lunes, 24 de diciembre de 2012

Dr. John (1940): The City That Care Forgot (2008)

Tame Impala: Runway, Houses, City, Clouds (2010)


Sobre este reciente grupo australiano: http://www.tameimpala.com/

Nuevos tiempos (según el Protoevangelio de Santiago)

La búsqueda urgente de una parturienta, tras haber resguardado a María, casi una niña, en una cueva, en una zona desierta, que emprende un casi anciano José, camino de Belén, se enmarca en medio de una escena maravillosa: la súbita suspensión del tiempo:

"Y yo, José, avanzaba, y he aquí que dejaba de avanzar. Y lanzaba mis miradas al aire, y veía el aire lleno de terror. Y las elevaba hacia el cielo, y lo veía inmóvil, y los pájaros detenidos. Y las bajé hacia la tierra, y vi una artesa, y obreros con las manos en ella, y los que estaban amasando no amasaban. Y los que llevaban la masa a su boca no la llevaban, sino que tenían los ojos puestos en la altura. Y unos carneros conducidos a pastar no marchaban, sino que permanecían quietos, y el pastor levantaba la mano para pegarles con su vara, y la mano quedaba suspensa en el vacío. Y contemplaba la corriente del río, y las bocas de los cabritos se mantenían a ras de agua y sin beber. Y, en un instante, todo volvió a su anterior movimiento y a su ordinario curso". (Protoevangelio de Santiago, 18, 2)

El Protoevangelio atribuido al apóstol Santiago, hermano de Jesús, es un texto, quizá de un autor egipcio, de la primera mitad del siglo II que, pese a no haber sido incluido en los textos canónicos, ha determinado una gran parte de la iconografía de la Natividad, así como el motivo de la virginidad de María.

Así como los dolores de parto, y la inspección ginecológica de María para certificar que dio a luz siendo virgen, son narrados según cómo acontecen, el nacimiento de Jesús es contado de manera simbólica. José, como un esposo atribulado ante el próximo alumbramiento, camina en medio de la naturaleza cuando, al levantar la vista, descubre una escena inaudita: el movimiento -y el tiempo- han sido congelados: como en los cuentos populares -se trata de un motivo obtenido de un cuento oriental, ciertamente-, se diría que un hada madrina o un ángel hubieran alzado una varita mágica, inmovilizando cuanto acontecía. Los pastores que comían al borde del camino quedan con la mano detenida, el gesto congelado, como si se hubieran transformado en estatuas de sal, las ovejas, inclinadas sobre el curso del arroyo, no beben, e incluso los mismos pájaros, en pleno vuelo, se han convertido en un quieto motivo bajo la bóveda celestial, sin que la suspensión del vuelo, les hubiera hecho caer al suelo. Por unos momentos, toda la vida se detiene, hasta que, pasado el ángel, emprende de nuevo, purificada.

Lo que Santiago describe constituye una revolución en la concepción del tiempo. Hasta entonces, las sociedades antiguas consideraban que el paso del tiempo dibujaba un círculo, una espiral, o dos circunferencias: habría habido un tiempo antes del tiempo, y un segundo tiempo, ya humano. En ambos casos, tras el ciclo anual, durante el que el tiempo evolucionaba y decaía, como si se apagara para siempre, el tiempo retornaba al punto de origen, y la vida rebrotaba como en el origen. Cada año era la repetición del anterior -aunque a veces manifestara un cierto desajuste con el primer ciclo, como si de un reloj que no funcionara de manera acompasada se tratara-, e, incluso, podía acontecer que el nuevo año no repitiera solo el anterior, sino el primero y primordial.
Santiago, por el contrario, cuenta que el nacimiento de Jesús no causa una renovación temporal, como los nacimientos de otras divinidades soteriológicas (Mitra, Osiris, Dionisos, etc.). No se trata de que las manecillas vuelvan al punto de partida y, por tanto, la naturaleza se disponga a brotar como la primera vez, sino que lo que ocurre es que el tiempo se detiene un tiempo, para volver a correr, yendo, pues, a mejor. No se vuelve al origen. El origen ya no es el modelo, o la meta; sino que tan solo es el inicio; la meta se halla delante, no detrás; la meta es el futuro. El tiempo reemprende desde el punto en que se ha detenido; y reemprende para evolucionar. Ya no cabe vuelta atrás. El tiempo se representa mediante una flecha que avanza en línea recta. La detención de la flecha anuncia -y es consecuencia- de la venida de un salvador, que   corrige el rumbo de la flecha y la lanza más fuerte, o más recta, más rectamente. 
Esta detención temporal del tiempo en una imagen que recuerda la muerte, ciertamente: la muerte que el invierno causa, como en cualquier concepción tradicional del tiempo. Pero la comparación es engañosa: el tiempo no muere, sino que se adormece, para recobrar fuerzas, y proseguir con ánimos renovados, con más ansias y mejores proyectos. La flecha del tiempo no es la manecilla de un reloj, sino una verdadera flecha disparada hacia el futuro. Siguiéndola, se avanza en línea recta, hacia el horizonte, no se dan vueltas vertiginosas.  
A partir de este texto, la concepción del mundo ya no será la misma. La noción de progreso se impone. Los tiempos mejores son los tiempos venideros, no los tiempos pasados. La divinidad es una luz que guía hacia adelante. El hogar está a lo lejos, no a las espaldas.
Y esta concepción ya no tiene vuelta de hoja. Desde entonces, en Occidente, y sin duda en Oriente, la esperanza en tiempos mejores es ineludible.  El tiempo recobra aliento y prosigue la tarea emprendida cuando los inicios del tiempo. La tarea finalizará cuando llegue el tiempo; es decir, cuando el nuevo alumbramiento: será entonces cuando el tiempo vuelva a detenerse -para siempre.

El hermoso cuento oriental que el supuesto hermano de Jesús escribió cambió la historia; o creó la historia; una historia que nos empeñamos en concluir, sin saber que el fin solo acontece cuando pasa un ángel, cuando soñamos, cuando imaginamos -y nos abstraemos del mundo, como si, de pronto, para nosotros, el tiempo se detuviera, ya no contara, ya no contaran las horas.

Carles Barba i Masagué (1923): Aspectes i personatges de Barcelona (1964)

domingo, 23 de diciembre de 2012

Anna Turowska (1988): Weight (2011)

Los sumerios y los extraterrestres




Una rápida consulta por internet lo revela al momento: los sumerios están asociados a los extraterrestres, cuando no son ellos los venidos del hiper-espacio.

Casi todas las culturas antiguas están asociadas a figuras no humanas. El Egipto faraónico está especialmente marcado por su conexión marciana. Las pirámides son consideradas obras de seres venidos de otro mundo que habrían trasmitido sus saberes a sacerdotes -hasta una otrora respetada y respetable facultad de Universidad, como la Escuela de Arquitectura de Barcelona, ha premiado tesis doctorales que defienden seriamente estas creencias-, pero la Atlántida griega no parece humana, por no mencionar a culturas precolombinas con la de los Maya. Los años sesenta y setenta fueron fecundos en establecer esas conexiones. Se ha comentado que estas afirmaciones denotan un espíritu colonialista, o incluso racista, puesto que sugieren que egipcios, mesopotámicos o mayas eran incapaces de construir grandes edificaciones bien orientadas con medios técnicos escasos, pero estas creencias también afectan culturas "arias" como la griega: ¡qué no se ha dicho de los Hiperbóreos (en cuyas gélidas regiones Apolo se refugiaba, abandonando el santuario de Delfos a Dionisos, cuando llegaban las primeras frías brisas invernales).

Así que los sumerios pertenecerían a una cultura superior, los Annunaki (nombre colectivo de divinidades) serían un pueblo elegido venido del espacio, y Enki, el dios mesopotámico de las técnicas artesanas y de la construcción, un sabio galáctico que habría escrito el Libro de Enki que contendría, como las pirámides de Egipto, todos los saberes pasados, presentes y futuros, así como el futuro de la humanidad.
El crédito otorgado a la interpretación escatológica del calendario maya no hace sino acentuar, en el siglo XXI, esta creencia en el carácter extraterrestre de las grandes culturas antiguas, que se habría fraguado, o se habría acentuado durante el secretismo de la guerra fría, en los años cincuenta. Internet no ha hecho más que popularizar estas creencias.

Se podrían descastar como manifestaciones de ignorancia o de la fe del carbonero; pero es posible que sean más reveladoras de lo que somos de lo que parece.
Todas las culturas antiguas atribuyeron el origen de una gran parte de su cultura a seres sobrenaturales: dioses, semi-dioses, héroes, humanos primordiales. Cuántas culturas no se habrán referido al nacimiento de gemelos sagrados, de niños nacidos de una virgen, en una cueva, o brotados de la tierra, capaces de iluminar, desde su aparición en la tierra, a la humanidad. Dioses o humanos antes que los humanos, fundadores de las tribus, los clanes, los linajes humanos, habrían descendido a la tierra para ordenar el mundo y habilitarlo para los seres humanos, a quienes encomendaban la dura tarea de mantener este espacio.  Se diría que los hombres, maravillados ante el poder de la técnica, y de la inventiva humana, retrotraían el origen a seres que, como buenos padres o pastores, se habrían preocupado por los humanos y los habrían educado; seres, naturalmente, anteriores a la humanidad y, quizá, a la propia tierra; seres que habrían engendrado el cosmos. La presencia y la actividad de dioses y héroes, habría proporcionado una explicación convincente o seductora a lo inexplicable, amén de ser una consecuencia de la innata capacidad fabuladora humana, de su "inventiva".  Serían la primera manifestación del don propio de los humanos: imaginarse la existencia de seres no humanos -creyendo, o no, en lo que se cuenta, siendo más o menos conscientes del carácter ficticio de lo contado. Un narrador de mitos es un maravilloso contador de cuentos, y un cuentista, sin que eso empañe su talento, la "verdad" de lo contado (relato que dice la verdad porque habla de lo que el ser humano es,  de lo que es capaz, capaz por ejemplo, de explicar lo que ha hecho,  de explicarse): necesitamos de los cuentos para evadirnos. Necesitamos creen en lo sobrenatural para ser plenamente humanos. Solo los animales, y los dioses, no creen en lo sobrenatural: los dioses porque no pueden creer en lo sobrenatural -lo sobrenatural es su medio natural-, y los animales porque solo quieren emular a los humanos, o porque son los primeros que se burlan de los humanos que creen en dioses.

Cabría preguntarse, entonces, si el recurso a los extraterrestres para explicar el origen de la o las culturas no sería sino una versión laica, o propia de culturas profanas, de los relatos míticos antiguos o tradicionales.  Creen en el origen extraterrestre de la cultura sería, así, cultural", una manifestación de la capacidad humana por sobreponerse a la naturaleza.

Pero por otro lado, manifiesta desconfianza en las capacidades humanas, lo que no deja de ser una visión descreída,  quizá lúcida, del pensar y del obrar humanos; rebajaría la creencia humana en su superioridad; manifestaría que el ser humano es consciente de su fugacidad, quizá del sinsentido de su vida: una reflexión, por otra parte, plenamente humana. Reflexionar sobre el sentido de lo que se hace o se ha hecho, meditar sobre las consecuencias del obrar, ¿acaso no es humano? Dioses y animales, nuevamente, no piensan ni meditan: actúan, a ciegas. De ahí que los humanos tengamos que actuar meditativamente a fin de corregir los errores, los excesos sobrenaturales.
Una pirámide, un zigurat no parecen humanos a causa de su aparente perfección: el humano, consciente de lo que es, y de lo que puede hacer, del daño que puede infringir, de los conflictos que causa, acepta con dificultad una obra que parece manifestar sensiblemente la noción de perfección, como la manifiestan una sonata de Bach, una pintura de Mondrian, un soneto de Shakespeare, o la afilada silueta de un cohete. Nos cuesta aceptar la "bondad" de esas obras porque sabemos cuánto daño podemos hacer, porque sabemos que somos demasiado humanos. No importa que estas obras sean el resultado de horas, de días o meses de esfuerzo, dudas y cálculos. Una vez presentadas, parecen mágicas, casi inexplicables, llegadas a buen término a pesar de tantos obstáculos. No importa tampoco que los egipcios fueran mediocres constructores, que los conocimientos astronómicos fueran aproximados -y, a menudo, irrelevantes-, que las obras surgieran del tanteo (y de la explotación), que el azar tuviera tanto que ver: una pirámide, que ha "vencido" al tiempo, es decir, que se ha sobrepuesto a la destrucción humana, parece de otro tiempo, otra "era": no parece humana.

La creencia en el carácter sobrenatural -marciano, interstelar, extraterrstre, heroico, divino, etc-. de las grandes obras del presente y del pasado  no hace sino manifestar la admiración ante la capacidad creativa humana, don, talento y esfuerzo tales que no parecen humanos porque somos conscientes que, al igual que los dioses, somos también -más o menos- capaces de destruir todo lo que obramos y a los que obran.    
Si las pirámides y los zigurats fueran obras extraterrestres no las admiraríamos ni reflexionaríamos ante o sobre ellas. Nos dejarían indiferentes. No podríamos prestarles atención, como no prestamos atención a las piedras del camino: nada tienen que ver con nosotros; nada nos dicen. Son mudas, no existen para nosotros. No "existen", no "son" nada.
Si los dioses no hubieran sido una invención o una creación nuestra -en la que nos vemos reflejados, como en todo lo que hacemos y decimos-, ¿acaso nos preocuparían?
Bienvenidas, pues, la creencia en el origen marciano de los sumerios: demuestra que son nuestros padres, y nosotros sus hijos que, como los hijos, ponen en duda todo lo que los padres han hecho. Hasta que los hijos nos ponen en nuestro lugar: hasta que, de aquí a miles de años, seamos extraterrestres para las generaciones venideras. Si vienen.