“SÓC. – Oí que había por Náucratis, en Egipto, uno de los antiguos dioses del lugar al que, por cierto, está consagrado el pájaro que llaman Ibis. El nombre de aquella divinidad era el de Theuth. Fue éste quien, primero, descubrió el número y el cálculo, y, también, la geometría y la astronomía, y, además, el juego de damas y el de dados, y, sobre todo, las letras. Por aquel entonces, era rey de todo Egipto Thamus, que vivía en la gran ciudad de la parte alta del país, que los griegos llaman la Tebas egipcia, así como a Thamus llaman Ammón. A él vino Theuth, y le mostraba sus artes, diciéndole que debían ser entregadas al resto de los egipcios. Pero él le preguntó cuál era la utilidad que cada una tenía, y, conforme se las iba minuciosamente exponiendo, lo aprobaba o desaprobaba, según le pareciese bien o mal lo que decía. Muchas, según se cuenta, son las observaciones que, a favor o en contra de cada arte, hizo Thamus a Theuth, y tendríamos que disponer de muchas palabras para tratarlas todas. Pero, cuando llegaron a lo de las letras, dijo Theuth: «Este conocimiento, oh rey, hará más sabios a los egipcios y más memoriosos, pues se ha inventado como un fármaco de la memoria y de la sabiduría.» Pero él le dijo: «¡Oh artificiosísimo Theuth! A unos les es dado crear arte, a otros juzgar qué de daño o provecho aporta para los que pretenden hacer uso de él. Y ahora tú, precisamente, padre que eres de las letras, por apego a ellas, les atribuyes poderes contrarios a los que tienen. Porque es olvido lo que producirán en las almas de quienes las aprendan, al descuidar la memoria, ya que, fiándose de lo escrito, llegarán al recuerdo desde fuera, a través de caracteres ajenos, no desde dentro, desde ellos mismos y por sí mismos. No es, pues, un fármaco de la memoria lo que has hallado, sino un simple recordatorio. Apariencia de sabiduría es lo que proporcionas a tus alumnos, que no verdad. Porque habiendo oído muchas cosas sin aprenderlas, parecerá que tienen muchos conocimientos, siendo, al contrario, en la mayoría de los casos, totalmente ignorantes, y difíciles, además, de tratar porque han acabado por convertirse en sabios aparentes en lugar de sabios de verdad (…)
Así pues, el que piensa que al dejar un arte por escrito, y, de la misma manera, el que lo recibe, deja algo claro y firme por el hecho de estar en letras, rebosa ingenuidad y, en realidad, desconoce la predicción de Ammón, creyendo que las palabras escritas son algo más, para el que las sabe, que un recordatorio de aquellas cosas sobre las que versa la escritura.”
(Platón: Fedro)
Platon concluye el diálogo Fedro, una de las cumbres de la literatura occidental y quizá su texto más hermoso e influyente -no se concibe el arte renacentista sin este diálogo-, junto con Fedon, con una sorprendente diatriba en contra de la escritura (Platon es uno de los más grandes escritores de la historia, un fabulador, inventor de mitos, como no ha existido ningún otro) o, mejor dicho, de los efectos perniciosos, paradójicos de la escritura. Inventada por una divinidad egipcia y transmitida a los humanos como un antídoto eficaz contra el olvido, la escritura, según Platón, es un veneno para la memoria. Lejos de luchar contra el olvido, lo favorece, pues quien escribe confía en que los hechos narrados quedan inscritos para siempre y ya no caerán en el olvido, cuando, en verdad, la confianza en los poderes mnemotécnicos de la escritura es tal, que quien escribe se olvida (paradójicamente) de esforzarse en aprender y recordar lo que pone por escrito, un efecto, una desidia que no se daba cuando solo cabía el aprendizaje oral.
Los profesores saben que lo que aprenden es lo que explican de viva voz. Mientras un profesor no pasa la prueba de la explicación oral, cuando no se esfuerza en comunicar oralmente lo que quiere contar, no se da cuenta del dominio, real o imaginario, sólido o artificioso y tambaleante, superficial, que posee sobre un tema, del conocimiento que tiene sobre éste. Las palabras escritas pueden camuflar a través de juegos literarios la vacuidad, o la ignorancia. Mas, con la prueba de la explicación o comunicación en directo queda patente lo que se sabe. La palabrería, en este caso, no es una cortina de humo, que puede provocar una ilusión de saber, sino en endiablado enredo en el que cae quien trata de explicar lo que cree saber, hasta enmudecer. La verdad se abre paso con la explicación oral. Y solo la oralidad permite descubrir lo que se sabe. A medida que un profesor habla, la verdad se construye, se ordena, y se revela clara y convincentemente. No existe prueba más cruel, trabajo más vergonzante, que impartir una lección sobre un tema que no se domina. Las palabras confusas ponen en evidencia el desconocimiento que la escritura, por el contrario, disimula (bajo el manto de las frases incomprensibles, como ha ocurrido tantas veces en teoría del arte contemporáneo). Lo que puede parecer serio e impone cuando se plasma por escrito y se lee, muestra ridículo o grotesco cuando se pronuncia y se escucha.
Platon fue sin duda injusto. Pero no sabemos bien qué hemos perdido con la invención de la escritura. Sí somos conscientes que la escritura puso fin a la decisiva importancia del mito, a su influencia, su capacidad de incidir en la vida. Los mitos, puestos por escrito, perdieron su vitalidad, du capacidad de mutar. Se convirtieron en literatura, en letra muerta. La escritura puso fin a la edad del mito, la edad en la que el poder de la imaginación se manifestó con más eficacia, contundencia y seducción. Un mito escrito deviene un cuento. Entretenido pero en el fondo, olvidable, prescindible. Las culturas letradas no necesitan de los mitos. La palabra escrita acaba con la capacidad evocadora de la palabra hablada.
Si cambiamos la palabra escritura por la expresión inteligencia artificial, en boga hoy, quizá podamos tener una imagen más clara de su poder. Lejos de favorecer el conocimiento, de facilitar la fijación de los hechos, puede contribuir a nuestro embrutecimiento, a la pérdida de la inventiva. Confiando en la escritura, o en la máquina, perdemos confianza en nosotros mismos, en nuestra capacidad para vencer, sortear o ningunear el olvido. La escritura, como la máquina, son poderosos (mortíferos)instrumentos que coartan nuestra capacidad de inventar, recrear, fabular el mundo, descubriendo sus aspectos más singulares, o dotándolo de cualidades que solo la palabra oral es capaz de encontrar, atribuir o crear.