A partir de cierta edad, de incierta precisión, raros son quienes no reciben una invitación, insistentemente enviada una y otra vez, para asistir a un aniversario de una promoción (de un curso escolar o universitario, habitualmente), sea un veinticinco o treinta aniversario o un cincuentenario.
Marcel Proust ha descrito extensa, descarnada y fielmente, en El tiempo recobrado, con el que concluye la novela rio A la búsqueda del tiempo perdido, una fiesta de esta género, que se alarga durante centenares de páginas, y que reúne a decenas de personas que no se han encontrado desde hace tanto -demasiado, afirman algunos- tiempo. A la sorpresa atónita -y la incredulidad y pronto la angustia- que suscitan quienes parecen haber quedando momificados por el tiempo (como si tiempo hubiera pasado de largo y los hubiera abandonado fuera del tiempo), congelados, sin cambiar de apariencia, pero carentes de expresión, lo más habitual, más que constatar los estragos, es el extraño reconocimiento de una voz, de nuevo familiar, que emite un rostro al que es imposible adscribir un nombre o, peor aún, al que se adhiere un nombre equivocado, como en un cruel juego de máscaras.
Pocos son los grupos que, apenas disueltos, una vez terminados los estudios, no cuenten, casi como un peaje de entrada en la edad adulta, algún suicidio por depresión o por una razón que cincuenta años más tarde, resulta aún incomprensible. Fallecidos aún jóvenes por enfermedades que nadie hubiera esperado dada la buena salud de la que parecía gozar los desaparecidos, siempre demasiado pronto, empiezan a mutilar amistades y ensombrecer a los grupos, como si el sueño de una vida en común sin fin hubiera topado abruptamente con la vida o la realidad. Los divorcios, las separaciones, los cambios de sexo, ya no son noticia. Se asumen. Tan solo dan lugar a un esbozo de sorpresa, una mueca irónica, quizá la sombra de la resignación. La muerte de hijos o nietos, por enfermedad o accidente, revela el talante imprevisible de las Horas que manejan los hilos y trastocan, en un juego inasumible y perverso, el tránsito de las generaciones.
La constatación del no por esperado y previsible abismo entre los sueños, esperanzas y ambiciones, y la vida posterior no deja de suscitar tristeza. Pero lo más devastador es darse cuenta del definitivo cambio de humor, casi de personalidad. Quienes eran más optimistas y con los que se contaba para que contagiaran su alegría, que parecía, más que indestructible, consustancial con su manera de ser y de pensar -que no podía cambiar y que solo la muerte parecía que era lo único que podría poner fin-, han devenido figuras apagadas, enlutadas por un velo de tristeza o de resentimiento ante las injusticias del tiempo que no han afectado del mismo modo a todos, como si el tiempo hubiera decidido cebarse y abatir a quienes se consideraban -aunque no eran siempre percibidos así- imbatibles y exaltar a quien había caído pronto en el olvido por su aparente insignificancia. Asumimos los cambios físicos, pero son inasumibles, injustos e injustificables los cambios para siempre del humor o del carácter. Al cambio del rostro se suma el cambio en la mirada, apagada o endurecida, en la que buscamos, en vano, el brillo del pasado que el ojo se niega a devolver -como si retuviera los que ya no quiere compartir. Y, el efecto más demoledor -y esclarecedor- de las reuniones inopinadas de sombras, es la destrucción de los recuerdos, casi siempre luminosos, iluminados por la nostalgia y la tristeza ante el presente, sustituidos por imágenes de devastación y amargura, o de sonrisas petrificadas, una pérdida y una sustitución que se vive trágicamente y con rabia e incomprensión, lamentando el error incorregible de haber acudido a la fiesta, como el poder injustificado e incomprensible del tiempo con el que no podemos enfrentarnos porque bien sabemos que saldremos derrotados.
Los aniversarios son el mundo del como si. Se viven con una mezcla de curiosidad, angustia, y resignación, y concluyen con la promesa, seguramente cumplida esta vez, de que no caeremos más en el engaño, no por decisión nuestra, en este caso, sino por la decisión, la acción de la parca que pronto se activará.