En Egipto, por el contrario, la creación fue considerada de muy diverso modo. En el origen, érase el caos y no la luz o la unidad que se fragmentaria y se apagaría a medida que el cosmos se constituiría en la Grecia antigua . Los dioses egipcios emanaban, eran hipóstasis de figuras anteriores. La creación debía ser preservada, el retorno al origen evitado porque implicaría una vuelta al caos y a la noche.
El templo, cuya construcción y cuya firma resultante repetía o imitaba la creación del cosmos, cumplía la misión de salvaguarda del mismo. La forma de los pilones o fachadas recordaba la del montículo originario de barro del Nun, las aguas primordiales, en el que una flor de loto se abriría para liberar al sol. La manera cómo el templo velaba por la pervivencia de la creación era eficaz. Un templo comprendía una multitud de estancias y pasadizos, techos y patios, muros y columnas. El espacio estaba fuertemente dividido, controlado. No existía un espacio único, sino una sucesión de lugares encajados los unos dentro de los otros. Esta sorprendente multiplicación de estancias tenía como fin manifestar y preservar la ordenación, la división del mundo a partir del control del caos inicial. La partición no era vista como un mal sino como la neutralización de la noche, su encierro y su desactivación, dividida en seres cuya forma ordenada debía ser preservada. El origen nunca fue juzgado como un parto doloroso sino como la solución al dolor que la falta de creación, el desorden previo a la creación imperaba. El templo, la multiplicación de templos, aseguraba así que el peligro del eterno retorno no existiría
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