miércoles, 26 de octubre de 2011

UR, 26 de Octubre de 2011




























1-3(B/N): Ziggurat de Ur (2: Ziggurat desde el E-hursag, el llamado Palacio de los reyes Ur-Nammu o Shulgi, seguramente el templo neobabilónico de la diosa Ninhursag)
4-5: Zigurat de Ur
6: alquitrán mezclado con paja que recubre el interior del zigurat
7: parte alta del zigurat
8: policias y personal de la Dirección General de Antigüedades
9-14 (B/N): Tumbas reales de Ur
15-22: Tumbas reales de Ur
23-24: Straight Street en el barrio de Ur del periodo de Isin-Larsa (c. 2000 aC), y acceso a casa con patio desde esta calle
25: jarra enterrada en el barrio de Ur
26: casas de Ur
27-28: E-dub-lal-mah, templo neobabilónico restaurado: fachada e interior
Fotos: Tocho, octubre 2011
Se "colgarán" más fotos de aquí a un día


Cuando el coche arrancó, precedido por un vehículo militar, supimos que finalmente íbamos a Ur. La Dirección General de Antigüedades, temerosa por nuestra seguridad, y sospechando del jefe de policía local, cambia constantemente los planes (como, por otra parte, había recomendado la Embajada de España), y nos conduce hacia el yacimiento no previsto, pidiéndonos que no comuniquemos a nadie en Iraq nuestro programa.

Apenas dejamos a nuestra izquierda la gigantesca base militar norteamericana de Talil, bajo el ruido atronador de un avión y dos helicópteros que sobrevuelan, a baja altura, casi constantemente el área, la carretera enfila directamente hacia el zigurat de Ur.
En fotos, la reconstrucción parcial de principios de los años sesenta, apena. En el lugar, se revela necesaria, acertada, y no evoca en absoluto un decorado. Las técnicas empleadas fueron las mismas que se habían seguido cuatro mil cien años antes.
Destaca desde lejos en medio de un paisaje árido, cubierto de arcilla reseca. A sus pies, en el ángulo izquierdo, los restos de la última trama urbana sumeria conservada. Emociona lo que el arqueólogo Wollley bautizó, en los años veinte, como Straight Street: un callejón muy estrecho, de poco más de un metro de ancho, entre los muros (de un metro de altura, más o menos) de viviendas construidas alrededor de un patio,  a las que se accede por una, quizá dos entradas. Caminando por el callejón, se llega a tener la misma sensación que una medina produce hoy: un espacio agobiante, en el que es fácil perderse, como si uno se abriera camino entre riscos, pero, sin duda, más fresco que el exterior. Hoy Ur está en medio del desierto. Antaño, se hallaba en una península bordeada por el Éufrates y un afluente, y estaba, quizá recorrida por uno o varios canales, invisibles hoy. Pese a la presencia del agua, el desierto, que hoy invade Ur, se hallaba cerca. Se diría que las primeras ciudades, en sudamérica (Perú), el valle del Hindo, y en Sumer, se construyeron en la confluencia de ríos y desiertos o páramos áridos. Quizá las ciudades respondieran no solo o tanto a una necesidad económica o sociológica (el intercambio de bienes y mujeres, el control del territorio), sino "emocional" o sicológica: la necesidad de sentirse amparado en un territorio tan hostíl, carente de límites, en los que la vista se pierde, así como el equilibrio. La ciudad sería el resultado de la necesidad de vivir juntos, dando la espalda al árido infinito, cuya dureza, cuya inhumanidad, las poderosas aguas del Éufrates, difícilmente cruzables, lentas como el paso de los siglos y violentas en ocasiones como un animal hambriento o acorralado, acrecentaban, bajo un cielo pardo y gris, desdibujado por las nubes -de aquí a poco empezarán las lluvias- y el polvo en suspensión.
 
Desde la cumbre se descubre, con sorpresa que el núcleo del zigurat está hecho de adobes macizos, separados, cada metro, por una capa de alquitrán sobre una capa de ladrillos cocidos, y por finas capas de cal, también impermeabilizante, situadas también cada metro. El perímetro exterior del zigurat y las terrazas son de gruesas capas (unos dos metros) de ladrillos cocidos unidos con alquitrán mezclado con paja, recubiertos con el mismo material. La construcción está en perfecto estado, si bien los adobes se van deshaciendo con las lluvias y las tormentas de arena.

A un centenar de metros, en na área vallada, las tumbas reales de Ur. Están siempre cerradas. Se prohibe el acceso, en parte por su insegura condición. Se ha logrado, empero, recorrerlas. Dos tumbas se abren a lado y lado de un pozo -por el que se desciende por una escalera de madera actual-. A partir de media altura, dos rampas escalonadas apuntan hacia las entradas de cada tumba: un gigantesco arco de medio punto protege la puerta de la celda. El espacio interior  tiene unos diez metros de largo; posiblemente sea más alto. Está cubierto por una bóveda de medio punto de ladrillo en perfecto estado. Los muros también son de ladrillos, cubiertos por una gruesa capa de salitre. Se conservan en las paredes los hoyos en los que se empotraban las cabezas de las vigas de madera por las que transitaban los constructores para levantar muros y bóveda. Ésta se logra mediande la superposición de ladrillos retranqueados: el superio avanza con respecto al inferior. En las paredes sobre las que se apoya la bóveda, que recuerda a una nave invertida -maquetas de barcas acompañaban al difunto en su tránsito al más allá, como las hermosísimas depositadas en el Museo de Bagdad-, se intuyen arcos de descarga. Las tumbas fueron construidas hace cuatro mil seicientos años, casi antes que las pirámides de Egipto. No son comparables con ninguna otra tumba sumeria. Mas, incluso en el esplendor de su tamaño y  perfección, evocan una concepción de la morada eterna similar a la terrenal: cálida, sin alardes ni ostentación, como si la vida, aquí y en el más allá, no mereciera atenciones que la equipara con la de los dioses. Las tumbas no son muy distintas que las casas de juncos de las marismas, también cubiertas con bóvedas alargadas, que ya se construían hace cinco mil años. Tan solo el ladrillo sustituye al junco; pero toda la tumba parece un admirable trabajo de cestería. El descenso a través del juego de rampas y escaleras, que descienden alrededor de un gran patrio central, evoca bien el regreso a un vientre materno, a la sombra del zigurat que ofrece el movimiento contrario, ascensional, solo apto para los dioses cuando, habiendo descendido entre los hombres, querían regresar a su morada eterna. Los movimientos que el zigurat y las tumbas suscitan construyen bien el imaginario mesopotámico. Los humanos nada tiene que ver con las divinidades; y los encuentros temporales en la tierra se clausuran en la hora final.

A lo lejos, las estrafalarios y temibles vehículos militares norteamericanos siguen retirándose hacia el Sur.

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