domingo, 16 de enero de 2022

La puerta de oro, o el museo como sagrario (David Chipperfield, 1951: Kunstmuseum, Zúrich, 2021)


 

Pipilotti Rist: Bosque de Píxeles, 2021

La tercera ampliación del museo de arte de Zúrich, del arquitecto inglés David Chipperfield, recientemente inaugurado, consistente en un volumen paralelepipédico, cuyas fechas se rasgan o se rayan con las ya características, casi reiterativas, alargadas y estrechas ventanas dispuestas en batería -que creen un molesto enrejado en las salas expositivas- a las que recurre una y otra vez este arquitecto, esté en Barcelona o en Zúrich, ha recibido severas críticas por su carácter monumental, un mausoleo de hormigón. La puerta de acceso, dos batientes dorados masivos de grandes dimensiones, ha centrado la mayoría de las críticas. Son puertas que no invitan a entrar en el museo, y que dan una sensación de pesadez, pese a que se abren automáticamente en cuanto el visitante se acerca.
Mas, ¿tiene un museo que estar abierto al exterior? La concepción contemporánea del museo como una caja de resonancia que amplifica las críticas de la sociedad, y la visión del artista como un estilete sensible que reacciona ante los problemas, o se anticipa a éstos, casa mal con la imagen de un sagrario recluido que transmite el museo.
Cuando la vida va mal dada cabe la revuelta o el ensimismamiento, el ataque o la huida, la reclusión interior. El carácter ensimismado del museo parece encapsular un mundo desconectado del exterior, apropiado para quién quiere olvidarse del mundo y acceder a otro, dejando en suspensión los problemas mundanos. Las puertas doradas del museo, que se abren mágicamente, y se cierran, apenas hemos accedido al museo, tras nuestras espaldas, nos abren a un mundo distinto -que quizá acabemos por descubrir que no es sino el reflejo o la consecuencia de la codicia exterior (una parte de las colecciones tienen un origen dudoso y fueron adquiridas con fondos grises procedentes de la poderosa y discreta industria armamentística-), pero al que accedemos para dejar atrás, lo consigamos o no, el prosaísmo. Las puertas doradas cerradas parecen prometer la entrada en una caja o cueva mágica -que acabemos quizá  por concluir que no lo es-, pero que al menos mantienen la ilusión por unos momentos o unas horas, cuando circulamos por entre la última obra de la vídeoartista suiza Pipilotti Rist, un bosque encantado de luces cuyos límites se desdibujan, y en el que no importa ni molesta perderse.
Un museo no debería ser necesariamente  un laboratorio donde se auscultan problemas y se ponen éstos, a veces con cierta sensación de superioridad, en evidencia, sino una caja o una cueva donde el mundo pueda olvidarnos o no alcanzarnos. Las puertas doradas impedirían el paso al asedio de la realidad -que no cesa en el empeño de esperar a que salgamos. Al menos nos podremos haber librado por unas horas de los zarpazos del mundo que no da tregua. 





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