El escultor italiano, nacionalizado francés, Medardo Rosso, tuvo la desgracia de tener que competir con el escultor francés Auguste Rodin, una institución en Francia, que inicialmente fue amigo suyo y luego le cerró todas las puertas de exposiciones, cenáculos, academias y colecciones, cuando ya se especulaba públicamente acerca de la influencia de Rosso en Rodin, gran acaparador de encargos y reconocimientos públicos.
Se ha presentado a Rosso como un escultor que abrió las puertas a la escultura moderna, como el primer escultor moderno, que rompió con la tradición, como sostiene una y otra vez, una maravillosa exposición antológica en Madrid. El constante uso de la fotografía por parte de Rosso, la creación de imágenes en serie de sus esculturas, bajo diversos ángulos y juegos de luces, refuerza dicha interpretación.
Las esculturas de Rosso se presentan como una masa amorfa de cera, yeso o, en ocasiones, bronce. Nada se reconoce. La peana, diseñada por el artista, sostiene un bloque informe -o una lámina metálica arrugada. El interés es muy limitado. El espectador desfila ante la obra sin ver nada (más que un puñado de materia), avanza, y, tras girar la cabeza casi involuntariamente, quizá para contemplar la sala, descubre, de golpe, un rostro. Éste salta a la vista. El tema, hasta entonces inexistente en apariencia, se descubre de súbito. Uno vuelve apresuradamente sobre sus pasos para volver a contemplar un rostro o un cuerpo que se hubiera asomado, por un instante, nítida y reconocible mente, al exterior desde una guarida hundida en la masa, y se detiene. Pero el rostro, la mano, la figura entera, temeroso, como inquieta por el acercamiento del visitante, ha vuelto a enterrarse y fundirse en la materia. La masa indiferenciada reina de nuevo aburridamente en la peana.
Rosso lograba el prodigio de esculpir -de palpar, moldear- una figura en -y no a partir- la masa que solo se descubre desde un único punto de vista. Y éste es impredecible, aunque casi siempre se encuentra lateralmente con respecto a la figura. Las diagonales son las líneas que permiten reconocer a las figuras. Puntos de vista huidizos, difíciles de discernir, que revelan nítidamente un cuerpo, que apenas unos pasos más, vuelve a desaparecer, sumergido o atrapado por el bloque material.
Este concepción de la escultura quizá sea moderna, pero sobre todo es clásica. O, mejor dicho, combina dos tradiciones clásicas -y ahí radicaría la revolución de Rosso (no la ruptura con la tradición, sino su explotación): la concepción renacentista según la cual existe un único punto frontal desde el cual se descubre lo que la escultura representa, y ls concepción barroca que también ofrece, contrariamente a ls visión manierista, un único punto de vista desde el cual reconocer a la figura esculpida o moldeada, mas dicho punto no se encuentra frente a la obra, sino en algún lugar alrededor de la obra que debe ser hallado a tientas, dando vueltas, viendo siempre una obra difícilmente reconocible hasta que, de pronto, se descubre un ángulo desde el cual se reconoce perfectamente lo que el escultor quiso representar, o mejor dicho, varios ángulos, en ocasiones, que ofrecen perspectivas distintas y sin embargo completas y satisfactorias sobre la figura tallada. Bernini fue un maestro en este juego con las expectativas del observador.
La gran aportación de Rosso fue la combinación de puntos puntos de vista, de dos concepciones distintas de la estatuaria clásica y de su relación con el espectador: la que sostiene que se tiene que producir un cara a cara entre la figura representada y su observador -que sólo puede darse desde un punto de vista predecible, calculado de antemano- y la que, por el contrario, sostiene que el encuentro tiene que ser huidizo, imprevisible, que exige la participación activa del observador que, lejos de saber ya dónde ubicarse, debe desplazarse alrededor de la obra, acercarse y alejarse, hasta hallar el lugar o los lugares desde los que la figura se descubre.
Seguramente Rosso fue un escultor moderno, mas no tanto o no solo por el uso de la fotografía, el juego con el espectador, la producción incesante de variantes (un procedimiento tradicional, si bien, en el caso de Rosso, no desembocaba en una única obra perfecta, sino en un conjunto de obras, ninguna de las cuales podía ser considerada una variante, pues no existía la obra completa declinada en variantes, sino que cada una era una obra única, al igual que apenas distinguible de otra), o el juego con el espacio (ineludible en la estatuaria). Tampoco el “non finito” era novedoso: se remontaba al arte del siglo XVI. El uso de la cera y el yeso formaba parte del procedimiento escultórico tradicional, aunque la exposición de estatuas de cera o de yeso, no como bocetos preparatorios sino como obras terminadas, sí era singular, aunque Rosso no dudó tampoco en recurrir a la clásica fundición de bronce. Lo más novedoso fue su interpretación y su juego con la tradición clásica, el haber sabido utilizar y combinar distintos puntos de vista, distintas tradiciones, concepciones y modos de operar, que le permitieron entroncar con el pasado sin sentirse atrapado por él. Un pasado respetado pero al que no se somete. Era cierta manifestación de libertad ante el dogma -que exigía su previo conocimiento y estudio. Una muestra de valor que supo hacer descender de su pedestal a la tradición clásica y mostrar, sorprendentemente que aún podía ser útil para manifestar la compresión de la vida moderna. Al igual que Baudelaire que no dudó en recurrir a la forma intemporal del soneto para captar la fugacidad moderna, Rosso echó mano de la estatuaria clásica para retratar vidas no heroicas y huidizas.
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