jueves, 10 de diciembre de 2009
El más allá en Sumer y en Egipto
A principios de los años treinta, Agatha Christie, ya conocida, llegó hasta el polvoriento yacimiento arqueológico de Ur, en pleno desierto de Irak, para visitar lo que los periódicos de toda Europa y de los Estados Unidos no cesaban de anunciar: el reciente descubrimiento de centenares de tumbas mesopotámicas, algunas reales, cargadas de ajuares funerarios de oro, plata y piedras preciosas que el arqueólogo responsable de la mission, Wooley, proclamaba día sí día también, comparándolos, casi con ventaja, con los que se habían descubierto un poco antes en la tumba de Tutankhamon. Se trataba del famoso Tesoro de Ur (primera mitad del III milenio aC). Un año más tarde, Agatha Christie se casaba con Mallowan, ayudante de Wooley, y publicaba Asesinato en Mesopotamia.
El tesoro esplendoroso de Ur, hoy dividido entre Bagdad, Londres y Filadelfia -donde se puede contemplar, al fin en el UPennMuseum-, ha causado hasta hoy un grave problema antropológico. Los mitos, los textos épicos (como el Poema de Gilgamesh) y los himnos sumerios y acadios, describen el más allá como una antro oscuro, lleno de polvo, donde las almas (gidim) de los difuntos malviven, los ojos se resecan y los gusanos que rebullen acechan: un espacio infernal que marcará la concepción el infierno judío y, posteriomente, cristiano.
El más allá mesopotámico, por tanto, contrasta con el egipcio. En éste, campos florecientes, agua abundante, leche y miel, y un entorno idílico invitan al difunto -no siempre tan confiado como parece, sin embargo- a morar para la eternidad. El más allá culmina la vida terrenal; acoge lo mejor que la tierre puede ofrecer.
Por este motivo, los difuntos se aprestan gozosamente para el último viaje. Transportan todas sus pertenencias a fin de proseguir una vida ya de por sí, gracias a la fecundidad del Nilo, placentera.
El ajuar funerario aúreo de Ur contradice la sombría visión mesopotámica del inframundo. Los difuntos parecen ponerse sus mejores galas para aparecen ante Nergal y su esposa Ereshkigal, las divinidades que rigen la "vida" después de la muerte. ¿Acaso, entonces, el Tesoro de Ur, refleja una concepción del mundo de los muertos muy distinta de la que distilan los textos?
Hoy se sabe, al fin, que esto no es cuierto. Los ajuares funerarios deslumbrantes no son ornamentos que los difuntos portan para honrar a las potencias infernales, sino ofrendas para lograr que la estancia sea lo menos "terrorífica" o deprimente posible. Del mismo modo que, mucho más tarde, los griegos y los romanos, tendrán que pagar un peaje para viajar al más allá (los difuntos se enterraban con unas monedas en la boca o en las manos), los mesopotámicos tenían que implorar, mediante bienes deslumbrantes, a los dioses que no les hicieran una vida aún más imposible que la que habían tenido en la tierra, aplastada por el sol inclemente y los diluvios ocasionales que todo lo destruían.
Se ha descubierto también, en un nuevo estudio del yacimiento (preservado durante la guerra ya que alberga una base militar aérea), que las tumbas no eran construidas en vida, como en Egipto (ya que el ser humano se preparaba desde siempre para la gloria postrera, convertido en una estrella), sino, muy rápida y descuidadamente, tras la muerte del o de los ocupantes (ya que se trata, sobre todo, de tumbas familiares, reutilizadas durante siglos).
El Tesoro de Ur, pues, lejos de contradecir la siniestra visión del infierno que el espectro de Enkidu, el escudero de Gilgamesh, describe en su única apareción entre los vivos, la corrobora. El más allá era tan temible, que los muertos se arruinaban, y arruinaban sus familias, para tratar de lograr, vanamento, que los dioses infernales no les castigaran aún más y para siempre.
Los ajuares funerarios egipcios y mesopotámicos, pese a ser tan similares, revelan una concepción de la vida, y tienen un significado, opuestos. El oro, en Mesopotamia, no lograba disipar las tinieblas. O cegaba. Como ocurre aún hoy en Iraq.
miércoles, 9 de diciembre de 2009
Eero Saarinen: Shaping the Future (no future)
Las metáforas del pájaro abriendo las alas, y del interior de la ballena preparado para transformar a todos los jonases del mundo enviándolos a un nuevo mundo se han convertido casi en tópicos de la arquitectura aeropuertaria, pero fueron enunciadas por vez primera por Eero Saarinen, a mitad de los años 50, con el proyecto de la terminal de la TWA en el aeropuerto internacional de Nueva York (hoy JFK).
El escasamente visitado Museo de la Ciudad de Nueva York (que forma parte de la Museum Mile, que comprende el Museo Metropolitano de Arte, el Museo Cooper-Hewitt de diseño, el Museo Judio, el Museo Pueblo de arte íberoamericano, la Neue Galerie para el expresionismo alemán, y el Museo Guggenheim) presenta una muestra excelente (con fotografías, documentales, maquetas y mobiliario) dedicada a Saarinen, como forjador de la imagen moderna de los Estados Unidos, en los años cincuenta y sesenta: Eero Saarinen: Shaping the Future.
Saarinen es conocido por los proyectos depurados, casi vacíos, de sedes de grandes empresas multinacionales, de estilo rigurosa, austeramente "moderno" -formas cúbicas recubiertas de muros-cortina con motivos simples extendidos hasta la extenuación-.
Estas poderosas imágenes corporativas (que tuvieron gran ceptación tenían, sin embargo, una finalidad muy distinta. No se trataba de una arquitectura que debía atender solo a requerimientos económicos, funcionales y técnicos, sino también (o incluso sobre todo) a necesidades espirituales. Saarinen quería construir centros que simbolizaran la reunión voluntaria de individuos libres, centros de reunión o comunales, en suma, en los que individuos, sin perder su singularidad, sin abjurar o renunciar a lo que les constituían, conjuntaban libre (y no por imposición de planes quinquenales) sus esfuerzos en pos de un bien o un objetivo común: la mejora espiritual del mundo.
En este sentido, resulta esclarecedor la influencia manifestada por Saarinen de la mezquita de Córdoba que le proporcionó un modelo de espacio vacío dedicado a una comunidad en la que individuos rezaban, vueltos cada uno sobre si mismos pero al unísono, creando grupos de seres quer no dejaban de ser lo que eran (y pone de manifiesto el error de explicar la arquitectura de los siglos XX y XXI desligada de la historia, no necesariamente occidental, de la arquitectura).
Las sedes corporativas no eran, entonces, distintas de las numerosas capillas protestantes que
Saarinen construyó, inspirándose en estos casos de iglesias reformadas del norte de Europa, edificadas bajo un afilado campanario que se constituía como un punto de referencia para toda una comunidad, una invitación al encuentro y el compartir experiencias y meditaciones, a una plegaria conjunta.
La exposición documenta, agudamente, una faceta menos conocida del trabajo de Saarinen: la arquitectura doméstica, caracterizada por interiores compuestos por estancias interconectadas, dotadas de un mobiliario escaso y "moderno" (simple), organizadas alrededor de una amplia sala de estar alrededor de un espacio de encuentro.
Ssarinen empezó a proyectar esas viviendas a finales de la II Guerra Mundial, como respuesta a las necesidades de los soldados heridos física y espiritualmente que retornaban del combate y necesitan ser alojados. Se trataba de ofrecerles un espacio en los que pudieran reposarse y reencontrarse, restablecerse en todos los sentidos de la palabra: unos espacios de acogida, acogedores. El estilo denudado, la escasez franciscana de objetos, las formas nuevas tenían como fin constituir una especie de espacio en blanco que no mirara a un pasado horrísono, en los que no se pudiera recordar nada, afin que la mente, en blanco, pudiera descansar. El estilo moderno, tanto de la arquitectura como del mobiliario (las sillas y las mesas, con un solo soporte central, que rehuían, por tanto, el contacto con la dura tierra, eran y son significativas de este esfuerzo de elevación moral que Saarinen buscaba), rompía intencionadamente con el pasado, porque éste era demasiado doloroso. Antes que casas, lo que Saarinen proyectó eran centros de recogimiento. Lo "moderno" (el estilo moderno) era la manera, la "forma" más eficaz de huir de un mundo en ruinas, de historias personales rotas.
Las tentativas de Saarinen fracasaron. El ser humano no puede obviar el dolor. Entre la austeridad y la frialdad, la discreción y el desinterés, la frontera es tenue.
Pero Saarinen, como un arquitecto medieval que aspiraba a la pureza y la luz, dotó de una extraña intensidad a las formas descarnadas modernas.
Una exposición soberbia.
Creta y El Greco
La Fundación Alexander S. Onassis de Nueva York, de reciente creación, acaba de inaugurar una de las exposiciones más sugerentes y enriquecedoras de las últimos años, que muestra que la historia del arte es más compleja de lo que los profesores pensamos y enseñamos, y que presenta datos inéditos que deben ser reinterpretados.
The Origins of El Greco Icon Painting in Venetian Crete, con piezas procedentes de un gran número de colecciones griegas y norteamericanas, documenta todo lo que este pintor debe a su isla natal donde se formó y en la que se produjo una revolución artística que marcó tanto Oriente como Occidente.
Hace ya mucho tiempo que se ha descartado la influencia, defendida a principios del siglo XX, de la mística castellana (Teresa de Jesús, Juan de la Cruz) en las figuras religiosas elongadas y con los ojos en blanco, transidas de fervor religioso, de El Greco -que no era precisamente un místico- y, desde hace algunos años, se debate y se polemiza sobre sus raices biazantinas.
Esta exposición explora a fondo, de manera casi concluyente, esta vía.
La presión creciente otomana sobre Constantinopla, casi asediada, obligó a los pintores de iconos a emigar a Venecia -donde entraron en contacto con un tipo de arte muy distinto al que practicaban -y a Creta. Los viajes entre Creta y Venecia se multiplicaron a principios del siglo XV. Los pintores de gusto bizantino empezaron a recibir encargos de ricos patricios y mercaderes occidentales (venecianos, principalmente), familiarizados con el gusto bizantino (la bulbosa catedral de Venecia es de tipo y decoración orientales).
Paralelamente a la llamada pintura alla greca, empezaron a producir obras alla latina, en las que confluyeron estilos bizantinos, hieráticos, principalemente, en las figuras, y fondos casi naturalistas tomados de la pintura veneciana, de los Bellini, por ejemplo (un pintor copiado literalmente por los pintores de iconos cretenses). Los temas, religiosos, también se ampliaron para satisfacer un gusto que ya no era entera o necesariamente bizantino.
Los pintores de iconos cretenses se fijaron en la representación de las figuras de la pintura manierista occidental: elongadas (un rasgo, por otra parte, similar al de las efigies de los santos bizantinos) y contorsionadas. Esas poses fueron interpretadas y traducidas mediante un juego de formas triangulares plegadas que mantenían la planimetría de la pintura bizantina, adaptada a un gusto por formas complejas. Además las formas serpentinas de las pinturas manieristas occidentales (de Parmigiano, por ejemplo, admirado por El Greco) evitaban o rehuían el naturalismo, temido por Bizanzio. La adaptación no fue dificultosa: la pintura veneciana fue difundida por toda Europa, y en Creta, a través de grabados (un medio de reproducción cuya importancia no ha sido aún plenamente estudiada) en los que los volúmenes coloreados de las pinturas se reemplazaban por planos rayados cuyos contornos lineales, bien marcados, eran imprescindibles si no se quería caer en composiciones torpes, confusas o irreconocibles.
Por otra parte, los pintores cretense recurrieron a la perspectiva -proscrita en la pintura de iconos-, no porque permitiera una representación más ilusionista, ni ofreciera un punto de vista personal sobre la naturaleza, sino porque expresaba la superioridad de la geometría sobre el mundo material, de la mente y las formas ideales (platónicas, bien conocidas en Bizancio, al contrario que en Occidente hasta el siglo XV)) sobre la materia bruta, de Dios sobre el mundo sensible. Las razones por las que los cretenses utilizaron la perspectiva fueron distintas -u opuestas- a las de los pintores renacentistas occidentales, pero el resultado fue similar: la imagen se acercó al modelo representado.
El Greco, inicialmente, fue un pintor de iconos alla latina. Tras su partida a Venecia y luego a Toledo -tras una estancia en Roma-, mantuvo la estructura formal que aprendió en Creta -enriquecida con el colorido veneciano, no muy distinto del color de los iconos bizantinos, en los que el rojo y el blanco dominan-. Las figuras retorcidas, las nubes sólidas como rocas, las figuras encajadas unas junto a otras, como si fueran piezas de un mosáico, las extrañas perspectivas, revelan su adscripción a la fusión de los estilos bizantinos y venecianos que pintores como Miguel Damasceno o Jorge Klontzas practicaron -no solo para satisfacer el gusto de mecenas occidentales sino también para manifestar su oposición al arte otomano musulmán que proscribía la representación naturalista.
El Greco fue el último pintor bizantino, y el que logró la plena y acertada fusión de dos maneras de ver y de representar el mundo.
La exposición documenta admirablemente los entrecruzamientos entre Oriente (Bizancio) y occidenter (Venecia, Florencia) en los siglos XV y XVI, y revela que la historia el arte renacentista no puede encorsetarse en una visión que solo atiende a lo que acontecía en la Europa occidental, y tiene que tener en cuenta otros centros artísticos como Creta en los que se forjó parte del lenguasje manierista.
El Greco, en este sentido, aparece como una figura clave, en el que confluyen dos tradiciones, platónica (bizantina) y aristotélica (florentina y veneciana), que forjaron una de las obras más singulares de las tradicciones oriental y occidental, recuperada a principios del siglo XX (desde Proust hasta los expresionistas).
domingo, 6 de diciembre de 2009
La primera casa europea
Maqueta de arquitectura (tres edificios sobre una plataforma o un tell simbolizado por la base cuadrangular, rayada horizontalmente, y con óculos), terracota, Gumelniţa, Căscioarele, 4600–3900 BC
National History Museum of Romania, Bucharest: 12156
Maqueta arquitectónica -destacan la puerta y el umbral, así como el espacio interior entendido como un cuenco- con siete estatuillas, terracota, Cucuteni, Ghelăieşti, 3700–3500 BC.
Neamţ County Museum Complex, Piatra Neamţ: 12550–12552, 13209–13213
Photo: Marius Amarie
El recién fundado (2006) Institute for the Study of the Ancient World, en Nueva York, relacionado con las Universidades de Nueva York y de Princeton, presenta una bellísima e inteligente exposición dedicado a las grandes culturas neolíticas de Centro-Europa, llamadas culturas del Danubio, que ocupaban lo que hoy son Moldavia, Bulgaria y Rumanía: The Lost World of Old Europe. The Danube Valley, 5000-3500 bC.
La muestra, que presenta una extraordinaria selección de piezas procedentes de museos centro-europeos (y que debería mostrarse en España), centradas en la imagen femenina y en maquetas de arquitectura del sexto y del quinto milenios, revela como, tras la última glaciación, la cultura, los nuevos modos de vida y de ocupación del espacio, y las creencias de poblaciones que dejaron de cazar y recolectar para subsistir, se iniciaron en el Levante, hace unos once mil años, y se extendieron a través de Anatolia, hacia Grecia; de allí, hacia el norte (el centro de Europa), mientras que otra corriente pasaba al sur de Italia, Cerdeña para, finalmente, hacia el 4000 aC, alcanzar la Península Ibérica y las costas mediterráneas francesas.
En este largo proceso de nueva aculturalización, los pueblos lindantes con el Danubio crearon o poseyeron formas de vida y un imaginario complejo, anterior a la escritura, quizá el más rico que se dió en todo el mundo por esa época.
Destacaron los asentamientos, con grandes moradas de madera defendidas por empalizadas, construidas y reconstruidas en unos mismos lugares durante casi dos mil años.
Esas culturas desaparecieron entre el 4000 y el 3000 aC, quizá debido a invasiones venidas del Caúcaso, que basaban su superioridad en el uso del caballo recién domesticado, desconocido en Europa (y el Próximo Oriente). Esos supuestos invasores, con una cultura indo-europea muy distinta a la de las poblaciones centro-europeas, estarían en el origen de las grandes culturas, ya históricas, del Mediterráneo.
Se pensó durante tiempo que los pueblos del Danubio, vencidos por hordas caucásicas, eran pacíficos e igualitarios. Las excavaciones han puesto en evidencia, sin embargo, la existencia de armas de piedra, y de enterramientos principescos que revelan que la inegalidad social estaba implantada.
Un sinmúmero de estatuillas femeninas con características sexuales acentuadas dieron lugar al mito de la gran diosa madre europea (diosa de la fecundidad y de la fertilidad, considerada como una divinidad benigna, derrotada por la cultura patriarcal caucásica).
Sin embargo, estas estatuiillas han sido halladas mayoritariamente en contextos domésticos. No parece que los asentamientos, algunos extensos y muy poblados, poseyeron templos o recintos dedicados al culto (de una divinidad). Éste se practicada seguramente en el seno del hogar, y podría haber estado dedicado a anccestros o a figuras femeninas de quienes dependía la supervivencia del clan.
La exposición pone en relación las estatuillas femeninas y las maquetas de arquitectura, y sugiere que revelan que el hogar era tanto una morada para los mortales como para los inmortales, moradas consideradas como espacio de vida, "maternales". El conjunto indisoluble de maquetas y figuras femeninas revelaría la importancia y el aprecio del espacio doméstico, y la creencia que la vida del ser humano -y quizá su propia esencia en tanto que humano- estaba garantizada, y generada, por el espacio interior, cuyos poderes vitales las figuras femeninas simbolizaban, constituían o acrecentaban.
Estamos ante culturas anteriores a la escritura, si bien se han hallado sellos o tampones de piedra -utilizados para imprimir motivos decorativos sobre tejidos- que indican la existencia de marcas diferenciadas, quizá ya de un lenguaje sígnico. Todas las interprewtaciones, por tanto, siempre son controvertidas.
Pero, desechada la creencia en la existencia en una única diosa madre europea, cobra crédito la importancia de los contextos en los que esas figurillas femeninas han sido halladas, y aquéllos son siempre arquitectónicos: casas individuales. Si las figurillas -divinidades, ancestros o simples humanas- evocan o invocan la vida, ésta se proyecta o se recoge en la casa. La casa aparece como la cuna y la tumba.
Poco sabemos de esas culturas, fundamentales para entender el papel y el imaginario arquitectónicos. Seguimos creyendo que solo el conocimiento de la arquitectura de los siglos XX y XXI puede ilustrarnos. Así nos va.
http://www.nyu.edu/isaw/exhibitions/oldeurope/objectchecklist.html
(Dedicado a Carlos, & Carolina, y Victoria)
National History Museum of Romania, Bucharest: 12156
Maqueta arquitectónica -destacan la puerta y el umbral, así como el espacio interior entendido como un cuenco- con siete estatuillas, terracota, Cucuteni, Ghelăieşti, 3700–3500 BC.
Neamţ County Museum Complex, Piatra Neamţ: 12550–12552, 13209–13213
Photo: Marius Amarie
El recién fundado (2006) Institute for the Study of the Ancient World, en Nueva York, relacionado con las Universidades de Nueva York y de Princeton, presenta una bellísima e inteligente exposición dedicado a las grandes culturas neolíticas de Centro-Europa, llamadas culturas del Danubio, que ocupaban lo que hoy son Moldavia, Bulgaria y Rumanía: The Lost World of Old Europe. The Danube Valley, 5000-3500 bC.
La muestra, que presenta una extraordinaria selección de piezas procedentes de museos centro-europeos (y que debería mostrarse en España), centradas en la imagen femenina y en maquetas de arquitectura del sexto y del quinto milenios, revela como, tras la última glaciación, la cultura, los nuevos modos de vida y de ocupación del espacio, y las creencias de poblaciones que dejaron de cazar y recolectar para subsistir, se iniciaron en el Levante, hace unos once mil años, y se extendieron a través de Anatolia, hacia Grecia; de allí, hacia el norte (el centro de Europa), mientras que otra corriente pasaba al sur de Italia, Cerdeña para, finalmente, hacia el 4000 aC, alcanzar la Península Ibérica y las costas mediterráneas francesas.
En este largo proceso de nueva aculturalización, los pueblos lindantes con el Danubio crearon o poseyeron formas de vida y un imaginario complejo, anterior a la escritura, quizá el más rico que se dió en todo el mundo por esa época.
Destacaron los asentamientos, con grandes moradas de madera defendidas por empalizadas, construidas y reconstruidas en unos mismos lugares durante casi dos mil años.
Esas culturas desaparecieron entre el 4000 y el 3000 aC, quizá debido a invasiones venidas del Caúcaso, que basaban su superioridad en el uso del caballo recién domesticado, desconocido en Europa (y el Próximo Oriente). Esos supuestos invasores, con una cultura indo-europea muy distinta a la de las poblaciones centro-europeas, estarían en el origen de las grandes culturas, ya históricas, del Mediterráneo.
Se pensó durante tiempo que los pueblos del Danubio, vencidos por hordas caucásicas, eran pacíficos e igualitarios. Las excavaciones han puesto en evidencia, sin embargo, la existencia de armas de piedra, y de enterramientos principescos que revelan que la inegalidad social estaba implantada.
Un sinmúmero de estatuillas femeninas con características sexuales acentuadas dieron lugar al mito de la gran diosa madre europea (diosa de la fecundidad y de la fertilidad, considerada como una divinidad benigna, derrotada por la cultura patriarcal caucásica).
Sin embargo, estas estatuiillas han sido halladas mayoritariamente en contextos domésticos. No parece que los asentamientos, algunos extensos y muy poblados, poseyeron templos o recintos dedicados al culto (de una divinidad). Éste se practicada seguramente en el seno del hogar, y podría haber estado dedicado a anccestros o a figuras femeninas de quienes dependía la supervivencia del clan.
La exposición pone en relación las estatuillas femeninas y las maquetas de arquitectura, y sugiere que revelan que el hogar era tanto una morada para los mortales como para los inmortales, moradas consideradas como espacio de vida, "maternales". El conjunto indisoluble de maquetas y figuras femeninas revelaría la importancia y el aprecio del espacio doméstico, y la creencia que la vida del ser humano -y quizá su propia esencia en tanto que humano- estaba garantizada, y generada, por el espacio interior, cuyos poderes vitales las figuras femeninas simbolizaban, constituían o acrecentaban.
Estamos ante culturas anteriores a la escritura, si bien se han hallado sellos o tampones de piedra -utilizados para imprimir motivos decorativos sobre tejidos- que indican la existencia de marcas diferenciadas, quizá ya de un lenguaje sígnico. Todas las interprewtaciones, por tanto, siempre son controvertidas.
Pero, desechada la creencia en la existencia en una única diosa madre europea, cobra crédito la importancia de los contextos en los que esas figurillas femeninas han sido halladas, y aquéllos son siempre arquitectónicos: casas individuales. Si las figurillas -divinidades, ancestros o simples humanas- evocan o invocan la vida, ésta se proyecta o se recoge en la casa. La casa aparece como la cuna y la tumba.
Poco sabemos de esas culturas, fundamentales para entender el papel y el imaginario arquitectónicos. Seguimos creyendo que solo el conocimiento de la arquitectura de los siglos XX y XXI puede ilustrarnos. Así nos va.
http://www.nyu.edu/isaw/exhibitions/oldeurope/objectchecklist.html
(Dedicado a Carlos, & Carolina, y Victoria)
¿Quién no teme a la Bauhaus feroz?
La exposición, hermosa y emocionante, que el Museo de Arte Moderno de Nueva York dedica a la Bauhaus, escenifica una tragedia en cuatro actos: la transformación de esta institución, desde los inicios en Weimar hasta su en el fondo lógica disolución por el partido nacional-socialista hitleriano en 1932.
La muestra se centra en los cambios marcados por los sucesivos translados de sede, de Weimar a Berlín pasando por Dassau, y la serie de cuatro directores que acaba con Mies van der Rohe.
Se descubre, para mí con sorpresa, como la Bauhaus inicial aunaba arte y artesanía, se centraba en las artes aplicadas, y estaba marcada por las artes "primitivas" -que afectaron anteriormente a los pintores cubistas-: un extraordinario asiento de alto dosel, influenciado por un trono real africano, de Breuer constituye la pieza clave. Obras para niños, marionetas, muñecos forman un conjunto en los que la figura humana está aún presente, aunque, en ocasiones ya mutilada, deformada, como los heridos desfigurados de la Gran Guerra. Esta vuelta a un arte primitivo, considerado originario e inocente, estaba provocado por el horror de las artes finiseculares asociadas a la Primera Guerra Mundial.
Un ejercicio de análisis del arte renacentista llevado a cabo en un taller, sin embargo, ya apuntaba a lo que iba a acontecer: contrariamente a la escuela iconológica de Aby Warburg (también alemán), lo que la Bauhaus destacaba no era el significado de una Maternidad del siglo XV, ni el marco cultural en el que estaba inmersa y le daba sentido, sino solo los rasgos compositivos o formales, considerados inmutables, inmemoriales. De algún modo, la maternidad no expresaba la mezcla de ternura y de dolor de la madre (del dios criatiano) ante su hijo, condenado a una muerte ineludible, sino que era un ejercicio semejante a los que la abstracción geométrica se planteaba. El "pathos" no era tenido en cuenta,. La obra , se explicaba, se limitaba a ser un problema resuelto de líneas, planos y manchas de color.
Poco a poco, los objetivos y las influencias de la Bauhaus fueron cambiando. La artesanía dejó paso al diseño, el teatrillo de títeres al cine, los grabados de madera medievalizantes a la fotografía. La abstracción irrumpió. La arquitectura, bajo el mando de Gropius, el nuevo director, empezó a destacar, si bien la armonía de las artes aún existía. Y la figura humana fue menguando.
La Bauhaus concluye bajo el mando de Mies van der Rohe. La arquitectura es la única protagonista. El resto de las artes han sido apartadas. Los trabajos consisten en proyectos de barrios, supuestamente pensados para vivir en condiciones óptimas, en contacto con la naturaleza, consistentes en casas individuales pareadas, extendidas hasta el infinito, separadas por vías rectas, entre las cuales se yerguen bloques paralelepipédicos de gran altura. Los seres humanos han desaparecido. Las perspectivas muestran exteriores vacíos, como si de ciudades muertas se tratara, e interiores sin nadie, casi sin muebles, sin huellas ni marcas de habitantes, volcados al exterior a través de amplios ventanales de suelo al techo, que reemplazan las paredes protectoras. Son casas semejantes a cenotafios, perfectos, sin vida.
Pero el horror ya había despuntado en barrios construidos anteriormente bajo la dirección de Gropius. Las fotografías de época muestran calles amchas e implacablemente rectas, sin un alma, ni siquiera en pena, que fugan de frente hacia la lejanía, delimitadas por casas bajas de techo plano, semejantes a barracones (los campos de concentración, unos pocos años más tarde, no pueden dejar de rondar), todas iguales, en las que ningún elemento sobresale ni altera el imperio de la geometría.
La bondad y el horror de la arquitectura del siglo XX quedan resumidos en esos apenas diez años durante los cuales arquitectos, artistas y artesanos quisieron reformar la vida -y acabaron con ella.
Y, sin embargo, no se puede dejar de sentir cierta simpatía por esos ejercicios teóricos implacables, llevados, en ocasiones, a la realidad. Un anuncio de los años 30 dedicado a promocionar muebles de tubo, creado en la Bauhaus (que había logrado contratos con grandes empresas), muestra a una mujer moderna sentada en la silla tubular Wassily de Breuer. Curiosamente, porta una máscara metálica lisa, con huecos oculares redondos, creada por Schlemmer, semejante a las que de Chirico o Brancusi habían compuesto anteriormente. Aunque la figura esté vista de lado, gira la cabeza y mira fijamente al espectador. La impresión es inquietante. Los ojos son huecos negros.
Consemiller pretendía evocar la perfección de los maniquis, sus geométricos movimientos, exaltando la insensibilidad de la máquina. Pero también se quería borrar toda huella de rasgos, preocupaciones, influencias culturales y raciales. Aquella mujer no pertenecía a ningún clan, no poseía ningún credo, no seguía tribu alguna. No tenía pasado. No estaba atada a nada ni a nadie.
La Bauhaus sabía que la Primera Guerra Mundial fue provocada por el imperio de los nacionalismos, el amor sangriento por las patrias chicas, por la defensa exacerbada de los particularismos locales, la represión que las tradiciones imponen, contra lo que pretendía luchar, evitando que la guerra total retornara. Todas estos condicionantes terribles, que aislan a los humanos y les llevan a matarse en defensa de sus creencias religiosas y patrias, debían derribarse. El hombre nuevo no tenía que tener la cara deformada por el ardor patrio. Antes que humanos marcados por el odio, eran preferibles los autómatas, libres de prejuicios.
La Bauhaus, no solo o no tanto como una exaltación de la máquina sino como una condena de los inhumanos sentimientos maquinales: una tesis subyugante, admirablemente expuesta en esta exposición modélica.
Hoy, que vuelve el horror en tantas partes de Europa, esta exposición debería ser presentada ya, por ejemplo, en España, y obligar a presidentes de partidos, directivos de clubs de futbol, alcaldes, consejeros y responsables de supuestas asociaciones culturales a verla y a quedar atrapados para siempre en ella.
sábado, 5 de diciembre de 2009
Que hay de lo mío
Impresión extraña paseando por el Museo Metropolitano de Nueva York, ante el despliegue del gran número de obras (de arte) del Egipto faraónico, griego, romano, chipriota y, en menos medida, mesopotámico (la colección es más pequeña). ¿No están fuera de lugar, desarraigadas? Ciertamente, el MMA es un museo dedicado a todas las culturas del mundo, pero, curiosamente, no existe ninguna sección dedicado al arte nativo norteamericano (situado en otro museo, poco visitado), y el apartado de arte precolombino es menor. De algún modo, se indica que Egipto, Grecia, Roma y el Próximo Oriente Antiguo son las raíces norteamericanas, las cuales poco o nada tienen (es decir, quieren tener) que ver con las de las culturas nativas americanas. En medio, las salas de artes africanas, importantes, pero segregadas de las de las culturas antiguas europeas, y próximas a las de las artes "primitivas". El recorrido del museo ofrece un sutil punto de vista sobre la relación americana con las artes del mundo. ¿Cuáles son las "raíces" del arte americano? ¿Tan europeo(s) es o son?
Es curuioso que esta sensación de extrañeza (y malestar) no se produce cuando visité las colecciones de los Departamentos de las culturas antiguas mediterráneas del museo del Louvre, ni cuando recorrí las salas de los museos Guimet (arte oriental), Dapper (arte africano) y Quai Branly (artes "primitivas" y precolombinas), en París, ya que, al haberlas ubicado fuera del Louvre, se quiere indicar que no hacen parte de la tradición europea con la que más estamos familiarizados (¿lo estamos hoy?) (aunque, en este caso, subyace la idea, nunca afirmada, que dichas culturas son "inferiores" y, por tanto, no tienen cabida en el museo del Louvre. Es muy posible que el "discurso ideológico" francés sea más "turbio" e insidioso que el más franco del Museo Metropolitano de Nuevo York).
El malestar aumenta porque la impresión es, sin duda, peligrosa.
En la Escuela de Arquitectura de Barcelona no explicamos la arquitectura precolombina ni de "Oriente" porque nada tiene que ver con nosotros, y pasamos de puntillas sobre la arquitectura egipcia, mesopotámica, griega y romana, porque, afirmamos, está demasiado lejos de nuestro modo de vivir y construir. El presente (la arquitectura desde los años 20 del siglo XX hasta hoy), al que le dedicamos todos los esfuerzos, se eterniza.
¿Existe la historia -objetiva, independiente de nuestros puntos de vista? ¿Es un sueño que construimos para reconocernos -y distinguirnos?
¿Es importante un discurso sobre las "raíces" -a la vista de lo que ocurre en Europa donde las peleas sobre "los símbolos nacionales" acapara toda nuestra atención (y nos ciega)?
Es curuioso que esta sensación de extrañeza (y malestar) no se produce cuando visité las colecciones de los Departamentos de las culturas antiguas mediterráneas del museo del Louvre, ni cuando recorrí las salas de los museos Guimet (arte oriental), Dapper (arte africano) y Quai Branly (artes "primitivas" y precolombinas), en París, ya que, al haberlas ubicado fuera del Louvre, se quiere indicar que no hacen parte de la tradición europea con la que más estamos familiarizados (¿lo estamos hoy?) (aunque, en este caso, subyace la idea, nunca afirmada, que dichas culturas son "inferiores" y, por tanto, no tienen cabida en el museo del Louvre. Es muy posible que el "discurso ideológico" francés sea más "turbio" e insidioso que el más franco del Museo Metropolitano de Nuevo York).
El malestar aumenta porque la impresión es, sin duda, peligrosa.
En la Escuela de Arquitectura de Barcelona no explicamos la arquitectura precolombina ni de "Oriente" porque nada tiene que ver con nosotros, y pasamos de puntillas sobre la arquitectura egipcia, mesopotámica, griega y romana, porque, afirmamos, está demasiado lejos de nuestro modo de vivir y construir. El presente (la arquitectura desde los años 20 del siglo XX hasta hoy), al que le dedicamos todos los esfuerzos, se eterniza.
¿Existe la historia -objetiva, independiente de nuestros puntos de vista? ¿Es un sueño que construimos para reconocernos -y distinguirnos?
¿Es importante un discurso sobre las "raíces" -a la vista de lo que ocurre en Europa donde las peleas sobre "los símbolos nacionales" acapara toda nuestra atención (y nos ciega)?
jueves, 3 de diciembre de 2009
La mirada sumeria (2)
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