jueves, 21 de abril de 2011

Ciudad en las alturas

 





Las maravillas del mundo no fueron siempre siete. Tampoco fueron todas obras existentes.
Según algunos autores tardo-antiguos hubo una octava maravilla; y ésta solo existió en la imaginación del arquitecto, que es dónde mejor se proyecta -o solo se puede proyectar.

Alejandro estaba a punto de conquistar el mundo. Cortesanos,  creadores y ensoñadores esperaban que el emperador les recibiera, cuando entró en la sala del trono un desconocido y apolíneo constructor macedónico, cubierto, como Heracles, con una piel de león, que portaba una maqueta: consistía en una gigantesca estatua de Alejandro desnudo, cómodamente aposentado en una de las laderas del monte Athos, con una ciudad en una mano, y una copa, de la que manaba agua sin cesar en la otra.

Dinócrates -tal es el nombre del arquitecto o constructor, muerto en 278 aC-, que llevaba semanas esperando ser recibido gracias a unas cartas de recomendación que le habían entregado, se posternó ante un sorprendido y curioso Alejandro y le mostró la maqueta: una ciudad fortificada en las alturas, portada por la mano del soberano. Alejandro observó complacido, cuenta Vitrubio. La obra le complació. Estaba dispuesto a construirla. Pero inquirió ante el necesario abastecimiento regular de la ciudad: ¿poseía acaso pastos y tierras de cultivo cercanos? Al parecer, Dinócrates solo se había preocupado de la obra -como suele ocurrir-, no de su mantenimiento. Ante este hecho, y la imposibilidad de hallar tierras adecuadas en las escarpadas laderas rocosas del monte Athos, Alejandro declinó la oferta u ofrenda. Pero pidió a Dinócrates que se sumara a la expedición que iba a partir a la conquista de Egipto. Bien hizo Dinócrates en aceptar la propuesta: fue el arquitecto de Alejandría, una vez que el emplazamiento hubiera sido escogido, tras un sueño divino, por Alejandro, y la ciudad fundada con un perímetro a imagen de su capa extendida en el suelo.
Siendo así que la imagen sorprendía por el tamaño, nunca hasta entonces concebido, de la propuesta: una estatua descomunal, tallada directamente en una montaña, con una urbe amurallada en la mano, la iconografía no era original. Reproducía la imagen habitual de los portadores de maquetas asirios en relieves dedicados a cantar la grandeza imperial, que simbolizaban la entrega efectiva de una ciudad enemiga o extranjera a un monarca victorioso. Ésta se ponía a los pies del emperador.

Dicha iconografía tendrá amplia repercusión en el cristianismo. Todos los fundadores de ciudades, monasterios y catedrales se representaban con la maqueta de su fundación en la mano. La imagen más habitual de santa Bárbara, una de las patronas de los constructores (y no solo de los artilleros), la muestra sosteniendo la maqueta de la torre en la que su padre la encerró transformada, de cárcel en celda, de tumba en santuario, por la santa. Los retratos clásicos de los arquitectos se reconocen a la legua por los atributos que los rodean: compases, planos y maquetas: la manifestación o exteriorización de las imágenes mentales que poseían.

La historia contada por Vitrubio revela que Alejandro, y no Dinócrates, era el creador de la ciudad: así deseaba Dinócrates que Alejandro se sintiera. En este sentido, tampoco innovaba. Tradicionalmente, hasta hoy en día incluso, son los gobernantes, profanos o religiosos (desde reyes a papas) quienes son considerados como los responsables de las obras que mandan construir o cuya construcción aprueban. El arquitecto queda siempre relegado a un discreto segundo lugar. Ni siquiera puede siempre asistir a la ceremonia de colocación de la primera piedra de la obra que el gobernante inaugura y preside.

Pero la historia, fantasiosa o verídica, de Dinócrates sí innova en un punto decisivo. En todas las imágenes, antiguas y modernas, antes comentadas, los poderosos aparecen retratados con la maqueta de la obra en la mano. En el caso de Alejandro, Dinócrates coloca en su siniestra -la diestra sostiene un cuenco de agua- no una maqueta de ciudad, sino la misma ciudad. Maqueta o modelo y realidad se confunden. La ciudad es mostrada como si fuera una maqueta, o ésta  una realidad plena. La ciudad es su propio modelo. Alejandro era tan hábil construyendo que su obra no se distinguía del modelo; la materialización de la idea (idea, en el sentido griego del término: forma ideal) no desfiguraba ésta: su fuerza era tal que la materia se amoldaba perfectamente a aquélla. En este sentido, Alejandro ya se apartaba de Platón. Las ideas portentosas iluminaban la oscura y ciega materia. Entre el modelo y la imagen, o entre la imagen y la realidad, era imposible que existiera diferencia alguna. La creación de Alejandro era de orden mágico o demiúrgico, divino. Mandaba que la obra se hiciera, y ésta se hacía sin que se apartara lo más mínimo de las indicaciones del preciado modelo. Alejandro lograba el sueño de todo creador: que la obra respondiera a su ideación. Por lo que Dinócrates deificaba Alejandro ante quien se arrodillaba.

Dinócrates no erró; sabía que la ciudad que había proyectado era insostenible: se había dado cuenta de la inexistencia de tierras cultivables, y de agua -pese al cuenco inextinguible-, así como de la imposibilidad de hallarlas. Semejante grosero error no podía haber sido cometido por Dinócrates. La que pretendía era que Alejandro lo corrigiera: que brillara hallando fallos en la obra. Fallos que solo un creador puede discernir. Fallos que Alejandro no hubiera cometido. Al exponerlos, Alejandro ponía en evidencia a Dinócrates, presentado como un aprendiz al servicio de un maestro, Alejandro.  

La historia de Alejandro y Dinócrates ilustra bien sobre el mito del genio creador, capaz de emprender obras imposibles, que solo fracasan por el abismo entre el creador divino y la impericia humana.

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