domingo, 20 de noviembre de 2016

YAYSIR BATNIJI (1966): WATCHTOWERS (TORRES DE VIGÍA, 2008)























Veintiséis fotografías documentales, en blanco y negro, dedicadas a torres de vigía construidas para controlar la frontera palestino -israelí desde Israel, así como el territorio palestino desde el interior.
Todas se componen del mismo modo. Se asemejan a fichas policiales.
Vistas de cerca, se descubren que la mayoría son borrosas, los grises tristes. Las fotografías no pudieron ser tomadas por Yaysir Batniji, nacido en Gaza, impedido de entrar en territorio palestino, sino por un fotógrafo local a quien se prohibió utilizar una cámara de placa y un trípode.
Se esperarían sofisticados sistemas de control. Las torres -que apenas destacan- parecen casi ruinas, precarias construcciones casi abandonadas, que se confunden con torres eléctricas enmarañadas de cables -y sin embargo están siempre al acecho.

sábado, 19 de noviembre de 2016

La destrucción de las imágenes

Tanto en Egipto como en Mesopotamia, la talla o el moldeado de una estatua no estaba completo si no se procedía a una última actuación: la apertura de la boca y de los ojos.
La intervención consistía en un ritual durante el cual un sacerdote rasgaba suavemente los órganos de la imagen seguramente con un cuchillo afilado. La acción no dejaba huellas visibles. A partir de entonces, a estatua cobraba vida, se erigía y podía recibir ofrendas a cambio de la protección o maldición que aseguraba.
Este rito se oponía al de la destrucción de estatuas: una destrucción que no era el fruto de rapiña o de guerras -el robo, rapto o destrucción de imágenes tenía como fin anular la protección que los dioses concedían al enemigo- sino que formaba parte de su elaboración. Una estatua completa infundía miedo. En cualquier momento podía animarse. Por eso, se cubrían o se reemplazan los ojos con conchas, se cubría la boca, se la cegaba o se le arrancaba los ojos, o se la decapitaba o mutilaba, a fin de tener la efigie bajo control. Ésta podría seguir cumpliendo su función protectora o mediadora pero no podría rebelarse contra el clan que la había erigido.
Estos rituales, comunes en sociedades antiguas o "tradicionales" siguen vigentes en sociedades "avanzadas" en el siglo XXI. Desde las ofrendas, los contactos con estatuas en cualquier cultura -evoquemos las largas colas que se forman ante la estatua negra de la Virgen del Monasterio de Montserrat cerca de Barcelona para besarla -o ¿besar a la madre del hijo de(l) dios cristiano?-, los paseos en procesiones de tallas vestidas, los vítores o los insultos dirigidos a éstas, hasta la saña con la que son destruidas estatuas que representan (que ¿son?) a dioses o humanos con los que no se identifican quienes queriendo atentar contra la figura representada, dañan o destruyen su representación -una acción iconoclasta que se ha dado desde siempre.

Estas acciones tanto ensalzadoras cuanto destructivas reflejan el fracaso de la teoría del arte que empezó a definirse en Occidente en la segunda mitad del siglo XVIII. Esta visión sostenía que una obra de arte tenía una existencia relativamente independiente tanto de nosotros como de lo que representaba. No podía ser considerada como una mediadora con el modelo figurado, ni podía tener influencia alguna sobre los humanos. No respondía a ninguna función precisa, no cumplía ningún fin. Se trataba de una creación humana libre, no gratuita o caprichosa, pero cuya razón de ser no podía ser claramente enunciada. Aunque tenía sentido, no se podía hallar una razón explícita sobre su creación. Por esto mismo, poco o nada podíamos esperar de las imágenes si bien éstas no dejaban de ser fascinantes, aunque la fascinación que ejercían no satisfacía ningún deseo ostensible nuestro. Las imágenes nos gustaban porque si, por si mismos, pero no colmaban ningún deseo o carencia nuestro. Incluso, si respondían a una necesidad conocida, no podían ser consideradas obras de arte sino bienes de consumo u objetos funcionales. Una obra de arte tenía una misión pero esta no estaba definida.

Esta concepción de la obra de arte implicaba que la relación con la misma fuera desinteresada. El arte satisfacía pero se podía vivir sin él. Tampoco se sabía qué satisfacía. No molestaba, pero no era necesario. Ampliaba nuestra visión del mundo sin que hubiéramos sentido dicha necesidad ni hubiéramos respondido a ésta con lo que hubiera podido cubrir aquélla.  El arte era agradecido, se agradecía, era agradable, pero no necesitábamos sus agrados aunque los aceptábamos. El arte implicaba cierta generosidad por nuestra parte: no lo rechazábamos y vivíamos mejor con él, pero éste no tenía la misión de mejorarnos la vida.

Esta visión tan distante, tan puritana, a veces -que llevaba a rechazar obras que causaran placer aunque se aceptaban obras placenteras que no respondieran a ningún capricho nuestro-, logró que se definieran unos objetos distintos de los fetiches mágicos y de los objetos meramente funcionales o educativos. Objetos que tenían "magia" pero no eran mágicos, y que nos servían aunque no tuviéramos ninguna necesidad de que nos sirvieran. Pero este logro fue de corta durada o no existió nunca. No estamos preparados para mirar desprejuiciadamente a un objeto. De inmediato, o no nos interesa y no le prestamos ninguna atención, como si fuera un objeto inútil -y por tanto fracasado, como si no hubiera logrado responder a un fin determinado (cuando, por el contrario, se consideraba que una obra de arte no podía responder a nada aunque no fuera gratuita)-, o nos motiva, nos excita o nos indigna, lo que nos puede llevar a querer destruir la imagen porque no soportamos lo que representa. Aun hoy, seguimos viendo a las imágenes -tanto naturalistas o en las que reconocemos a lo que representan, como las abstractas como simples piedras que son consideradas sedes de fuerzas sobrenaturales como la piedra negra de la Meca o el santo sepulcro- como representantes de poderes o fuerzas que apreciamos o despreciamos, objetos que se autentifican tanto con lo que muestran que acaban siendo confundidas con los modelos.
Tal, seguramente, es el poder de las imágenes -y la fuerza que las condena a su trágico fin.
 

miércoles, 16 de noviembre de 2016

Jugar con fuego (Bomb!)












Se acerca navidad. los fabricantes de juguetes se devanan los sesos para idear juegos instructivos.
Como ChronoBomb, por ejemplo, que explica cómo instalar y cómo desactivar una bomba.
¿Es necesario?
No, no se tiene que prohibir. Pero, ¿cómo y por qué un especialista en juguetes tiene semejante ocurrencia? ¿qué -nos- pasa? Quizá el problema -si lo hubiera- residiría en la infantilismo de la bombs convertida en un juguete "entretenido", impidiendo -o no invitando- a ninguna reflexión -aunque es posible que sea ilusorio o presuntuoso creer que una bomba de juguete pudiera dar qué pensar.
Aunque este juego se queda en pañales ante otro, coreano, más efectivo que explica cómo disfrazarse de  Bin Laden -y cómo acabar con él.
Juegos de hoy.
La discusión sobre el impacto de la ficción realista sobre nosotros y nuestra visión de los demás no cesa.

MAREK SKROBECKI (1951): DANNY BOY (2010)



Sobre este director polaco de películas de animación y en stop-motion, véase, por ejemplo, esta página web (en inglés)

La idea en el arte (griego)

El sustantivo idea viene de dos palabras griegas distintas, aunque con una raíz común: eidos e idea.
Idea, modernamente, es un término que suele usarse como parte de una conjunción de términos antitéticos: idea y forma, idea y materia, o incluso de una tríada: idea, forma y materia. En ocasiones, idea es sinónimo de contenido.

Sin embargo, el griego eidos significa, en primer lugar, forma; una forma plenamente visible. se trata de un sinónimo de apariencia. Ésta, sin embargo, define el carácter propio de un objeto o un ser; un modo o una manera personal, intransferible de ser. Esta forma puede hallarse ante nuestros ojos, tanto físicos cuanto mentales. En este caso, eidos designa una forma mental -la forma con la que se presenta ante los ojos interiores un objeto o un ser imaginado, soñado o recordado. Es por eso que, en estos casos, eidos se acerca a nuestra moderna idea: designa la manifestación inteligible o desencarnada, inmaterial de un ente.

Eidos forma parte de la misma familia de términos que el verbo eidoo. Eidoo no se traduce por idear, sino por ver (video, o v-ideo, en latín). Se trata de una manera peculiar de mirar: una mirada atenta, casi obsesiva, que se fija, se detiene en todos los rasgos propios de los cosas o las personas observadas.
Esta manera de mirar puede atender a lo que se halla delante de nosotros, pero también puede observar lo que uno se imagina. En este caso, la mirada interior logra que imágenes acudan a la mente, se formen en ella. Eidoo se traduce entonces por dejarse ver, mostrarse, aparecer. Eidoo ya no designa la acción del observador atento, sino de lo que se materializa cuando aquél imagina. Las cosas o las personas recordadas o imaginadas, gracias al poder de la mirada, cobren "forma".
Mas, en cuanto pisamos el mundo de las apariciones entramos en terrenos movedizos. Las "formas" -o ideas- aparecen, y se parecen a seres y cosas que conocemos. Hacen ver, por tanto, que son como aquéllos. Simulan ser. Pero son un sueño.
Idear, pues, también significa fingir. Lo que se idea no tiene cuerpo ni consistencia. Tan solo es una aparición, idéntica, eso sí, a un ser real. Es un fantasma, una forma fantasmagórica o fantasiosa, fruto de la acción de la facultad fantástica, alejada de la razón, pero capaz de sacar a luz, de exponer seres y cosas inexistentes.
Eidos se podría traducir por "forma" ideada, y se aplica sobre todo al trabajo de la imaginación que tiene puentes hacia mundos ignotos, los hace aparecer, o los crea.

El griego idea se traduce por aspecto exterior. No se trata de un modo de ser -como eidos- sino la única manera que posee un ser o una cosa para mostrarse. Se podría traducir por cara. La idea es el carácter, lo que define a un ente. La idea, por tanto, permite distinguir a los seres, y clasificarlos, ordenarlos. La idea estructura el mundo visible, fija las reglas con las que todos los seres se agrupan en función de su idea, su parecido, su manera de ser en el mundo, define especies. Es un término propio de las ciencias naturales, la biología y la botánica: designa lo que ayuda a que seres en apariencia disimiles puedan compararse.La idea procede del sentido común: una atenta observación del mundo descubre que tienen en común determinados seres. Cada ser posee rasgos que no casan con las normas, pero los parecidos superan a las diferencias, por lo que las ideas son perfectas -inmutables- mientras que los seres ideales no se ajustan a la perfección, a estas ideas: son imperfectos. Las ideas no son de este mundo; por eso pueden englobar en su seno seres que a primera vista no siempre relacionaríamos. Las ideas se oponen a lo inmediato, lo concreto.

Idea, en griego, designa formas o rasgos comunes de los seres en la naturaleza -si bien en alguna ocasión designa el estilo propio de un escritor o, mejor dicho, de un texto, la manera, invariable y fija y bien determinada cómo se desarrolla-, eidos, en cambio, se aplica más bien a la creación "imaginativa", al trabajo "ideador" de la mente.
Desde luego, ni eidos ni la idea griegos tienen que "ver" -aunque se perciban con la vista atenta- con la moderna noción de idea, fuera de cualquier percepción sensible. pero ayudan a entender cómo percibimos a veces aquélla.      

martes, 15 de noviembre de 2016

La destrucción de la ciudad (entre Arras y Alepo)





















Fotos actuales: Tocho, octubre de 2016

Arras, en el norte de Francia, es una etapa ineludible de camino a la pequeña ciudad de Lens que acoge al Museo del Louvre (obra del equipo japonés Sanaa). Es necesario efectuar un cambio de trenes viniendo de París. A menudo la espera supera las dos horas.
No queda sino visitar Arras. ¿Arras? Para quien no viva cerca de la frontera belga, Arras es un nombre, quizá.
Pero la imagen de una ciudad minera alicaída y sucia se desvanece apenas se sale de la estación. Dos majestuosas plazas demasiado grandes, dispuestas en ángulo recto, son el testimonio de la importancia de la ciudad como lugar de mercadeo en la Edad Media y el Renacimiento. Ambas plazas están delimitadas por un sinnúmero de casas adosadas flamencas, construidas con sillares, apoyadas en columnas vagamente clásicas que pautan un paso cubierto continuo, y rematadas por frontones agudos que dibujar dientes de sierra que defienden la plaza. La plaza menor acoge una gran y alta construcción entre medieval y manierista exenta, rematada por un torreón que sin duda se descubre desde muy lejos -estamos en el "país llano -o plano" que cantara Brel-, Las casas constituyen más un decorado que una parte de la estructura urbana: la trama urbana, que debería ser densa por el origen medieval, apenas las envuelve.
El visitante tiene un extraño sentimiento cuando se acerca a las casas, sensación acrecentada ante y debajo del ayuntamiento monumental. Los edificios no parecen góticos o renacentistas, sino neo-góticos, neo-renacentistas. La gran operación urbanística, que organiza todo el centro de Arras parece haber sido planificada y construida en el siglo XIX. Los sillares demasiado perfectos, la falta de pátina, las líneas excesivamente rectas son propias de la arquitectura decimonónica. La primera impresión, de haber retrocedido en el tiempo, se desvanece. Arras es una ficción.
Solo cuando uno entra en el Ayuntamiento y observa una pequeña exposición sobre la historia de la ciudad -que se remonta a Roma- entiende qué ocurre. Arras fue destruida sistemáticamente en un noventa y cinco por ciento durante cuatro años cuando la Primera Guerra Mundial. El frente se hallaba cerca, entre Lens y Arras. No quedó nada de ambas ciudades que sufrieron los peores bombardeos de la historia hasta la destrucción de Dresde y de Berlín.
La arquitectura no es del siglo XIX, sino del XX. Las plazas y los principales monumentos -Ayuntamiento, catedral, etc.- fueron reconstruidos fielmente a partir de fotografías. Los habitantes de la ciudad quisieron olvidar qué había ocurrido y reencontrarse con su ciudad. Pero ya no lo era; solo un -inevitable- remedo, un decorado, que evoca más los historicismos del siglo XX que la arquitectura del gótico florido y del Manierismo flamenco, cuyo aspecto irrealmente terso -que parece no haber estado nunca allí, sino haber sido transplantada- se percibe aun más cuando se compara con el de las pocas casas que sobrevivieron -líneas temblorosas, y el inevitable paso del tiempo, un desgaste digno que impone respeto.
¿Se hubiera podido construir a partir de otros principios? ¿Se debían borrar -inútilmente- las huellas de la devastación? Arras parece más falsa que Lens -que no fue reconstruida de manera idéntica. Pero también es menos desolada.
La actitud ante las ruinas, intencionadamente producidas por el hombre para borrar el marco que ayuda al hombre a hallarse a si mismo y a orientarse en el espacio, revela una visión del mundo. En Mesopotamia, las ciudades, sistemáticamente destruidas -aunque seguramente el nivel de destrucción que se podía llevar a cabo con la fuerza de los brazos no debía ser capaz de arrasar hasta los cimientos-, eran reconstruidas de manera idéntica. Este esfuerzo de construcción y reconstrucción estaba dictado por los ciclos temporales. las ciudades se volvían a levantar del mismo modo que, en primavera -cuando las fiestas de renovación de los tiempos-, la naturaleza volvía a brotar como en años interiores, como en el origen de los tiempos. En la Atenas de Pericles, en cambio, el acrópolis arrasado hasta los cimientos por los persas, volvió a levantarse. Pero el emplazamiento de las construcciones, su número, orientación y tamaño cambiaron. El acrópolis del siglo V aC poco tenía que ver con la imagen que ofrecía antes de las guerras médicas. Se trataba, ahora, de levantar templos apuntando desafiantes al mar, advirtiendo a los persas de los peligros a los qu se enfrentarían si iniciaran una nueva expedición militar y marítima. Del mismo modo, el desmesurado tamaño del Partenón manifestaba bien a los Persas que la desmesurada oriental no era exclusiva de ellos. El replanteo de la urbanización y la construcción del Acrópolis, pues, respondía una una visión optimista, orgullosa, desafiante, a la firme creencia que los nuevos tiempos serían distintos -creencia que la vista de un Acrópolis transfigurado acrecentaba, a la vez. la majestuosidad del Partenón era un signo que recordaba a los atenienses que habían vencido a los Persas. No escondía la guerra sino que la realzaba: gracias a ésta, Atenas se había sobrepuesto a sus limitaciones. aspiraba ahora a un imperio. Rivalizaba con quienes habían querido arrodillarla.
Cuando llegue la reconstrucción de Alepo, en Siria, ¿que deberán hacer los arquitectos sirios? El tiempo y sus lacras no se borran. Los edificios no acaban de revivir. Pero ¿cabe acabar con la historia? La historia siempre es una construcción. Integra y desdeña hechos. Busca un relato coherente y que eche luz sobre lo que ha ocurrido. No se puede culpar a los ciudadanos por haber querido reencontrarse con su ciudad- convertida de pronto en un sueño. Pero lo que existe causa un cierto malestar, como si se hubiera querido ocultar qué aconteció. La solución no es fácil; quizá sea imposible. La destrucción acaba con una ciudad y lo que vuelve a surgir ya no es una ciudad viva sino una ciudad embalsamada. Mas ¿quien tiene derecho a negar a los habitantes a cerrar los ojos? Y al olvidar

lunes, 14 de noviembre de 2016

LEON RUSSELL (1934-2016): THE WINDOW UP ABOVE (1973)



Otro músico que desapareció tras la ventana allí arriba