Un profesor es una persona que profesa. Su profesión es la de hablar en público -de ahí que el paradigma del profesional sea el profesor.
La palabra profesor viene del latín professior que significa, literalmente, el que se dedica a una profesión, entre éstas, la de cultivarse. Un profesor es quien se forma. ¿Por -o para- qué?
Profesor es una palabra compuesta. Pro- significa ante, delante de; el segundo término proviene del verbo fateor (participio pasado: fassus): confesar, manifestar, reconocer públicamente (una profesión es una declaración pública).
Un profesor es quien confiesa ante los demás. Confiesa lo que posee. Su más preciada posesión es el saber. No lo retiene ; lo pone a disposición del público, lo expone a la vista y el oído de la asistencia. Hace partícipes a quienes quieran relacionarse con él de lo que tiene.
Confiesa, no explica. Una explicación exige mantener las distancias con lo que se narra. Una confesión no es objetiva. Lo que se cuenta es personal, viene "de dentro". Se trata de una verdadera exposición. El profesor se expone ante los demás. Expone su punto de vista, su relación con el tema que trata. Éste es expuesto a través de su experiencia. No narra hechos -distantes, distanciados- sino cómo éstos le han influido: qué ha obtenido, ganado, aprendido de aquéllos y qué, por tanto, pueden aprender los alumnos. Les invita a tener la misma experiencia, a adentrarse por temas que no conocen aún pero que merecen ser explorados. Les guiará -aunque no podrá ni deberá suplir la experiencia personal del encuentro directo con un tema que aguarda ser estudiado. Crecerán. Deberán esforzarse. El profesor ofrece un modelo de comportamiento. Abre puertas. Apunta temas y direcciones. Orienta. Un profesor ofrece una visión personal, vivencias. Trata de comunicar una emoción. Porque solo las emociones, el directo contacto con el tema, el conocimiento íntimo con éste pueden ser transmitidos.
Lo que tiene o debería tener no son saberes aprendidos -un profesor no recita una lección aprendida-, sino la capacidad de generar o construir esos saberes. Un "buen" profesor -un profesor que hace (el) bien, que bien opera- cuenta lo que elabora en el momento de contarlo. El enunciado se va generando a medida que habla. Lo que cuenta es un discurso nuevo. Nunca antes lo ha contado de ese modo, y nunca lo repetirá -ni podría.
El profesor se halla ante un público (los estudiantes). Ambos espacios, el que ocupan respectivamente alumnos y profesor, están conectados. Las palabras, las frases traspasan el linde. Pero esas frases se dirigen a un determinado auditorio. Por tanto, responden al auditorio. Tienen a éste en cuenta. El auditorio determina lo que el profesor dice y cómo lo cuenta. No son palabras enunciadas en el vacío o para nadie, sino que se componen -dicen y se estructuran- en función de la receptividad del auditorio. Las frases reverberan en aquél. El auditorio devuelva al profesor lo que cuenta, lo que el auditorio recibe e interpreta. Construye, o reconstruye el discurso a medida que recibe lo que acaba de narrar.
La clase es un juego. El auditorio no es un conjunto pasivo, sino que determina cómo el profesor habla, es decir, cómo piensa. Piensa y se expresa -la expresión es su "pensamiento"- porque está delante del auditorio. No piensa -ni habla- para sí. El auditorio es el fin de su discurso. Cada auditorio genera -y recibe- un discurso distinto. No existen dos clases iguales.
El profesor se expresa de cara, a rostro descubierto. Expresa y denota mediante gestos y palabras. Sus movimientos forman parte de su discurso. Piensa y se expresa también con su cuerpo. Los gestos matizan, amplían o corrigen lo que cuenta verbalmente.
Una clase es una actuación. El tiempo cotidiano se suspende. El espacio no es el habitual, sino que se trata de un espacio que el gesto y la palabra crean y abren. En verdad, en una clase confluyen varios espacios: los que ocupan -y generan- alumnos y profesor, y los espacios que las palabras y los gestos del profesor crean, junto con los que los alumnos se imaginan a través de la manera de comportarse, de confesarse del profesor.
Confesión ¿pública? No exactamente. El profesor no se dirige al "alumnado" sino a cada alumno. Posiblemente piense -y hable para- algunos alumnos -que conoce o que distingue, a través de las expresiones que manifiestan. Una clase es un diálogo y no un monólogo. En cualquier momento, un leve cambio en la expresión, o la posición de un solo alumno puede determinar un cambio en lo que el profesor cuenta. Éste percibe que lo que explica no se recibe. Y tiene que rectificar al momento. Habla según las miradas que descubre. Habla a -para- los ojos. Una clase entra por los ojos. Es un acontecimiento visual -a la vez, o casi antes que, sonoro.
Una clase es una experiencia: ambos, profesores y alumnos pueden ser conscientes de que se trata de un acontecimiento único. Una clase no se repite. Siempre se construye de nuevo. Con más o menos fortuna. Una clase es un acontecimiento mágico. Siempre que se entre en el juego.
Lo que tiene o debería tener no son saberes aprendidos -un profesor no recita una lección aprendida-, sino la capacidad de generar o construir esos saberes. Un "buen" profesor -un profesor que hace (el) bien, que bien opera- cuenta lo que elabora en el momento de contarlo. El enunciado se va generando a medida que habla. Lo que cuenta es un discurso nuevo. Nunca antes lo ha contado de ese modo, y nunca lo repetirá -ni podría.
El profesor se halla ante un público (los estudiantes). Ambos espacios, el que ocupan respectivamente alumnos y profesor, están conectados. Las palabras, las frases traspasan el linde. Pero esas frases se dirigen a un determinado auditorio. Por tanto, responden al auditorio. Tienen a éste en cuenta. El auditorio determina lo que el profesor dice y cómo lo cuenta. No son palabras enunciadas en el vacío o para nadie, sino que se componen -dicen y se estructuran- en función de la receptividad del auditorio. Las frases reverberan en aquél. El auditorio devuelva al profesor lo que cuenta, lo que el auditorio recibe e interpreta. Construye, o reconstruye el discurso a medida que recibe lo que acaba de narrar.
La clase es un juego. El auditorio no es un conjunto pasivo, sino que determina cómo el profesor habla, es decir, cómo piensa. Piensa y se expresa -la expresión es su "pensamiento"- porque está delante del auditorio. No piensa -ni habla- para sí. El auditorio es el fin de su discurso. Cada auditorio genera -y recibe- un discurso distinto. No existen dos clases iguales.
El profesor se expresa de cara, a rostro descubierto. Expresa y denota mediante gestos y palabras. Sus movimientos forman parte de su discurso. Piensa y se expresa también con su cuerpo. Los gestos matizan, amplían o corrigen lo que cuenta verbalmente.
Una clase es una actuación. El tiempo cotidiano se suspende. El espacio no es el habitual, sino que se trata de un espacio que el gesto y la palabra crean y abren. En verdad, en una clase confluyen varios espacios: los que ocupan -y generan- alumnos y profesor, y los espacios que las palabras y los gestos del profesor crean, junto con los que los alumnos se imaginan a través de la manera de comportarse, de confesarse del profesor.
Confesión ¿pública? No exactamente. El profesor no se dirige al "alumnado" sino a cada alumno. Posiblemente piense -y hable para- algunos alumnos -que conoce o que distingue, a través de las expresiones que manifiestan. Una clase es un diálogo y no un monólogo. En cualquier momento, un leve cambio en la expresión, o la posición de un solo alumno puede determinar un cambio en lo que el profesor cuenta. Éste percibe que lo que explica no se recibe. Y tiene que rectificar al momento. Habla según las miradas que descubre. Habla a -para- los ojos. Una clase entra por los ojos. Es un acontecimiento visual -a la vez, o casi antes que, sonoro.
Una clase es una experiencia: ambos, profesores y alumnos pueden ser conscientes de que se trata de un acontecimiento único. Una clase no se repite. Siempre se construye de nuevo. Con más o menos fortuna. Una clase es un acontecimiento mágico. Siempre que se entre en el juego.
Totalmente de acuerdo. Soy maestra, y por todas estas razones que explicas, me encanta mi profesión..
ResponderEliminarM.Martorell
Muchas gracias por compartir su experiencia.
EliminarDe una "buena" clase aprenden tanto los estudiantes cuanto el profesor que ha logrado expresarse -aclararse y comunicar-, lo que seguramente no habría ocurrido, al menos de esta manera, clara y convincente, ante un auditorio distinto. Una clase afortunada es un regalo mutuo: del profesor que transmite a los estudiantes, y de éstos al profesor ya que sin aquéllos no habría pensado ni estructurado lo que ha explicado, no habría, de pronto, visto lo que, durante la exposición, ha hallado. Como alumno de las clases maravillosas del filósofo Eugenio Trías, quien pensaba y elaboraba a la vista de nosotros, los estudiantes de entonces -y luego ya como profesor- creo que la experiencia del contacto directo, de la construcción en directo, es insustituible -y enriquecedora. Las clases magistrales, hoy tan denigradas, que se construyen mutuamente, entre el profesor que se esfuerza y los alumnos que expresan, en silencio, a través de gestos y expresiones, qué -si- reciben, y qué piensan -que (sin acento ahora) piensan- son un acontecimiento, una experiencia que no se puede repetir, una vivencia.
Gracias de nuevo.