jueves, 4 de febrero de 2021

Patafísica

 Un conocido partido político anuncia o promete -tal es su "eslogan"- hoy: JUNTOS PARA SER.

¿Ser algo? ¿Algún calificativo? No, ser, ser a secas.

Si para ser hay que estar juntos, significa que solos no somos, lo cual es curioso, porque el ser es único -o es el Uno- y no resulta de la suma de lo que no somos: que el ser resulta de la suma del no-ser es una cierta revolución metafíca.

El "eslogan" también proclama que el ser no es sino que resulta de una acción: la acción de juntarse. El ser deviene, pues. Sin embargo, la metafísica occidental señala una diferencia "ontológica" entre el ser y el devenir. El ser es independientemente de las coordenadas espacio-temporales, escapa al aquí y allá, el devenir en cambio lleva a un constante cambio hasta la extinción. El devenir no es. No llega nunca a ser. El cambio, la decadencia, la corrupción le impide ser estático, "inmune" al paso del tiempo. Un ser que pasa, pasado, caduco, no es. Juntos para ser implica por tanto juntos para desaparecer, para no-ser.

No sé si admirar esta radicalmente nueva concepción del ser, o sospechar de lo que me abocará a la nada, de naderías.





miércoles, 3 de febrero de 2021

Ante la pantalla

Las pantallas serían ventanas que nos abren a otros mundos. 

Ante la soledad y el aislamiento, la pantalla de un móvil o un ordenador, o de una tableta, permite entrar en contacto visual y acústico con otras personas, y recorrer virtual o visualmente campos y calles.

Una ventana es una apertura hacia la luz. Bárbara, la patrons de los arquitectos, obtuvo tan señalado cargo cuando supo dónde abrir una ventana en la alta torre de piedra en la que su padre la había encerrado para que la luz del cielo la bañara.

Una ventana es un marco; o un cuadro. Un cuadro clásico nos ofrece una vista: una imagen encuadrada. Ésta nos acerca lo que muestra o nos acerca a lo que muestra. Este movimiento de acercamiento a la realidad -o la realidad que se halla tras el marco- se opone o se contradice con el movimiento de retirada del artista que busca un lugar desde dónde tener una buena "perspectiva". La visión exige dar unos pasos hacia atrás, alejarse para disfrutar de amplitud de miras, del mismo modo que los dioses lo ven todo porque están en lo más alto. 

Un cuadro nos muestra lo que el artista quiere ver; nos ofrece sus ojos. Tenemos que colocarnos a la misma distancia del cuadro que la que el artista mantenía cuando observaba lo que quería representar. Un cuadro no es una vista objetiva. Es una visión particular, un fragmento de la realidad, sacada de contexto. Un marco son como unas orejeras. Centran la vista en un objetivo, desatendiendo a todo lo que acontece alrededor de un motivo, casi podríamos decir, lo que lo envuelve, lo aureola. Un marco es un tajo seco en la realidad. No nos permite percibir las relaciones entre las cosas, los juegos, las tensiones entre los motivos de una escena. La vida, el movimiento se detienen. Todo se coloca de un determinado modo, en el lugar que corresponde. Los seres y los entes posan. La vida que discurre a los lados, delante y detrás es neutralizada. Un cuadro es una foto fija, en la que la vida ha quedado congelada. Un cuadro es un acceso a lo que parece un castillo encantado o una tumba, en la que los seres y los enseres se disponen como si estuvieran vivos, simulando lo que no son.

Un cuadro es una simulación de la realidad. Como lo es lo que la pantalla del televisor, el ordenador o el movil nos muestra, pese a que produzca la ilusión que si abrieramos la ventana saltaríamos a esos mundo que desfilan ante la pantalla.

Una pantalla no es una apertura sino un cierre. En francés, écran (pantalla) significa reja, protector, una membrana que detiene y cierre que, por ejemplo, impide que la luz nos alcance.

Lo que nos abre al mundo es el sueño y la literatura porque las imágenes que se forman cobran vida en nuestro interior. Están con nosotros; forman parte de nosotros; y nosotros nos vemos en y con ellas.

Así discurre la vida hoy. entre ventanas ciegas.

JEAN-PIERRE CANET: IRAK, LA DESTRUCTION D´UNE NATION (2021)

martes, 2 de febrero de 2021

JOAN MIRÓ Y TRISTAN TZARA (1939)



De la serie de doce breves intervenciones sobre la obra de Joan Miró que, desde el mes de diciembre de 2020 hasta hoy, la fundación Joan Miró de Barcelona ha dirigido: 

lunes, 1 de febrero de 2021

domingo, 31 de enero de 2021

Inicio de curso

 El curso de máster en la Escuela de Arquitectura de Barcelona empieza el próximo jueves. Las clases de grado, el quince de febrero. Serán, nuevamente, clases telemáticas.

Recuerdo, hace unos diez años, el año de clase tras un largo periodo fuera de la Escuela gracias a la concesión de un sabático, un sueño para un profesor. Llevaba un año y medio sin dar clases. Fue el peor año, con los peores resultados en las encuestas, un curso que exigió un replanteo completo del programa y de la manera de enseñar al año siguiente. ¿Qué había pasado? El programa no había cambiado, al igual que la docencia; hasta entonces con resultados satisfactorios. Ocurrió que, precisamente, el tiempo había pasado y no me había dado cuenta -o creía que no se había producido ningún cambio. Tan solo había pasado un año y medio.

Explicaba lo mismo. Trataba de recordar lo que explicaba y sobre todo cómo explicaba. Sabía dónde introducir un chiste, una salida de tono, qué imagen mostrar, qué decir en cada momento. Solo estaba atento al pasado, tratando de revivirlo, sin atender a los estudiantes. Donde se daban risas otrora, se producía un silencio embarazoso, glacial. Allí donde los estudiantes intervenían en años anteriores, ninguna mano se levantaba. Nadie intervenía. Yo hacía ver que me interesaba en lo que contaba, cuando tan solo recitaba de memoria. Tenía la lección aprendida. La hubiera podido repetir en cualquier circuntancia, es decir, en ninguna circunstancia. Nunca como en aquel año, me sentí como un disco rayado, gastado.

En un año y medio, la mirada, la perspectiva de los estudiantes habían cambiado -casi dos años en personas de veinte años, son años. Mi perspectiva también: en vez de mirar adelante, miraba hacia atrás. Trataba de hcer lo mismo, de decire lo mismo, de comportarme cómo me comportaba, sin atender a qué los estudiantes no eran los mismos, desatendiendo a quiénes me dirigía, evitando suscistar sus comentarios que no llegaban porque no hubieran encajado con las lecciones memorizadas, con una mala interpretación de una clase que no sentía, que no construía, sino que repetía "de memoria".

Las clases son diálogos, verbales o mudos, pero diálogos y careos. Una clase no se da por sabida. Acontece -a medida que se explica (que no se recita). Es necesario saberse el texto para jugar con él, cambiarlo, alterarlo, deformarlo, transformarlo, en función de lo que uno siente, percibe en clase. Porque para dar clase hay que sentir, sentirse bien, pero nunca dar por sentado que irá bien, que se va a encontrar a gusto. Cierta incomodidad, y temor, son necesarios. ¿Qué ocurrirá?, una pregunta que parte del presupuesto que "algo" va a ocurrir que dará qué pensar. No se sabe qué va a ocurrir, qué diremos. Las palabras, a menudo, tienen vida propia y se salen del guión aprendido, se adelantan, exploran terrenos y comunican ideas no previstas: palabras vivas, no letra muerta que se trata de revitalizar penosamente.

¿Qué ocurre con una clase telemática, en la que los estudiantes son puntos de colores, o tan solo una letra inicial en maýúscula, en la que lo que uno se ve dando clase?  Ocurre que no es una clase sino un recitado, en la que el silencio está proscrito, una sesión que concluye abruptamente, que empieza y cesa con un simple tecleo, desprovista de este tiempo incierto que prosigue fuera del aula cuando estudiantes preguntan, y las respuestas -si se hallan- dan lugar a una próxima clase. ¿No intervienen los estudiantes en una clase telemática? Sí, preguntan, pero preguntan al profesor, no dialogan entre ellos -porque no se ven, no saben quién asiste, como tampoco lo sabe el profesor que tan solo tienen una lista de nombres sin cara, o caras sin cuerpos. Las palabras van -y a veces vienen-, pero no recorren el espacio del aula, porque un aula virtual es un mal juego de palabras: es un oximoron, no existe.

No, las clases no empezaran este jueves. Tan solo se iniciará un programa de televisión con un locutor, si uno se acuerda de encender la pantalla. Un curso sin curso, sin fluidez, sin saltos ni sobresaltos que mantienen en vilo, despierto, atento.

Con todo el ánimo -pero no la ilusión- que uno le ponga.