifronte
La Prudencia
Ticiano: La Prudencia y las Edades del Hombre
El visir Isimud se presentaba en la estancia e introducía a una segunda divinidad o, más probablemente, a un monarca ante Enki, el dios de la arquitectura mesopotámica, sentado en su trono.
Isimud atendía siempre a Enki: era su sirviente. También era considerado como su mensajero. Transportaba las órdenes de Enki hasta los confines del mundo.
Se le reconocía inmediatamente porque tenía dos caras unidas por el cráneo. Miraban en ambas direcciones. Por este motivo, Isimud era el perfecto guardían. Veía el peligro que se acercaba desde cualquier punto del espacio.
Su presencia al lado de Enki era particularmente necesaria. La ordenación del espacio que Enki, gracias a su palabra mágica -la potencia del verbo era una prerrogativa suya-, llevaba a cabo, la orientación y la delimitación del suelo, requería la presencia de Isimud, pues con su sola presencia mirando en ambas direcciones ya se trazaban, al menos virtualmente, los principales ejes horizontales con los que el espacio indiferenciado se componía. Lo ordenaba con su sola mirada. En algunos casos, incluso, Isimud se mostraba con cuatro caras que apuntaban a los puntos cardinales sin lo cuales era imposible orientarse.
A las puertas de las ciudades romanas se hallaba siempre una divinidad que poseía unos rasgos peculiares: estaba dotada, como Isimud, de dos caras que apuntaban hacia direcciones opuestas. Mas esta divinidad no estaba subordinada a nadie. No era ningún mensajero de un dios superior: era esta misma divinidad suprema.
En efecto, Jano -tal es su nombre- (una divinidad etrusca, posiblemente, adoptada por los romanos, y sin paragón alguno con ninguna divinidad griega) se caracterizaba por una doble faz que miraba hacia el orto y el ocaso. Jano era el perfecto guardián de los lugares más débiles de toda construcción (edificio o ciudad): las puertas, los umbrales.
Su talante protector de las moradas no era extraño: Jano era el dios-arquitecto romano, responsable de las primeras ciudades, los santuarios de los inicios. Se preocupaba por sus creaciones, evitándoles los peligros que siempre acechaban. Su sola presencia, gracias a su doble faz escrutadora, desarmaba a cualquiera que quisiera atentar contra el hábitat. Por este motivo, los humanos tenían una especial devoción hacia Jano.
Isimud y Jano no eran las únicas divinidades dotadas con múltiples rostros: una figura con tres caras, joven, adulta y anciana respectivamente, representaba a la Prudencia. Ésta no controlaba el espacio, sino el tiempo. Aseguraba el buen funcionamiento del ciclo vital, la transmisión de los valores y conocimientos de los ancianos a los más jóvenes, la sucesión ineludible de las distintas personas o figuras que el ser humano encarna a lo largo de su vida.
De nuevo, la seguridad de la vida, azorada no solo por la inmensidad del espacio sino también por la imprevisibilidad del tiempo, que se alarga, se acorta o se detiene, incluso, estaba a cargo de una figura bi- o trifronte.
La Prudencia de la que una figura de varios rostros componía una alegoría era la Sofrosyne de la antigua Grecia: la valorada virtud de la prudencia y la templanza, propia de quienes se contenían, sabían mesurarse; de los sabios. La sofrosyne estaba relacionada con la capacidad de delimitar y acotar. Según Platón, se trataba "de una disposición ordenada y armoniosa que se revela en el dominio" de los deseos (W.K.C. Guthrie). La templanza, añadía Platón en La República, era un tipo de orden (en griego, kosmos).
La representación de la Prudencia o la Templanza, en la Edad Media, destacaba su capacidad ordenadora: se trataba de una alegoría en la que una figura femenina sostenía un compás, un útil con el que se pone coto a los desbordamientos (materiales, pasionales), se circunda lo que constituye un peligro (para el cuerpo o el alma).
El compás era también un atributo de algunas ciencias: la Geometría (a la que una figura femenina desnuda prestaba su cuerpo), y la Arquitectura.
El compás era el instrumento con el que el arquitecto vertía sus ideas en el plano, trazaba las líneas que acotaban las imaágenes mentales que le poseían; daba forma, en suma, al mundo.
Así pues, el compás era el emblema de la Creación: Los dioses supremos, responsables de la Creación, se mostraban siempre con un compás en la mano: como Cristo, incluso como Yavhé -rodeando las aguas de los inicios a fin que no destruyeran la creación del universo-.
Por eso, los dioses de la creación eran considerados arquitectos. Dominaban el tiempo y el espacio. Frente a la visión parcial, necesariamente limitado o unidireccional del común de los mortales, los arquitectos, con su visión poliédrica, eran capaces de dar cuerpo, entidad, vigor al mundo.
Veían doble, veían dos veces, agudamente, eran todo ojos, y veían el pasado, el presente y el futuro conjugados en un mismo proyecto. El tiempo y el espacio se sometían ante ellos: éstos eran las condiciones para la creación, entregadas ante él. Su sabiduría, que la perfección de las formas circulare simbolizaba, ponía las cosas recién creadas en orden. Les asignaba el lugar que les correspondía. Las emplazaba, las ordenaba.
La fuerza del arquitecturo reside en su agudeza, su espacial visión del mundo: una visión que le otorga, que lo dota de sustancia, que no lo aplana. Visión que maneja o encarna los "ejes" de la creación.
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