lunes, 10 de mayo de 2010

La primera y la última moradas





Urnas cinerarias etruscas (canopes) (ss. V-IV aC), y urna cineraria en forma de cabaña "pre-etrusca" (villanoviana) (s. IX aC).


I.-

Aunque los textos sagrados de los etruscos se hayan perdido (la religión politeísta etrusca fue una religión de libro, dictado por Targes, el niño divino surgido del surco de una tierra labrada), los romanos adoptaron al menos un rito etrusco: el complejo rito fundacional, detallado en un texto, seguido cuando la fundación de ciudades y santuarios, que tenía como fin obtener la protección divina, tanto de los dioses superiores como, sobre todo, inferiores.

El rito fundacional era único: solo se practicaba una vez, justo antes del inicio de las planificación y de la implantación del asentamiento. Mas, se honraban anualmente a los dioses en cuyos dominios se asentaba la urbe. Es decir, que se evocaba (aunque no se reactualizaba) cada año el rito fundacional, seguramente en cuanto se iniciaba el periodo de las cosechas, ya que no se distinguía entre el trabajo de la tierra, el sembrado y el cultivo, y la apertura de zanjas para implantar los cimientos de los edificios. Una ciudad, la cuna de la cultura, era un organismo vivo que se alzaba como una planta bien cultivada.

A los dioses fundacionales, divinidades ctónicas, infernales, siempre, se las honraba en templos situados en montículos (acrópolis) a cuyos pies se situaba la ciudad.
Por el contrario, la divinidad políada (protectora de la ciudad) se ubicaba en un templo situado en la ciudad: a la puerta de ésta, cerca del camino que conectaba con otro centro y por el que circulaban bienes y personas. Así, la divinidad de la ciudad impedía que las fuerzas nefastas entraran en el recinto. El templo actuaba como un elemento defensivo. Defensa de carácter mágico -y por tanto, eficaz, ya que se basaba en la creencia- y no físico: las ciudades etruscas, al igual que las colonias griegas en la Magna Grecia (el centro y el sur de Italia) que solo presentaban un anillo de santuarios distribuidos en la periferia, carecían de murallas.

Mientras, desde las alturas, las divinidades infernales cuidadan que la ciudad arraigara bien en la tierra. La conexión vertical con las potencias superiores e inferiores estaba a cargo de las divinidades del infra-mundo, invocadas cuando la fundación, situadas en lo alto: una manera de reconocer que no intervenían en los asuntos mundanos. Éstos, por el contrario, la relación horizontal con el resto de las ciudades, estaban a cargo de la divinidad protectora de la ciudad, un rasgo que Roma preservaría: las urbes estaban bajo los cuidados de Jano (una divinidad etrusca, posiblemente, quizá de origen oriental, desconocida en Grecia), el dios de las dos caras, protector de los umbrales, cuyos templos, ubicados en los límites, las puertas de la ciudad, velaban para impedir que los espíritus nefastos, los aires de guerra penetraran en la urbe.

II.-

Los ritos funerarios, en (casi) todas las culturas han tenido una doble finalidad: honrar al difunto, proporcionándole una morada digna, y alejarlo definitivamente de los vivos, impidiéndole, encerrándolo bajo siete llaves, que regrese a la tierra.

Los procedimientos han sido variados: embalsamiento, momificación, incineración y recogida de las cenizas, deposición del cuerpo en un sarcófago antropomorfo (como los fenicios), colocación de una estatua o una estela funeraria sobre la tumba (así en Grecia), etc.
En todos los casos, se trata de devolver al o a los espíritus (en los que se ha reducido el difunto), un cuerpo imperecedero en el que pueda(n) encarnarse -evitando que deambule(n) como un alma en pena, y ronde(n) a los vivientes-, e impedir que se pueda(n) desplazar. Los materiales macizos, pesantes y rígidos mantienen tieso y quieto al doble del difunto.

Los etruscos practicaban habitualmente la incineración. Recogían las cenizas en unas pequeñas urnas cerámicas o de piedra. Estas podían ser de dos tipos: reproducían la casa o cabaña del difunto -una morada cuyo tamaño se adaptaba a las necesidades "vitales" de un espectro inmaterial-, o al propio difunto. En este caso, la urna consistía en una vasija cerámica abombada en la que se depositaban las cenizas, dotada de dos cortos y tiesos apéndices, abiertos en cruz o tendidos hacia lo alto a hacia adelante, que evocaban brazos, a veces dotados de manos, y de una cabeza de tamaño casi natural encasquetada en la que destacaba el rostro lo más naturalista posible (si los ojos no tenían pupila y la boca estaba bien cerrada, los labios prietos).

La efigie resulta patética. El difunto se ha convertido en un tentetieso, un muñeco, un enano. Los brazos son hinchazones, muñones. La cabeza no guarda proporción alguna con el "cuerpo". Parece un cabezón, un deficiente físico. Astutamente, carece de piernas. En ocasiones, la urna está sentada en un trono que la aprisiona. Vistos con ojos modernos, se diría que, antes que honrar a los muertos, los etruscos se burlaban de ellos. Los tenían a su merced. Y éstos tenían que concederles una gracia.

Los etruscos fueron, junto con los egipcios, quienes más reflexionaron sobre la muerte. Mas su visión era más sensata: sabían -o creían saber, pues ¿quién sabe?- que lejos de un paraíso soñado, el país de los muertos es un teatrillo en el que los difuntos hacen ver que viven (como los vivientes).

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