Recomendable: Este músico de Logroño ha sido una sorpresa
http://www.bestiar.org/javier-colis-luna-de-agosto/
(escucha legal)
Se puede también escuchar legalmente en (Pista 3):
https://archive.org/details/javierColisLunaDeAgosto/03+Going+Home.wav
lunes, 26 de junio de 2017
domingo, 25 de junio de 2017
Arquitectura y recuerdo.
Albertina desaparecida, el sexto y penúltimo volumen de la novela-río A la búsqueda del tiempo perdido, narra, en primera persona, el recuerdo del protagonista de un viaje con su madre a Venecia, tras la muerte accidental de su prometida Albertina, con la que acababa de romper, y el decepcionante encuentro con su primera prometida, Gilberta, irreconocible -u olvidada- con el paso de los años. Marcel y su madre se alojaban en un hotel la ventana historiada de cuya habitación daba directamente al "campanile" de la Plaza San Marcos. Su madre se asomaba a menudo a esta alta ventana gótica veneciana marcada por trazas árabes y el protagonista (cuyo nombre solo se cita una vez en la novela: Marcel), cuando salía hacia el muelle para reservar una góndola, comunicaba con su madre, que ya portaba un fino velo blanco bajo el sombrero para salir, aun retenida tras los maineles. Aquella ventana exponía -y protegía- a su madre.
Nunca podría recordar la estilizada obertura que apuntaba al cielo sin pensar en su madre o, mejor dicho, solo podía recordar esa precisa ventana, un medallón que colgaba de la fachada rosa y labrada, porque estaba íntimamente asociada a ella, como un marco esculpido por el retratista divino. Marcel no solo miraba la ventana que le comunicaba el rostro triste de su madre, sino que los lóbulos superiores, que descansaban sobre la nariz de tracería, le miraban. La ventana era un ser vivo, recordado por la figura amada que encuadraba:
"...desde muy lejos, y cuando apenas había rebasado San Jorge el Mayor, divisaba aquella ojiva que me había visto, y el vuelo de sus arcos mitrales confería a su sonrisa de bienvenida la distinción de una mirada más elevada, casi incomprendida. Y porque tras aquellos balaustres de mármol de distintos colores mamá leía aguardándome, cubierto el rostro por un velillo de tul, de un blanco tan desgarrador como el de sus cabellos para mí, consciente de que mi madre, ocultando sus lágrimas, lo había incorporado a su sombrero de paja no sólo para dar una impresión de ir más «vestida» ante la gente del hotel, sino sobre todo para parecerme menos enlutada, menos triste, casi consolada de la muerte de mi abuela; porque, sin haberme reconocido de inmediato, no bien la llamaba desde la góndola, mandaba hacia mí, desde el fondo de su corazón, su amor, que no se detenía sino donde ya no había materia para sostenerlo -en la superficie de su mirada apasionada que intentaba acercar lo más posible a mí, que procuraba realzar, en la punta de los labios, con una sonrisa que parecía abrazarme- enmarcado y bajo el dosel de la sonrisa más discreta de la ojiva iluminada por el sol de mediodía: por todo eso, aquella ventana ha dejado impreso en mi memoria el grato recuerdo de las cosas que participaron con nosotros, junto a nosotros, en cierta hora que sonaba, la misma para nosotros y para ellas; y, por admirables que sean sus parteluces, aquella ilustre ventana conserva para mí el aspecto íntimo de un hombre eminente con el que hubiéramos veraneado un mes en el mismo sitio, con quien hubiéramos trabado allí cierta amistad; y si, desde entonces, cada vez que veo la reproducción de esa ventana en un museo, tengo que aguantarme las lágrimas, es sencillamente porque me dice lo que más me llega al corazón: «Me acuerdo muy bien de tu madre.»"
(Marcel Proust: Albertine desaparecida, cap. III, A la búsqueda del tiempo perdido, vol. VI)
"...de bien loin et quand j’avais à peine dépassé Saint-Georges le Majeur, j’apercevais cette ogive qui m’avait vu, et l’élan de ses arcs brisés ajoutait à son sourire de bienvenue la distinction d’un regard plus élevé, et presque incompris. Et parce que, derrière ses balustres de marbre de diverses couleurs, maman lisait en m’attendant, le visage contenu dans une voilette de tulle d’un blanc aussi déchirant que celui de ses cheveux, pour moi qui sentais que ma mère l’avait, en cachant ses larmes, ajoutée à son chapeau de paille, un peu pour avoir l’air « habillée » devant les gens de l’hôtel, mais surtout pour me paraître moins en deuil, moins triste, presque consolée de la mort de ma grand’mère, parce que, ne m’ayant pas reconnu tout de suite, dès que de la gondole je l’appelais elle envoyait vers moi, du fond de son cœur, son amour qui ne s’arrêtait que là où il n’y avait plus de matière pour le soutenir à la surface de son regard passionné qu’elle faisait aussi proche de moi que possible, qu’elle cherchait à exhausser, à l’avancée de ses lèvres, en un sourire qui semblait m’embrasser, dans le cadre et sous le dais du sourire plus discret de l’ogive illuminée par le soleil de midi ; à cause de cela, cette fenêtre a pris dans ma mémoire la douceur des choses qui eurent en même temps que nous, à côté de nous, leur part dans une certaine heure qui sonnait, la même pour nous et pour elles ; et si pleins de formes admirables que soient ses meneaux, cette fenêtre illustre garde pour moi l’aspect intime d’un homme de génie avec qui nous aurions passé un mois dans une même villégiature, qui y aurait contracté pour nous quelque amitié, et si depuis, chaque fois que je vois le moulage de cette fenêtre dans un musée, je suis obligé de retenir mes larmes, c’est tout simplement parce qu’elle me dit la chose qui peut le plus me toucher : « Je me rappelle très bien votre mère. »
La construcción se halla ante nosotros. Vive en el mismo espacio, los mismos días que nosotros. Se interpone o nos acoge. Vivimos diariamente en ella. Seguramente no nos fijamos en ella: es un útil que nos da cobijo y, en ocasiones, problemas. Se trata de un objeto con el que nos relacionamos sin pensar, que satisface, bien o mediocremente, nuestras necesidades vitales. En ocasiones, cambiamos de casa. Se alquila, se vende, se traspasa o se destruye, como ocurre con cualquier objeto que, de pronto, se ha vuelto inútil. Queda siempre un vago recuerdo, a veces irritado por todas las trabas que la casa ha podido interponer.
La arquitectura sería muy distinta. No se hallaría en el presente, sino en el pasado. Solo se podría vivir en el recuerdo. Una construcción se convertiría, se alzaría en arquitectura, siempre que estuviera asociada a unas personas amadas, a vidas añoradas. La arquitectura sería aquella construcción a la que desearíamos volver por lo que evoca, a sabiendas que este encuentro es imposible: la casa ya no existe, o ya no existe como la recordamos: nunca existió de este modo -qué decepción nos causa una casa en la que vivimos cuando, años más tarde, se nos ocurre, siquiera de paso, volver-; porque la arquitectura es un espacio transfigurado por el recuerdo, que solo halla su lugar en la memoria. Constituye el marco que aureola figuras y vivencias soñadas. Solo puede cobrar cuerpo -un cuerpo más preciso y más tangible, inaprensible, sin embargo- en el recuerdo. La arquitectura es una construcción recordaba a la que volvemos. Estuvimos en ella -cuando aun era una simple construcción, porque no podía ser otra cosa, ya que el recuerdo aún no había pasado, como un soplo o una varita, para dotarla de todas las imágenes placenteras, y añoradas (placenteras puesto que añoradas) que la transfigurarían, librándola de la opacidad de la materia, para reconstruirla con el velo luminoso del recuerdo intangible-; la dejamos, la olvidamos y solo, años más tarde, cuando aquella época ya no es sino un recuerdo, nos reencontramos con ella: nos encontramos con una casa que en nada se parece a la que dejamos pues ahora, inmaterial, se ha convertido en un sueño imposible, añorado y doloroso, cuya evocación causa un último y verdadero placer. La casa recordada, por las imágenes añoradas que envuelve, con las que íntimamente está asociada, es arquitectura. Solo podemos habitarla en sueños; la única situación en que podemos, por una horas, antes de que el sueño se desvanezca para siempre -un sueño unca puede ser voluntariamente buscado y alcanzado-, vivir plenamente.
Nunca podría recordar la estilizada obertura que apuntaba al cielo sin pensar en su madre o, mejor dicho, solo podía recordar esa precisa ventana, un medallón que colgaba de la fachada rosa y labrada, porque estaba íntimamente asociada a ella, como un marco esculpido por el retratista divino. Marcel no solo miraba la ventana que le comunicaba el rostro triste de su madre, sino que los lóbulos superiores, que descansaban sobre la nariz de tracería, le miraban. La ventana era un ser vivo, recordado por la figura amada que encuadraba:
"...desde muy lejos, y cuando apenas había rebasado San Jorge el Mayor, divisaba aquella ojiva que me había visto, y el vuelo de sus arcos mitrales confería a su sonrisa de bienvenida la distinción de una mirada más elevada, casi incomprendida. Y porque tras aquellos balaustres de mármol de distintos colores mamá leía aguardándome, cubierto el rostro por un velillo de tul, de un blanco tan desgarrador como el de sus cabellos para mí, consciente de que mi madre, ocultando sus lágrimas, lo había incorporado a su sombrero de paja no sólo para dar una impresión de ir más «vestida» ante la gente del hotel, sino sobre todo para parecerme menos enlutada, menos triste, casi consolada de la muerte de mi abuela; porque, sin haberme reconocido de inmediato, no bien la llamaba desde la góndola, mandaba hacia mí, desde el fondo de su corazón, su amor, que no se detenía sino donde ya no había materia para sostenerlo -en la superficie de su mirada apasionada que intentaba acercar lo más posible a mí, que procuraba realzar, en la punta de los labios, con una sonrisa que parecía abrazarme- enmarcado y bajo el dosel de la sonrisa más discreta de la ojiva iluminada por el sol de mediodía: por todo eso, aquella ventana ha dejado impreso en mi memoria el grato recuerdo de las cosas que participaron con nosotros, junto a nosotros, en cierta hora que sonaba, la misma para nosotros y para ellas; y, por admirables que sean sus parteluces, aquella ilustre ventana conserva para mí el aspecto íntimo de un hombre eminente con el que hubiéramos veraneado un mes en el mismo sitio, con quien hubiéramos trabado allí cierta amistad; y si, desde entonces, cada vez que veo la reproducción de esa ventana en un museo, tengo que aguantarme las lágrimas, es sencillamente porque me dice lo que más me llega al corazón: «Me acuerdo muy bien de tu madre.»"
(Marcel Proust: Albertine desaparecida, cap. III, A la búsqueda del tiempo perdido, vol. VI)
"...de bien loin et quand j’avais à peine dépassé Saint-Georges le Majeur, j’apercevais cette ogive qui m’avait vu, et l’élan de ses arcs brisés ajoutait à son sourire de bienvenue la distinction d’un regard plus élevé, et presque incompris. Et parce que, derrière ses balustres de marbre de diverses couleurs, maman lisait en m’attendant, le visage contenu dans une voilette de tulle d’un blanc aussi déchirant que celui de ses cheveux, pour moi qui sentais que ma mère l’avait, en cachant ses larmes, ajoutée à son chapeau de paille, un peu pour avoir l’air « habillée » devant les gens de l’hôtel, mais surtout pour me paraître moins en deuil, moins triste, presque consolée de la mort de ma grand’mère, parce que, ne m’ayant pas reconnu tout de suite, dès que de la gondole je l’appelais elle envoyait vers moi, du fond de son cœur, son amour qui ne s’arrêtait que là où il n’y avait plus de matière pour le soutenir à la surface de son regard passionné qu’elle faisait aussi proche de moi que possible, qu’elle cherchait à exhausser, à l’avancée de ses lèvres, en un sourire qui semblait m’embrasser, dans le cadre et sous le dais du sourire plus discret de l’ogive illuminée par le soleil de midi ; à cause de cela, cette fenêtre a pris dans ma mémoire la douceur des choses qui eurent en même temps que nous, à côté de nous, leur part dans une certaine heure qui sonnait, la même pour nous et pour elles ; et si pleins de formes admirables que soient ses meneaux, cette fenêtre illustre garde pour moi l’aspect intime d’un homme de génie avec qui nous aurions passé un mois dans une même villégiature, qui y aurait contracté pour nous quelque amitié, et si depuis, chaque fois que je vois le moulage de cette fenêtre dans un musée, je suis obligé de retenir mes larmes, c’est tout simplement parce qu’elle me dit la chose qui peut le plus me toucher : « Je me rappelle très bien votre mère. »
(Marcel Proust: Albertine disparue, chap. III, À la recherche du temps perdu, vol. VI)
La construcción se halla ante nosotros. Vive en el mismo espacio, los mismos días que nosotros. Se interpone o nos acoge. Vivimos diariamente en ella. Seguramente no nos fijamos en ella: es un útil que nos da cobijo y, en ocasiones, problemas. Se trata de un objeto con el que nos relacionamos sin pensar, que satisface, bien o mediocremente, nuestras necesidades vitales. En ocasiones, cambiamos de casa. Se alquila, se vende, se traspasa o se destruye, como ocurre con cualquier objeto que, de pronto, se ha vuelto inútil. Queda siempre un vago recuerdo, a veces irritado por todas las trabas que la casa ha podido interponer.
La arquitectura sería muy distinta. No se hallaría en el presente, sino en el pasado. Solo se podría vivir en el recuerdo. Una construcción se convertiría, se alzaría en arquitectura, siempre que estuviera asociada a unas personas amadas, a vidas añoradas. La arquitectura sería aquella construcción a la que desearíamos volver por lo que evoca, a sabiendas que este encuentro es imposible: la casa ya no existe, o ya no existe como la recordamos: nunca existió de este modo -qué decepción nos causa una casa en la que vivimos cuando, años más tarde, se nos ocurre, siquiera de paso, volver-; porque la arquitectura es un espacio transfigurado por el recuerdo, que solo halla su lugar en la memoria. Constituye el marco que aureola figuras y vivencias soñadas. Solo puede cobrar cuerpo -un cuerpo más preciso y más tangible, inaprensible, sin embargo- en el recuerdo. La arquitectura es una construcción recordaba a la que volvemos. Estuvimos en ella -cuando aun era una simple construcción, porque no podía ser otra cosa, ya que el recuerdo aún no había pasado, como un soplo o una varita, para dotarla de todas las imágenes placenteras, y añoradas (placenteras puesto que añoradas) que la transfigurarían, librándola de la opacidad de la materia, para reconstruirla con el velo luminoso del recuerdo intangible-; la dejamos, la olvidamos y solo, años más tarde, cuando aquella época ya no es sino un recuerdo, nos reencontramos con ella: nos encontramos con una casa que en nada se parece a la que dejamos pues ahora, inmaterial, se ha convertido en un sueño imposible, añorado y doloroso, cuya evocación causa un último y verdadero placer. La casa recordada, por las imágenes añoradas que envuelve, con las que íntimamente está asociada, es arquitectura. Solo podemos habitarla en sueños; la única situación en que podemos, por una horas, antes de que el sueño se desvanezca para siempre -un sueño unca puede ser voluntariamente buscado y alcanzado-, vivir plenamente.
viernes, 23 de junio de 2017
Coto privado
El adjetivo privado, aplicado al espacio, lo califica de tal modo que el espacio se convierte en un lugar en el que solo tienen cabida quienes lo poseen. De este modo, el espacio privado aparece como una propiedad, en la que se puede acceder, incluso pernoctar, pero en calidad de invitado, y siempre de manera temporal. Se requiere una autorización para recorrerlo y estar, un tiempo, en él. El espacio privado "representa" a quien o quienes lo poseen. Se trata de una extensión de los dueños; una muestra del dominio sobre el espacio, de la capacidad de imponerse a él y de controlarlo. El espacio privado resulta de la imposición de una fuerza, manifiesta o exterioriza a ésta. En el interior pueden regir reglas -de comportamiento, de uso del espacio- distintas de las que imperan en los espacios públicos sobre las que nadie, salvo una colectividad, puede ejercer ningún poder.
El arquitecto y filósofo Pau Pedragosa (Profesor de Teoría en la Escuela de Arquitectura de Barcelona), citando a Hannah Arendt, comentaba ayer que la noción de lo privado, que modernamente expresa la posesión de un bien preciado y, por tanto, se define de manera positiva, como una ganancia, antiguamente tenía un significado muy distinto, y que éste quizá aún resuene en esta noción, dotándola de matices no siempre evidentes.
Privado es un término que viene del latín. Todas las palabras de la familia del verbo privare destacan por un rasgo: señalan la ausencia, la privación -y no la privacidad. Privus, en latín, significa aislado, casi encerrado. El espacio privado aparece más como una cárcel que como una expansión -y protección- del yo. Privus también se traduce por denudado: señala, no lo que se posee, sino lo que falta, de lo que se carece. Lo privado sería lo que no poseemos. Señalaría un mal -algo necesario para la vida y que sin embargo no tenemos- más que un bien (una posesión).
Un bien privado es un privilegio. Los privilegios, hoy, son gracias que nos benefician -es decir, que nos permiten obtener y atesorar bienes (de los que privamos a los demás). Sin embargo, etimológicamente, privilegium, significa ley (lex) de privación. Se trata de una ley gracias a la cual se puede despojar de bienes adquiridos ilegalmente. Es una ley contra la propiedad privada.
Lo privado, en Roma, evoca lo que nos falta: el contacto con el otro. El espacio privado es un espacio de encierro -y no de encuentro, donde se puede invitar y recibir a los demás- que daña, precisamente, por la falta de apertura. Aprisiona, no protege. Un espacio privado, comenta Pedragosa, es un espacio privado de los demás. Lo privado no era una muestra de riqueza y poder, sino de pobreza y de miedo. Sería la incapacidad de abrirse, de mirar a los demás, de mirarse en ellos.
Dedicado a Pau Pedragosa
El arquitecto y filósofo Pau Pedragosa (Profesor de Teoría en la Escuela de Arquitectura de Barcelona), citando a Hannah Arendt, comentaba ayer que la noción de lo privado, que modernamente expresa la posesión de un bien preciado y, por tanto, se define de manera positiva, como una ganancia, antiguamente tenía un significado muy distinto, y que éste quizá aún resuene en esta noción, dotándola de matices no siempre evidentes.
Privado es un término que viene del latín. Todas las palabras de la familia del verbo privare destacan por un rasgo: señalan la ausencia, la privación -y no la privacidad. Privus, en latín, significa aislado, casi encerrado. El espacio privado aparece más como una cárcel que como una expansión -y protección- del yo. Privus también se traduce por denudado: señala, no lo que se posee, sino lo que falta, de lo que se carece. Lo privado sería lo que no poseemos. Señalaría un mal -algo necesario para la vida y que sin embargo no tenemos- más que un bien (una posesión).
Un bien privado es un privilegio. Los privilegios, hoy, son gracias que nos benefician -es decir, que nos permiten obtener y atesorar bienes (de los que privamos a los demás). Sin embargo, etimológicamente, privilegium, significa ley (lex) de privación. Se trata de una ley gracias a la cual se puede despojar de bienes adquiridos ilegalmente. Es una ley contra la propiedad privada.
Lo privado, en Roma, evoca lo que nos falta: el contacto con el otro. El espacio privado es un espacio de encierro -y no de encuentro, donde se puede invitar y recibir a los demás- que daña, precisamente, por la falta de apertura. Aprisiona, no protege. Un espacio privado, comenta Pedragosa, es un espacio privado de los demás. Lo privado no era una muestra de riqueza y poder, sino de pobreza y de miedo. Sería la incapacidad de abrirse, de mirar a los demás, de mirarse en ellos.
Dedicado a Pau Pedragosa
jueves, 22 de junio de 2017
SASHA PIRKER (1969): JOHN LAUTNER, THE DESERT HOT SPRING MOTEL (2007)
John Lautner, The Desert Hot Springs Motel from Sasha Pirker on Vimeo.
La visión de este vídeo en Vimeo es legal. Se tiene que "clicar" en la franja azul que indica "Ver en Vimeo"
Sasha Pirker es una videoartista y cineasta austríaca, conocida por sus filmaciones dedicadas a mostrar espacios construidos por arquitectos del siglo XX. Se considera sus obras -extrañas, a veces incomprensibles, con puntos de vista inesperados y desconcertantes, y sin embargo fascinantes- como uno de los análisis más pertinentes de la arquitectura moderna.
Este conocido y premiado vídeo, dedicado a un modesto motel en el desierto, obra de uno de los discípulos predilectos de Frank Lloyd Wright, John Lautner, autor de varias obras en los desiertos del sur de los Estados Unidos, narra, en primera persona, la historia de la relación de Steven Lowe, escritor ayudante de William Burroughs, y este motel, ya existente y abandonado, que Lowe adquirío y restauró trabajosamente hasta convertirlo en una obra de los años cincuenta, tal como estaba cuando fue inaugurado, para dedicarlo a la memoria de Burroughs.
Sus explicaciones se contraponen -esclarecen, confunden- con las imágenes que recorren el edificio y van desvelando sus espacios. El edificio se "cuenta" -o se construye tres veces, por el arquitecto, el propietario, y la cineasta, que aúna los recuerdos del propietario con la realidad presente del edificio.
La visión de este vídeo en Vimeo es legal. Se tiene que "clicar" en la franja azul que indica "Ver en Vimeo"
Sasha Pirker es una videoartista y cineasta austríaca, conocida por sus filmaciones dedicadas a mostrar espacios construidos por arquitectos del siglo XX. Se considera sus obras -extrañas, a veces incomprensibles, con puntos de vista inesperados y desconcertantes, y sin embargo fascinantes- como uno de los análisis más pertinentes de la arquitectura moderna.
Este conocido y premiado vídeo, dedicado a un modesto motel en el desierto, obra de uno de los discípulos predilectos de Frank Lloyd Wright, John Lautner, autor de varias obras en los desiertos del sur de los Estados Unidos, narra, en primera persona, la historia de la relación de Steven Lowe, escritor ayudante de William Burroughs, y este motel, ya existente y abandonado, que Lowe adquirío y restauró trabajosamente hasta convertirlo en una obra de los años cincuenta, tal como estaba cuando fue inaugurado, para dedicarlo a la memoria de Burroughs.
Sus explicaciones se contraponen -esclarecen, confunden- con las imágenes que recorren el edificio y van desvelando sus espacios. El edificio se "cuenta" -o se construye tres veces, por el arquitecto, el propietario, y la cineasta, que aúna los recuerdos del propietario con la realidad presente del edificio.
miércoles, 21 de junio de 2017
IBRAHIM MAALOUF (1980): BEIRUT (2011)
Sobre este trompetista y pianista libanés, véase la siguiente página web.
Canción recomendada por Tiziano Schürch (estudiante de último curso de arquitectura en Zurich, co-autor del diseño del las exposiciones dedicadas a Juan Batlle Planas (Museo de Arte Abstracto, Cuenca, marzo-octubre de 2018 & Museo Fundación March, Palma de Mallorca, noviembre de 2018-febrero de 2019), y Habitar el Mediterráneo (IVAM, Valencia, noviembre de 2018-abril de 2019)
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Ciudades,
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música y arquitectura
Fosa (arte y memoria)
Las primeras fosas comunes -en las que yacen ejecutados- de la Guerra Civil se empiezan a excavar y explorar.
En una reciente reunión en la Universidad, sin embargo, nietos de desaparecidos (ejecutados no se sabe siempre dónde) -de ambos bandos-, comentaban con resquemor y muchas dudas, estos primeros trabajos.
¿Qué sería la memoria?
Ningún difunto podía quedar insepulto en la Grecia antigua. Las razones no eran sanitarias. Un muerto sin un espacio dónde recogerse se convertía en un fantasma que rondaba los cementerios, molestando a los vivos reclamándoles una sepultura. Éste era necesaria: se trataba de un espacio mediador entre la tierra y el Hades. Sin éste, las almas no encontraban el camino de su ultimo destino, y quedaban, como almas en pena, entre dos mundos. Ya no habitaban entre los seres vivos pero aun no compartía la vida ultraterrena con los muertos.
La muerte en campos de batalla, y sobre todo en naufragios, las ejecuciones sumarias, impedían encontrar los cuerpos. Pero las almas, desprendidas del cuerpo, no desaparecían. Seguían rondando, y reclamaban el levantamiento de un monumento funerario el cual, hincado en la tierra, les serviría de viático hacia el Hades. Entonces, los muertos, incluso los ejecutados, podían reposar en paz.
Los griegos elevaban monumentos funerarios. Éstos -salvo a finales de la edad clásica, cuando los monumentos se volvieron ostentosos y los poderes públicos tuvieron que intervenir para regular su presencia- eran modestos, muy alejados de la desmesura egipcia o de los túmulos anatólicos o persas. Los monumentos funerarios consistían en una estela erigida en el lugar donde el difunto había caído o había sido visto por última vez en vida, o había sido enterrado. El monolito tallado y esculpido en piedra o en mármol, a menudo de la misma altura que un niño, comprendía un relieve y un texto recordatorio que advertía al paseante de la pasada existencia del difunto. La estela funeraria era un verdadero monumento: rememoraba la vida de un ser (memento significa recordar). Éste permanecía en la memoria de los vivos gracias a este signo que suplía la desaparición física de la persona representada. En ocasiones, ésta no se hallaba enterrada bajo la estela. Sus restos habían desaparecido. Se hallaban, posiblemente, en fosas comunes, o en el fondo del mar. Pero la estela funeraria ayudaba a los vivos a seguir recordando, como si aún estuvieran vivos, a los difuntos. No solo los honraban, sino que les hacían un sitio en la comunidad; y la piedra de la estela -o de la estatua funeraria-, por un lado, les ayudaba a seguir formando parte del cuerpo de los ciudadanos, expresando, sin embargo, a través de la dureza y frialdad de la piedra, su tan distinta condición: ya no formaban parte del mundo de los mortales.
No es extraño hallar tumbas en excavaciones arqueológicas en el Próximo Oriente. Se trata, a menudo, de olvidados enterramientos islámicos, pero también anteriores. Los habitantes de los pueblos vecinos se niegan a que los restos se recojan. Solo se pueden estudiar huesos sueltos. Un cadáver no es una persona. Y los vivos quieren recordar a los que consideran suyos, incluso cuando median milenios, como si fueran seres aún vivos. Por eso, de nuevo, una simple estela anicónica, un escueto monolito ayuda a recordar que una vez hubo una persona allí, muerta o ejecutada, pero aun viva, más allá de la muerte, precisamente porque el monolito ayuda a recordar, no a un cadáver, sino a un ser que vive o revive en el recuerdo.
El profeta Ezequiel cuenta una la las escenas más sobrecogedoras del Antiguo Testamento. Yahvé se dirigió en espíritu al profeta, lo llevó a una vega cubierta de despojos, e hizo salir a los muertos de la tierra. Ésta se cubrió de huesos resecados. Los huesos se juntaron. Los nervios, los músculos crecieron y un inmenso ejército de muertos vivientes se alzó. Pero no eran humanos. Les faltaba el espíritu. Yahvé invitó a Ezequiel a infundirlo a esos asesinados, Porque los huesos no eran nada; no evocaban nada; solo la palabra, enunciada o escrita, podía devolver la vida a los muertos y hacerlos presentes entre nosotros.
La tierra es el lugar de los muertos -los vivos viven sobre la tierra, en la memoria, y en las imágenes: el arte es el medio que lucha contra el olvido porque es capaz de mantener vivo el recuerdo de un ser vivo: una palabra, una melodía, un gesto, una imagen son suficientes para hacerlos revivir -o para mantenerlos en vivo; y lo que las imágenes evocan no son huesos. Los huesos solo evocan a muertos. Y los muertos no comparten nuestra vida, nuestros anhelos y nuestras desesperanzas. Bajo los muertos se hallan más muertos. La tierra está compuesta por capas de muertos; muertos de muerte natural, muertes voluntarias y forzadas, aceptadas e impuestas; muertes que la vida, la pena y la mano del hombre causan. Cuando se excava solo se encuentran muertos. También se encuentran vivos: lo que ocurre cuando se desentierran monumentos.
Los monumentos, por sencillos que sean, sí nos ponen en contacto con quienes han desaparecido, y la memoria, o la imaginacíón, los percibe; los percibe como seres vivos.
Los huesos no son nadie.
En una reciente reunión en la Universidad, sin embargo, nietos de desaparecidos (ejecutados no se sabe siempre dónde) -de ambos bandos-, comentaban con resquemor y muchas dudas, estos primeros trabajos.
¿Qué sería la memoria?
Ningún difunto podía quedar insepulto en la Grecia antigua. Las razones no eran sanitarias. Un muerto sin un espacio dónde recogerse se convertía en un fantasma que rondaba los cementerios, molestando a los vivos reclamándoles una sepultura. Éste era necesaria: se trataba de un espacio mediador entre la tierra y el Hades. Sin éste, las almas no encontraban el camino de su ultimo destino, y quedaban, como almas en pena, entre dos mundos. Ya no habitaban entre los seres vivos pero aun no compartía la vida ultraterrena con los muertos.
La muerte en campos de batalla, y sobre todo en naufragios, las ejecuciones sumarias, impedían encontrar los cuerpos. Pero las almas, desprendidas del cuerpo, no desaparecían. Seguían rondando, y reclamaban el levantamiento de un monumento funerario el cual, hincado en la tierra, les serviría de viático hacia el Hades. Entonces, los muertos, incluso los ejecutados, podían reposar en paz.
Los griegos elevaban monumentos funerarios. Éstos -salvo a finales de la edad clásica, cuando los monumentos se volvieron ostentosos y los poderes públicos tuvieron que intervenir para regular su presencia- eran modestos, muy alejados de la desmesura egipcia o de los túmulos anatólicos o persas. Los monumentos funerarios consistían en una estela erigida en el lugar donde el difunto había caído o había sido visto por última vez en vida, o había sido enterrado. El monolito tallado y esculpido en piedra o en mármol, a menudo de la misma altura que un niño, comprendía un relieve y un texto recordatorio que advertía al paseante de la pasada existencia del difunto. La estela funeraria era un verdadero monumento: rememoraba la vida de un ser (memento significa recordar). Éste permanecía en la memoria de los vivos gracias a este signo que suplía la desaparición física de la persona representada. En ocasiones, ésta no se hallaba enterrada bajo la estela. Sus restos habían desaparecido. Se hallaban, posiblemente, en fosas comunes, o en el fondo del mar. Pero la estela funeraria ayudaba a los vivos a seguir recordando, como si aún estuvieran vivos, a los difuntos. No solo los honraban, sino que les hacían un sitio en la comunidad; y la piedra de la estela -o de la estatua funeraria-, por un lado, les ayudaba a seguir formando parte del cuerpo de los ciudadanos, expresando, sin embargo, a través de la dureza y frialdad de la piedra, su tan distinta condición: ya no formaban parte del mundo de los mortales.
No es extraño hallar tumbas en excavaciones arqueológicas en el Próximo Oriente. Se trata, a menudo, de olvidados enterramientos islámicos, pero también anteriores. Los habitantes de los pueblos vecinos se niegan a que los restos se recojan. Solo se pueden estudiar huesos sueltos. Un cadáver no es una persona. Y los vivos quieren recordar a los que consideran suyos, incluso cuando median milenios, como si fueran seres aún vivos. Por eso, de nuevo, una simple estela anicónica, un escueto monolito ayuda a recordar que una vez hubo una persona allí, muerta o ejecutada, pero aun viva, más allá de la muerte, precisamente porque el monolito ayuda a recordar, no a un cadáver, sino a un ser que vive o revive en el recuerdo.
El profeta Ezequiel cuenta una la las escenas más sobrecogedoras del Antiguo Testamento. Yahvé se dirigió en espíritu al profeta, lo llevó a una vega cubierta de despojos, e hizo salir a los muertos de la tierra. Ésta se cubrió de huesos resecados. Los huesos se juntaron. Los nervios, los músculos crecieron y un inmenso ejército de muertos vivientes se alzó. Pero no eran humanos. Les faltaba el espíritu. Yahvé invitó a Ezequiel a infundirlo a esos asesinados, Porque los huesos no eran nada; no evocaban nada; solo la palabra, enunciada o escrita, podía devolver la vida a los muertos y hacerlos presentes entre nosotros.
La tierra es el lugar de los muertos -los vivos viven sobre la tierra, en la memoria, y en las imágenes: el arte es el medio que lucha contra el olvido porque es capaz de mantener vivo el recuerdo de un ser vivo: una palabra, una melodía, un gesto, una imagen son suficientes para hacerlos revivir -o para mantenerlos en vivo; y lo que las imágenes evocan no son huesos. Los huesos solo evocan a muertos. Y los muertos no comparten nuestra vida, nuestros anhelos y nuestras desesperanzas. Bajo los muertos se hallan más muertos. La tierra está compuesta por capas de muertos; muertos de muerte natural, muertes voluntarias y forzadas, aceptadas e impuestas; muertes que la vida, la pena y la mano del hombre causan. Cuando se excava solo se encuentran muertos. También se encuentran vivos: lo que ocurre cuando se desentierran monumentos.
Los monumentos, por sencillos que sean, sí nos ponen en contacto con quienes han desaparecido, y la memoria, o la imaginacíón, los percibe; los percibe como seres vivos.
Los huesos no son nadie.
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