El Colegio Oficial de Arquitectos de Cataluña (COAC), en Barcelona, cuando no había dilapidado los ingresos ni éstos habían menguado drásticamente, organizó en 2006 una pequeña exposición sobre la imagen de la arquitectura modélica que la revista española ¡Hola! (y su versión inglesa Hello!) ofrecen.
El catálogo tenía unas pocas páginas. Debe de estar agotado.
Éste es uno de los textos que lo componían.
EL
TIEMPO NO PASA: EL IMAGINARIO ARQUITECTÓNICO EN LA REVISTA ¡HOLA!
1.-
Presentación (modelos de hogar)
Las revistas de arquitectura, nacionales
y extranjeras están dirigidas por y para profesionales; no suelen traspasar el
estrecho círculo de los técnicos y no llegan al gran público. Cuando esto
ocurre, es a costa de que se destaque el carácter a veces abstruso o
excesivamente teórico de los textos, la escasa funcionalidad de los espacios mostrados
y la dificultad o imposibilidad de compararlos a edificios conocidos y asumidos
que ayuden al reconocimiento y la valoración de los modelos propuestos. Los
debates que suscitan y los modelos que ofrecen son de uso estrictamente
interno.
Por el contrario, distintos tipos de
revistas para el gran público ofrecen regularmente modelos de arquitectura y de
interiorismo que van conformando, sin que seamos conscientes, el gusto común.
Entre estas revistas destacan las llamadas
“revistas de decoración”, los suplementos dominicales de los periódicos (ambos
de gran difusión) y, ante todo, la denominada “prensa del corazón”. A través de
sus reportajes, ésta muestra un cierto imaginario arquitectónico que pretende
al tiempo educar el gusto popular o mayoritario y coincidir con él.
Estas imágenes no son neutras. Transmiten,
por el contrario, una ideología o un ideario que defiende casi siempre los
seguros valores del hogar que se exponen paradigmáticamente. Este tipo des
revistas está concebido para hacer soñar, mostrando mundos inalcanzables que,
por un momento, se abren a la contemplación popular, para significar la
distancia infranqueable a la que aquéllos se hallan.
Los interiores se presentan como modelos,
inmunes al tiempo, al presente. Son como casas celestiales, palacios
encantados, casas de ensueño que revelan que, en otra parte, existe un mundo
seguro, recoleto y cerrado y, por tanto, ajeno a la (a una) modernidad juzgada turbadora,
destructora[1].
El texto comenta modelos de espacio interior que aparecen regularmente en algunas
revistas del corazón (y, en concreto, en un semanario, muy conocido y, en gran
medida, “respetado” por el público: ¡Hola!)
de gran tiraje.
Posiblemente sea ésta la revista de mayor venta en España. No
posee una sección fija dedicada a la arquitectura y la decoración; sin embargo,
tras revisar cada uno de los números publicados desde 1990, se ha comprobado
que se publica, casi semanalmente, un reportaje, en ocasiones muy extenso
–algunos son aún recordados pese al tiempo transcurrido-, dedicado a una casa
(o a una mansión) habitada, en ocasiones bajo un epígrafe titulado Casas con Estilo, y no “casas de estilo
(“clásico”, “romántico” o “campestre” o “montañés”, que son los “estilos que
más abundan): la expresión adjetivada “con estilo” no remite a una determinada
forma (del pasado, casi siempre) –aunque también este matiz está implícito-,
sino a la imagen que transmiten, de contención, serenidad y orden, de “clase”, en
todos los sentidos de la palabra. Estas viviendas pertenecen a personas de una
clase determinada -en general, “(a)fortunada”, noble o de rancio abolengo, con
posibles (en apariencia heredados), que parece vivir a menudo de los bienes
familiares, sin duda inmemoriales- o que aspiran a equipararse o a parecerse a ésta[2].
Los interiores no son necesariamente lujosos. El lujo y la ostentación no son
siempre –ni siquiera habitualmente- los valores que transmiten, sino que ¡Hola! suele buscar casas (a menudo
recientemente construidas o decoradas) que respondan a un ideal de hogar situado
fuera del tiempo (presente) -lo que, en ocasiones, exige poseer una pequeña
fortuna-, inmune a la confusión de géneros y de espacios, como si de un
castillo encantado se tratara. Si estos interiores parecen fuera del alcance
del público no es por su precio, su “valor” monetario, sino porque remiten a
unos valores que no son comunes –ni lo han sido sin duda jamás, toda vez que
dichos valores son propios de un mundo ideal, soñado o ilusorio-. ¿Cómo se
configura entonces esta imagen ideal y cuáles son los valores subyacentes?
Las obras seleccionadas son unas sesenta,
casi todas españolas. Representativas de las que se suelen publicar en esta
revista, responden todas o casi todas a unos mismos criterios y se presentan
del mismo modo, un modo muy alejado de los que imperan en la prensa
especializada (las revistas de arquitectura). Ésta concede la primacía al autor
de la obra: suele mostrar planos y fotografías, casi siempre del exterior, de
la fachada, junto con alguna vista de los espacios interiores, siempre vacíos,
libres de muebles, prístinos, tal como el autor los entrega al propietario,
antes de que éste los ocupe, los habite, y, por tanto, deje una huella que
altera inevitablemente la creación arquitectónica. Por el contrario, la revista
¡Hola! cita siempre al dueño (una figura
popular, que suele posar precisamente en dicha prensa del corazón), pero casi
nunca el autor (arquitecto o decorador). Los interiores han sido creados por
el, o mejor dicho, “la” propietaria. La casa, esto es, el espacio interior, es
su obra, la obra de su vida, un sueño al fin materializado (y, en tanto que
sueño hecho realidad sólo puede haber sido creado por aquélla): los colores,
los materiales, la selección y disposición de los muebles y los “objetos
decorativos” responden al gusto de la esposa, de la madre de la familia, de la
“señora de la casa”[3]
(ayudada, en ocasiones, según se afirma, por un profesional, sin duda
prestigioso, cuyo nombre sólo se cita en el artículo cuando se refiere a un personaje
popular y respetado, favorecido por la realeza o la “alta” aristocracia). Ésta actúa
como la guardiana o protectora del hogar (y que acepta posar y reflejarse en
medio de su creación). El interior se asocia, entonces, principalmente a criterios,
a valores que se consideran femeninos, en los que se mezclan la suavidad de las
formas, los tonos cálidos, bañados por un barniz que se asocia a las imágenes el pasado, y las
muestras del ancestral y callado trabajo femenino: el bordado, la tapicería y
las composiciones florales: imágenes que se equiparan a los sueños de la
familia propietaria –o del o de la lectora de la revista- a sueños de una
estructura familiar que ya no existe, o que nunca existió salvo en sueños.
Es el nombre y la popularidad del
propietario los que influyen decisivamente en la elección de los hogares por
parte de la revista. Las casas están íntimamente ligadas a sus dueños, como si
actuaran a modo de espejo de la personalidad de éstos y de los valores que pretende
asumir.
La casa, y en especial el interior (la
prensa del corazón suele escoger interiores o vistas exteriores lejanas,
perdidas en jardines exuberantes), aparece como la prolongación de la “casa”,
esto es, el linaje familiar que la ocupa. Casa y “casa” forman una unidad
indisoluble.
Los personajes que aparecen en el ¡Hola! suelen mostrarse como modelos de
comportamiento. Se les supone cultura, educación, discreción, distinción. Se
exponen como un remedo, o un recuerdo, de la aristocracia (aunque, en
ocasiones, sí son descendientes de la aristocracia dieciochesca). Por esto
mismo, estos valores, aplicados al hogar que los simboliza o en el que se
proyectan, se traducen en imágenes que evocan hogares soñados, ideales,
pertenecientes a “otro” tiempo, pero que se muestran como modelos a seguir, en
oposición a los valores que se identifican con la contemporaneidad.
2.-
El imaginario del hogar
Todas las imágenes que aparecen en la
revista ¡Hola! (como en cualquier
revista de arquitectura y decoración) constituyen variaciones sobre el
imaginario del hogar (o un determinado imaginario) –sobre lo que se supone es
un hogar-, opuesto a los valores relacionados con el mundo exterior,
necesariamente juzgado agreste, inhóspito, agresivo.
Estas imágenes declinan una y otra vez el
tema de lo hogareño. Varios de los propietarios afirman en la entrevista que
suele acompañar el reportaje, utilizando expresiones muy semejantes, que han
luchado por tener, no una casa, sino un hogar[4].
Antes que “casa”, emplean, en todo caso, el término “lo casero”. Éste evoca, de
inmediato, una creación personal y esforzada, casi manual y única –frente a la
impersonalidad del hotel, del lugar de paso, y de la personalidad o del gusto
ajeno y, por tanto, exterior a nosotros, como en la vivienda prestada-, en la
que el tiempo, empleado sin contar, ha ido destilando las formas; en este caso,
“casero” convoca imágenes de un entorno labrado voluntariamente, con quietud y
sabiduría, a la medida de las esperanzas del habitante. La casa es una
construcción mental[5]. “Lo
casero” se asocia a nociones, relacionadas entre sí, de ambiente familiar, de paz,
confort, seguridad, abandono, lentitud, confianza, calidez, ruidos
amortiguados, silencio incluso, sin que la soterrada inquietud que genera lo
excesivamente familiar y recóndito deje de estar involuntariamente presente. De
algún modo, estos espacios, presentados como perfectos, son, a menudo, extraños
y generan cierta desazón, pues se diría que el habitante se podría ahogar o se podría
perder, en todos los sentidos de la palabra, física y psíquicamente, en ellos. Éstos
son espacios en los que se ve la vida pasar. Quieren ser lugares para estar
–las imágenes de salas de estar, justamente predominan sobre las demás y se
muestran como el corazón del hogar, junto con el dormitorio, expuesto como una
cámara secreta, un sancta santorum-,
para morar, para demorarse –lejos de la frenética actividad que se intuye en el
exterior.
En verdad, las imágenes denotan una
paradoja: muestran interiores que quieren ser prototipos de espacios íntimamente
relacionados con la vida personal, con la ensoñación, con el abandono de las
preocupaciones –un mundo soñado o poblado de ensoñaciones, en suma- pero, al
mismo tiempo estos lugares, llenos de muebles, están vacíos de vida y dan la
sensación que la vida difícilmente anidaría en aquéllos. Parecen concebidos más
como escenarios –en los que se teatraliza la vida familiar acomodada- que como
espacios de acogida. Quizá no sea casual que uno de los profesionales que
ayudaron a la decoración de uno de los interiores seleccionados por Norma Duval
fuera uno de los escenógrafos de la serie televisiva Dinastía.
Los valores asociados a lo hogareño se
exteriorizan a través de una serie de rasgos comunes a la mayoría de los
interiores que este tipo de prensa semanal escoge y publica.
2.1.-
Mundo cerrado
Las imágenes muestran espacios separados del
mundo exterior por un cierto número de filtros superpuestos, opacos y
translúcidos: cortinajes, cortinas, visillos, persianas, vidrios de colores, ventanas
de hojas compartimentadas, pero también paneles, biombos, muebles que no sólo cierran,
ocultan o velan todas las aperturas al exterior, sino que constituyen barreras
o tamices que se interponen entre el usuario –o, en verdad, el espectador- y
los muros perimetrales que conforman la última frontera, el último bastión ante
un exterior juzgado contrario a los valores familiares que se supone traducen
estos interiores. En verdad, los muros no se muestran ostensiblemente como una
barrera ante el mundo exterior. Ni siquiera son siempre visibles. Antes que
desnudarlos, exhibiendo su imponente presencia, se recubren, se ocultan tras
papeles floreados, telas y cortinas que parecen contradecir la dureza del muro,
como si sólo frágiles vanos, hechos de tela o de papel, como unas mamparas
orientales, protegieran al usuario. Las defensas están más cerca de la cáscara
que del caparazón. Su misión consiste en hacer olvidar lo que acontece fuera de
los límites, centrando la atención en lo que se convierte en un nido[6].
La materialidad del muro desnudo, por el contrario, no cesaría de recordar, por
su aspecto macizo, pesado y material, las duras condiciones, opuestas a la
vida, que, sin duda, campean al exterior.
La protección que el muro ofrece es tan sólo física; por el contrario,
la que invocan los límites vaporosos que las telas bordadas o estampadas
sugieren no puede sino tener una eficacia infinita y renovada constantemente,
pues entra de lleno en el mundo de la magia y de las creencias. Las paredes de
ladrillos o de hormigón sólo defienden a los cuerpos, a la exterioridad de los
seres; su interior sólo puede sentirse en confianza rodeado de paramentos,
hechos de luz o de colores, evanescentes, encantados o encantadores. A los
muros se les puede derribar; la fe, por el contrario, es inmune a las
evidencias.
La “interioridad” del interior, su
condición de ser (un) interior, se acentúa por la falta de luz natural. Aún
cuando ésta llene las estancias, lo hace con el imparable, insistente e
inquietante avance de un perfume dulzón; llega tras haber sido filtrada,
matizada, neutralizada, convertida en una materia impalpable y lechosa, en la
que los rayos se han disuelto, que recubre las formas, como si una gasa
vaporosa se tratara, limando las aristas, fundiéndolas en una masa continua y amorfa,
antes que destacarlas nítidamente. Se diría que la luz no proviene del exterior
sino que emana, como un fantasma inmemorial, como una respiración cansina, un
vaho inevitable, de las estancias de las que constituye algo así como un aura,
como si estuviera sustancial e íntimamente unida a los objetos, pegajosamente adherida
a las paredes. El exterior ha sido tan fehaciente y logradamente neutralizado,
negado, que ni siquiera el símbolo por excelencia del aire libre, la luz, está
asociada a aquél. La luz, casi ultramarina, procede de las oscuras entrañas del
mundo interior.
Las lámparas (alternan las lámparas
araña, que denotan riqueza, con las lámparas de mesa de pantallas imponentes,
que filtran y concentran la luz, y evocan bienestar), suelen ser estar
encendidas aunque, en el exterior, sea de día. Pero la penumbra –antes que la
luz, aún filtrada o negada en tanto que luz irradiante-, que se asocia con los
íntimo y lo recoleto, con la casa familiar, ancestral, la casa de la infancia,
siempre brumosa, la casa inmemorial, siempre invade estos espacios que sólo el
refulgir de ornamentos dorados, signo de prosperidad, ilumina cálidamente.
Espejos de grandes dimensiones,
dispuestos en ángulo, amplían el espacio sin oponerse a su condición de lugar
cerrado sobre sí mismo. Antes bien, dichas lunas multiplican, y por tanto,
acrecientan la “interioridad” del interior, cómo si más allá de sus límites
nada existiera, como si todo el mundo se resumiera en este espacio del que no
se pudiera salir, toda vez que los espejos, por el juego de imágenes reflejadas
que se despliegan como un inmenso plano envolvente, convierten la sala o las
estancias en lo más parecido a un laberinto, en el que lo real y la imagen
reflejada se confunden.
La imagen de espacio cerrado se acrecienta
con la ausencia de elementos sin cuya existencia no se concibe, actualmente, un
hogar: teléfonos, radios, televisores, ordenadores, incluso interfonos o
cámaras exteriores (que muchas casas pudientes aisladas suelen disponer). Es
muy posible que al menos algunos de estos aparatos se hallen en la casa: ¿acaso
existen muchas casas en España sin teléfono ni un solo televisor –sobre todo en
viviendas de personajes públicos? Pero, en este caso, las fotografías evitan
casi siempre mostrarlas. En un centenar de imágenes seleccionadas, sólo dos
muestran algunos de estos aparatos. Sin embargo, en un caso, el televisor
apenas se vislumbra -en una esquina de la fotografía- pues está escondido
dentro de un falso secreter de madera lacado u oscuro. No se muestran,
entonces, aquellos medios que permiten el contacto, visual o sonoro, con el
exterior. Todos los puentes que abren una ventana, siquiera indirectamente, por
medio de imágenes en pantallas, hacia fuera, están proscritos en las
fotografías. Ciertamente, la forma y los materiales (casi siempre plásticos) de
estos mecanismos, considerados a veces vulgares, prosaicos, en los que su
función es excesivamente evidente, que carecen pues de misterio (un teléfono es
un teléfono, un auricular feote y anticuado por querer parecer siempre moderno,
unido a un cordón enrollado parecido a una cola de cerdito, y nada más), pueden
no estar en armonía con el resto del mobiliario que se supone culto y refinado,
propio de épocas en las que los televisores, que no existían, no estaban todo
el día invadiendo el espacio con voces atronadoras e imágenes cambiantes. Pero
su inexistencia contribuye a que la imagen de estos hogares que se impone sea
la de lugares fuera del tiempo, silenciosos y pausados, que evocan un modo de
vida opuesto al que impera en una urbe industriosa -que se supone apresurado y
banal-.
En ningún momento sabemos si estas casas
están en medio de la ciudad o en el campo. Tampoco revelan los interiores la
profesión de los propietarios. Raras veces se muestran despachos o áreas de
trabajo –que denotarían un estrecho y activo contacto con el exterior-. Estas
casas son o se muestran como lugares de reposo, donde replegarse, dedicarse a
uno mismo, a formarse, a cultivar estoicamente su jardín[7].
Nada denota el lugar en el que se ubican, como si éste no contara a la hora de
definir el espacio interior. Son casas situadas en ninguna parte, en un espacio
abstracto, irreal o imaginario, son espacios puramente interiores. La vida de
sus habitantes sólo se desarrolla entre las cuatro paredes. Fuera, aquélla es
inimaginable. Las casas parecen celdas, tan grandes como se quiera, en las que
los habitantes se hubieran recluido, viviendo vueltos sobre sí mismos, en un
espacio semejante a una cueva o a un útero (el espacio originario, el primer
ámbito en el que se guarece el ser humano), sin querer saber nada de lo que
acontece más allá de la vivienda.
La publicación de las imágenes de estos
interiores en una revista de tan amplia difusión como es ¡Hola!, en tanto que los expone a la mirada inquisitiva de la
multitud, podría hacer saltar el carácter recluido de estos hogares, desvelando
lo que debería quedarse, salvaguardado de miradas indiscretas, oculto. Lo propio de estos
hogares, y de todo hogar, sin duda, que es el permanecer entre cuatro paredes,
de pronto se disolvería ante la opinión pública. Lo que sólo hubiera debido
estar al alcance de los habitantes de la casa se revelaba ante todo el mundo.
Un secreto, de algún modo, podría ser violado. Sin embargo, estas imágenes,
multiplicadas casi hasta el infinitivo (el número de ejemplares vendidos
semanalmente es abrumador), contempladas por un sin número de ojos para quienes
parecen haber perdido su misterio, que parecen convertir estos espacios ajenos
en lugares tan conocidos como el hogar de cada lector, no impiden que estas
estancias sigan siendo, o mejor dicho, sean mundos cerrados al exterior: su “cerrazón”
sólo existe en la fotografía. La imagen no puede atentar contra aquél; antes
bien, lo crea. No sabemos si estos interiores están en la realidad tan
desvinculados del espacio exterior. En verdad, es difícil creer que, en la vida
diaria, se suela vivir con las lámparas encendidas a pleno sol, o que las tupidas
cortinas a rayas del comedor de El Litri (¡Hola!,
núm. 2500, 9 de julio de 1992, p. 15) estén, a la luz del día, permanentemente
cerradas, pese a hacer juego con las amplias franjas de la tela del sofá. Lo
que cuenta, lo que nos influye, es la imagen que ofrecen de sí mismos. Pese a que las estancias parezcan someterse al
inquisidor ojo de la cámara que hurga en los espacios sin que quede rincón
alguno en el que esconderse, las fotografías metamorfosean los interiores en
escenarios, en decorados -en imágenes, pues-, y sus moradores en actores que,
por un momento (el momento de la contemplación distraída del lector), posan
ante él, antes de desvanecerse al girar la página. Los espacios (que han sido
ordenados por los propietarios o, con más seguridad, por los estilistas de la
revista, para ser retratados) y sus propietarios se muestran para ser vistos, se
exhiben en estudiadas composiciones o poses. Es nuestra acción de mirar la que
determina la actuación, el gesto y la disposición de lo que se ofrece a la
vista, de lo que acepta mostrarse. La verdad de estos interiores, su carácter
vuelto sobre sí misma, que es lo que se pretende hacer llegar al público, la
engendra la imagen. Todo parece orientarse, disponerse para ser contemplado,
todo se dispone frente al punto de vista del fotógrafo –y del lector. De este
modo, sólo se revela lo que se quiere mostrar.
Y, sin embargo, el lector podría no dejar
de tener la impresión que, involuntariamente quizá, inevitablemente sin duda,
algo esencial, consustancial a estos interiores, ha salido al exterior, captado
por la imagen –y que sólo la imagen puede desvelar-. Estos espacios, incluso
fuera de lo focos, no parecen haber sido compuestos para ser vividos sino para
ser mostrados. De algún modo, el escenario en el que se transforman a la hora
de ser fotografiados, no es ajeno a su condición. No son interiores, espacios
para la vida, sino decorados (al menos durante su exposición pública, el único
momento en el que tenemos acceso a estas estancias), lugares para la
exhibición, en los que se prolonga y se proclama lo que los usuarios quieren que
se sepa, se vea. Estas estancias se metamorfosean en escenarios porque, de
algún modo, ya lo son: escenarios en los que los moradores sueñan lo que quizá o
sin duda no son, que reflejan no lo que
son sino lo que quieren ser, lo que quieren que los lectores crean que son.
Como ocurre con cualquier hogar –que arreglamos para que ofrezca una imagen mejorada de
nosotros mismos.
Ésta la condición de espacio interior
requiere la presencia latente (negada pero intuida) del espacio exterior, de
los agentes externos que rondan la vivienda. La seguridad que un hogar ofrece
destaca cuando, por el contrario, los elementos naturales (el viento, la
tormentas, la lluvia inclemente) se desatan con violencia; al recordar su
presencia, ponen el acento,
paradójicamente, sobre el bienestar que un interior en calma asegura. Se
enfrentan, aunque inútilmente, con la impasibilidad del espacio abarquillado,
vuelto sobre sí mismo, como si, al dar la espalda al infinito espacio exterior,
lo negara. Quizá sea por este motivo que las viviendas que mayoritariamente la
revista ¡Hola! muestra sean casas
aisladas (villas, primeras o segundas residencias, mansiones, palacios, casas
de campo, etc.), expuestas por todos los lados a la intemperie –aunque sólo sea
la de un jardín cuidado en medio de una urbanización-, y no pisos, espacios que
sólo se relacionan con el exterior a través de uno o dos paramentos. Incluso en
los escasos ejemplos de aquéllos, la prestancia y el tamaño de las estancias -que
no el lujo- son más propios de una villa palaciega que los de un piso que
siempre uno se imagina angosto y oscuro –y cuya oscuridad no sugiere calidez
intimidad sino amenaza e inquietud-. Los pisos despiertan imágenes de techos
bajos, de estancias pequeñas que un pasadizo raquítico reúne como si de una
cuerda se tratara, de estrecheces en íntimo contacto con las miserias del
vecino, de roces no deseados, de enfrentamientos nunca resueltos. Por esto, las
mejoras en la escala social se suelen asociar a sueños de viviendas rodeadas de
jardines, lejos de agrupaciones molestas o temidas, sueños de evasión en la
naturaleza que se terminan y que culminan en el retorno al hogar, que adquieren
su sentido con la vuelta al espacio propio. Lo sean o no, las casas
seleccionadas responden a los anhelos de protección del ser humano, que puede
girar la cara al exterior, como si los peligros que éste acarrea hubieran
quedado súbitamente neutralizados.
Quizá lo que simbolice la protección que
el hogar concede sea, precisamente, el “hogar”, es decir, la chimenea. Como ha
observado agudamente Teresa Tapada, la chimenea preside gran parte de los
interiores, de las salas de estar o de los dormitorios. Su presencia es inútil
hoy en día: nadie (ni siquiera los que sueñan con las mansiones del pasado) se
alumbra, cocina ni se calienta con el fuego. Aquélla sólo está justificada por
el imaginario que acarrea. En tanto que objeto perteneciente a otro tiempo, su
figura imponente y su gratuidad evoca los tiempos cuando la prisa no dispersaba
a los miembros de la familia. El fuego recuerda los momentos en los que los
usuarios se agrupaban para calentarse y reponerse, sin duda, pero también para
discurrir. El fuego impone su tiempo –de contemplación fascinada, de plática
tranquila o de meditación-, distinto del tiempo que rige en el competitivo
mundo exterior. El tiempo, alrededor el fuego, queda suspendido, tiempo que
sólo los que disponen de él pueden disfrutar. Las chimeneas se suelen construir
en las segundas residencias pues, precisamente, su presencia está asociada al ocio
y al descanso, cuando las exigencias del presente se detienen, por unos días.
Sin embargo, las viviendas que la revista ¡Hola!
destaca son, principalmente, primeras residencias. Pese a este hecho, tienen el
espacio y el tiempo necesarios para acoger una (gran) chimenea.
Como recuerda Teresa Tapada, las
chimeneas centran el espacio. En ocasiones, las fotos, intencionadamente,
erigen a la chimenea en el centro de la composición, frente a la cual se
disponen ordenada y simétricamente el resto del mobiliario. En este sentido, la
chimenea –al igual que la televisión, pero dicho electrodoméstico, como
veremos, parece no estar presente en los interiores que la revista ¡Hola! divulga- reemplaza los antiguos
altares familiares. Los objetos que mejor simbolizan a la familia y que remiten
a un origen supuestamente ancestral, tales como fotos de familia, especialmente
en blanco y negro (los mayores, desde el más allá, parecen velar sobre el fuego
que anima y reconforta el hogar), se disponen sobre la repisa. Ésta suele estar
a mayor altura que el resto de los muebles. De este modo, todo lo que se
deposita sobre la parte superior de la chimenea queda realzado, pese a su
necesariamente pequeño tamaño (que, por otra parte, denota su carácter frágil y
precioso, como si fueran los testimonios más antiguos, y, por tanto, más
eficaces en tanto que rescatados de la destrucción que el tiempo conlleva,
acerca de los orígenes de la familia). En la casa Ambiciones, de Jesulín “de2 Ubrique, sobre la campana
monumental de una chimenea (que esconde
un aparato de gas, lo que acrecienta el carácter simbólico, que no funcional,
del fuego), se despliega un complejo escudo, de gran tamaño, el emblema, real o
ficticio, de la familia (¡Hola!, núm.
2671, 19 de octubre de 1995, p. 75). Lo que resume una concepción de la vida,
lo que revela una actitud ante la vida, aparece asociado al fuego. La chimenea,
nuevamente, nos retrotrae o quiere retrotraernos a la lumbre primigenia, al
alma de la casa, al espíritu de los antepasados.
2.2
“Horror vacui”
Los objetos se multiplican por todas
partes como si se tratara de disminuir el espacio y alejar al usuario de los
límites de éste, acercándolo al centro, al fuego que, en ocasiones, como ya
hemos comentado, preside la estancia. Estos interiores sienten el horror vacui. Prolifera un sin número de
muebles (antiguos o de estilo “antiguo”), se diría que pesados, difíciles de
desplazar –y menos de plegar-, enraizados parece que desde siempre (incluso
cuando se sabe que los propietarios acaban de instalarse) en medio de las salas
o contra las paredes. Muchos declinan todas las modalidades del ancestral, hogareño
y femenino acto de ordenar, de guardar, de preservar (chiffonniers, costureros, alacenas, baúles, armarios, guardarropas,
cómodas, bargueños, aparadores, cantoneras, chineros o escritorios).Muebles sin
una función evidente, complementos, objetos decorativos (reconocibles, como
cajas, cajitas, mecheros, ceniceros, abrecartas o pisapapeles, o de género o de
función inciertos) expuestos como en un altar, cuadros, bronces, fotografías
enmarcadas completan el mobiliario y la decoración. Enseres, motivos y colores
ocupan la totalidad del espacio. Las superficies lisas, los espacios vacíos
están proscritos. Las detallistas descripciones de los redactores del ¡Hola! insisten en el abigarramiento de
muebles y de acabados, ponen el acento en la superposición de motivos, descubren,
con precisión casi etnológica, la diversidad y multiplicidad de las telas (de
los tejidos, las calidades y los dibujos), y los mármoles: se destacan “suelos
de mármol colocados en cartabón y rodeados por una cenefa perimetral en mármol
negro”; no lejos, “la colcha y los cojines presentan motivos florales en azul y
blanco”; finalmente, se menciona que “un gran cuadro con la imagen de un leopardo
(a tono con la tela moteada de los cojines) preside la estancia” (casa de Maya
Lances en Marbella, ¡Hola!, núm.
3027, 15 de agosto de 2002, p. 12). En otra vivienda, destacan “las alfombras
de petit-point, una mesa de
escritorio china, mesitas inglesas de bambú y lámparas de opalina” (casa de
Duarte Pinto-Cohelo en Extremadura, ¡Hola!,
núm. 3042, 28 de noviembre de 2002, p. 12). El chalet que Norma Duval posee en
Finestrat destaca por “las paredes (…) pintadas en tonos ocre, con las cornisas en
blanco, al igual que las rejillas del aire acondicionado centralizado” (¡Hola!, núm. 3078, 7 de agosto de 2003,
p. 8). El dormitorio de invitados de la casa de Begoña Zunzunegui se caracteriza
por tener “camas tapizadas en toile de
jouy de color piedra blanco. Están acompañadas de sendos doseles con telas
de lino. Entre ambas, una mesita de noche gustaviana” (¡Hola!, núm. 3109, 4 de marzo de 2004, p. 10). Una última cita,
dedicada a la vivienda de un decorador barcelonés, parece resumir el espíritu
de estos hogares: “mezcla de objetos y estilos dentro de un gran barroquismo y
suntuosidad” (¡Hola!, núm. 3118, 6 de
mayo de 2004, p. 112). Mezcla: una
palabra tabú en el vocabulario de la arquitectura contemporánea. La
mezcla evoca la impureza o la contaminación por estilos y enseres que no
deberían estar presentes y que, por tanto, son propios de una época ajena que de
pronto revive. La mezcla, que necesita de un fuerte removido para cuajar,
despierta las fuerzas amenazantes del pasado y las hace ascender hasta el presente
poniéndolo en peligro. La diversidad de tramas, que configura un extenso
mosaico de materiales y de motivos, y que se extiende horizontal y
verticalmente, a base de capas superpuestas, remite a un mundo ancestral, a
calladas labores femeninas de ganchillo, bordado, tejido, pespunteado. Un manto
de motivos entrecruzados, en los que la vista se entretiene y se pierde, bajo
la pálida luz que se disuelve en las salas, recubre y vela la dureza de los
límites de las estancias.
Los muebles se escogen no por la función que cumplen –función
que las formas del pasado cuidadosamente camuflan[8]-,
sino por su sola presencia, por los valores que encarnan: valores de
permanencia, de anclaje seguro en un tiempo remoto que ha escapado a los
vaivenes de la moda y a la destrucción temporal, de tradición y gusto
reconocido y reconocible, a través de los cuales los propietarios aspiran,
ansían asociarse a la aristocracia. Se tienen no tanto para cubrir necesidades
sino por el placer de tenerlos, como si hubieran estado siempre allí,
introduciendo un tiempo (un tiempo pasado que se conjura por el lento discurrir
que debería apaciguar el ánimo y recrear una imagen de hogar defendido de las
agresiones del tiempo azorado por el paso de las horas), tiempo que nada tiene
que ver con el tiempo presente. Quieren dar la sensación que se trata de un
espacio, en cierto modo sacralizado, habitado desde siempre, en el que se han
sucedido generaciones, un espacio íntimamente relacionado con el usuario y con
su linaje –un interior que hace cuerpo con éste, que se muestra como su directa
prolongación, como si el propietario actual, heredero de una familia muy
antigua, no pudiera vivir en otro sitio-. En un caso, incluso, el salón acoge,
como en un santuario o una capilla privada, “un museo” dedicado al esposo
difunto, “al lado de todos los recuerdos de nuestros viajes, en los que hay
mucho amor compartido”[9].
La sala parece haber sido concebida a modo de relicario. Desde luego, en casi
ningún caso, se trata de casas individuales, ni siquiera familiares, sino de moradas
de un clan, de un linaje cuyos orígenes se remontan o se pierden en el tiempo.
No es necesario precisar que estos datos
no son necesariamente ciertos –en ocasiones, las casas pueden ser de
construcción o de adquisición reciente-. Lo que cuenta son los valores que se
pretende transmitir a través de una cierta distribución y del tipo de mobiliario
y, sobre todo, a través de la selección de imágenes de dichos interiores, de
cuidados encuadres.
Los interiores tienen que dar la sensación
que no rehuyen al hombre sino que, por el contrario, se adaptan a su cuerpo
como si de un lecho, una cuna, o un abrazo se trataran. Por esto, los muros,
los muebles, las lámparas, están todos ostensiblemente tapizados. Las sillas de
comedor de una de las casas, incluso (o sobre todo) las patas de éstas, están
entera y pudorosamente forradas de tela, escondiendo su desnudez, como en los
mejores años victorianos[10].
Varias capas de delgados cojines de distintos colores, anudados a la parte
superior de las patas, recubren los asientos de algunas sillas. Uno no se
sienta en ellas; se hunde lentamente como si se uniera a ellas. No son sillas
sino sillones en miniatura. Se escucha casi el breve rebufo que emiten cuando
la persona se sienta. Las sillas evocan imágenes colegiales, monacales; los
sillones y las sillas de blandos asientos remiten casi al seno materno, a
espacios cóncavos, recogidos, envolventes, a interiores de los que nunca se
saldrá. Las comidas, alrededor de grandes mesas, se convierten así en una
comunión entre comensales entregados, unidos por un mismo espíritu, protegidos
de la dureza de la vida en el exterior. Los doseles rectos y hieráticos de las
sillas, por el contrario, avisan a los usuarios que no deben abandonarse y los
mantiene en alerta, con la espalda recta, recordándoles la rectitud modélica
que debe regir en los espacios cerrados en los que las distancias entre las
personas se acortan peligrosamente. Por este mismo motivo, los sofás están
pertrechados de distintos tipos de cojines y cojinetes de raso o terciopelo,
cuadrados, rectangulares o cilíndricos; las camas, altas y anchísimas, yacen
sepultadas por una batería apelotonada de almohadas, almohadones, almadraques y
gruesas almadraquejas rodeadas, como si un halo neblinoso las envolviera, por una
fina tira de puntillas, cuya superficie visible sirve, en ocasiones, de soporte
de una variada imaginería que, a menudo, recrea escenas hogareñas y
tranquilizadoras: perros falderos, casitas en medio de un paisaje nevado, etc.,
eventualmente bordadas lo que, al remitir a unos trabajos que requieren tiempo,
paciencia y tranquilidad, acentúa la impresión de un tiempo suspendido que las
imágenes recuerdan. Evocan sensaciones de molicie. Los estampados floreados,
las gruesas telas, las tapicerías, las alfombras de estilo persa superpuestas
sobre suelos enmoquetados contribuyen a esta recreación de un espacio en el que
uno puede abandonarse, entregarse sin resquemor, sin miedo a herirse. Los
valores que este tipo de casas, y las imágenes con las que se las retrata,
asocian al hogar, tienen que ver con la vida contemplativa. Son retiros, nidos,
en los que el ser humano puede comportarse como es, quiere ser, o quiere que se
piense que es.
2.3.-
Los estilos inmemoriales
Al contrario de las casas mostradas en
las revistas profesionales ( vacías, salvo si el arquitecto ha podido
responsabilizarse de la selección y disposición de los muebles y los enseres y
de la decoración hasta el último detalle), los interiores en la revista ¡Hola! aparecen profusamente ocupados
por toda clase de objetos, como si se quisiera afirmar que la casa está habitada
desde hace mucho tiempo y que, de algún modo, los ligámenes entre el arquitecto
y su obra, responsable aquél sólo de la estructura, de los muros desnudos, han
quedado cortados desde hace tiempo, reemplazados por los que se han establecido
entre el propietario y “su” hogar, convertido éste en un reflejo, en una
prolongación suyos –o del linaje familiar, actualizado por el propietario
actual.
La casa y el tiempo. Las casas “del” ¡Hola! revelan una concepción del tiempo
particular; son como un determinado tiempo encapsulado. Actualizan un tiempo histórico
–que substituye al tiempo presente-, pero, paralelamente, anulan con éxito el
paso del tiempo. El tiempo no parece afectarlas. Es casi imposible fechar con
precisión estos interiores. En ocasiones, la distribución de los espacios, la
altura de las estancias, la anchura de los pasos, propios de construcciones que
se adivinan modernas, no están en consonancia con la decoración palaciega (que
recuerda a las imitaciones burguesas decimonónicas de los interiores
aristocráticos del siglo XVIII). Contemplando las imágenes, es muy difícil
saber a qué época pertenecen. La confusión sobre su edad que generan en el
espectador se acrecienta por el hecho que no todos los enseres son antiguos
sino que sólo tienen una apariencia antigua. No tienen necesidad de ser
antiguos; lo que cuenta es la imagen que recrean; los sueños no tienen porque
tener sustancia; cuando se hacen realidad, se convierten en pesadillas. Las
formas pertenecen al pasado; las técnicas, las medidas incluso, no coinciden
necesariamente con las que se empleaban otrora. Se busca componer, como en un
escenario, una imagen que escape al presente. Así, “uno de los objetivos de
Susanne era adquirir mobiliario relacionado con la realeza francesa. Cuando no
era posible lo copiaba, como esta cama, parecida a la que perteneció a María
Antonieta, pero en más grande (la cama, en efecto, tiene unas generosas medidas
king-size más que queen-size)(…) Flor de Lis (el nombre de la mansión de los Saperstein en Hollywood,
una imitación a mayor tamaño del Trianon versallesco) es una mezcla de varios
estilos y épocas. Mi propósito”, afirma
Susanne, la propietaria, “siempre ha sido crear un hogar rodeado de maravillas
de la Historia, en la que mi marido, mis hijos, mi familia y mis amigos
disfruten y se sientan cómodos” (¡Hola!,
núm. 3088, 16 de octubre de 2003, p. 14). La vastísima sala de estar en la
mansión que Gunilla von Bismack posee en Marbella es una réplica, ampliada,
construida en los años sesenta, del salón principal del ancestral castillo en
Alemania de donde procede su familia. De este modo, al igual que les ocurría a
los peregrinos que, no pudiendo viajar a Tierra Santa, se les autorizaba a
recogerse en cualquiera de las numerosas iglesias de planta central construidas
en Europa a imitación del Santo Sepulcro en Jerusalén, la familia von Bismack,
asentada en Marbella, podía revivir las grandes ceremonias familiares, en su
lugar de origen, en la tierra de sus antepasados, cuando no podía desplazarse
al centro de Europa. Nuevamente, un doble sustituía a un original imposible de
alcanzar. Lo que cuenta no es la originalidad de la pieza, sino la ilusión que
genera: de algún modo, es como si se estuviera frente al original. Estos
interiores nada tienen que ver con unos parques
temáticos (en los que las copias se exhiben en tanto que copias, con materiales
ostensiblemente distintos y degradados, el plástico sustituyendo al mármol o la
madera, el cemento a la piedra, y formas que se presentan como guiños); se
aproximan más bien a los espacios sagrados en las que la multiplicación de unos
mismos elementos no daña a su unicidad. Re-presentan perfectamente a lo que
imitan. Es la apoteosis de la imagen hecha carne. Son y serán válidos mientras
los usuarios (y los espectadores) tengan fe en ellos, se sientan transportados
a otra época, vivan en un mundo distinto y, sin duda, desconectados del
presente.
Podríamos pensar que los objetos que pueblan
estos interiores se remontan a un tiempo lejano (un tiempo que nunca existió,
un tiempo arcádico que sólo se dio en los sueños), y que, desde entonces, el
tiempo ha quedado detenido. Simbolizan modos de vida propios de otra época:
proclaman las excelencias de las formas y las maneras del pasado, de cualquier
tiempo pasado, de cualquier cultura del pasado. En el caso de las culturas
llamadas exóticas –la tailandesa se impone- o primitivas, se suelen escoger
formas del presente puesto que se supone que no difieren demasiado de las que
se realizaban antiguamente. En estos casos, se busca un deje oriental, alejado,
espacial y no temporalmente, de occidente.
El pasado es lo que el presente no ha
podido vencer, y se instituye como un modelo de vida. Los interiores,
inmaculados, parecen recién terminados: las huellas del paso del tiempo, los
roces, los cortes, el cansancio de un mueble, un tono apagado, un objeto
desplazado o castigado, un cuadro ladeado, al que la implacable gravedad que
lastra los seres hubiera vencido, un recuerdo olvidado en un rincón han quedado
eliminados. Desde su creación, parecen existir bajo una burbuja, como el
palacio en el que Blancanieves quedó mágicamente sumida en un sueño casi
eterno. Han logrado el milagro de vencer al tiempo, al precio de eliminar las
vivencias, es decir las imperfecciones: la vida es desgaste y desolación;
consume los días. “Todo es nuevo”, afirma orgullosamente Norma Duval, pese a
que el mobiliario de una de sus casas remita a épocas pretéritas, a una imagen
del pasado (¡Hola!, núm. 2620, 27 de
octubre de 1994, p. 174).
Estos interiores, presentados como
modélicos, recrean o configuran versiones de
modismos asociados a estilos juzgados clásicos, del pasado, o populares,
tradicionales, exóticos, atemporales, intemporales. Se trata de dar siempre la
sensación que esta casa está ocupada o podría haber estado ocupada desde hace
muchos años. Quieren parecerse a casas no mercadas por los avatares de la
historia, al margen de la historia torturada europea. Su permanencia que el
estilo de un pasado lejano recuerda asegura que la vida puede sentirse segura.
Son casas que quieren dar la sensación que se han mantenido firmes, libres de
turbaciones, revueltas y experimentos sociales. Las familias que las ocupan no
pueden ser unos nuevos ricos ni unos advenedizos. Los estilos pretéritos
denotan moralidad y aplomo. Los ocupantes no cambian a la menor ocasión. Tienen
firmes convicciones. Son y están asentados. Su linaje, sus valores son sólidos.
No pertenecen al hiriente y apresurado mundo urbano, sino al universo de los
nobles, siempre ligados a la tierra (o a la corte, pero nunca al burgo).
De algún modo, estas casas son un
manifiesto en contra de la premura y de la irreflexión, asociada a los cambios
constantes propios de la cultura contemporánea,
en defensa de unos supuestos valores eternos ejemplificados por una vida
familiar ejemplar, como la exhibición de fotos de familia corrobora.
Los útiles contemporáneos se suelen
camuflar. Los enchufes se disimulan. Las lámparas parecen antorchas o quinqués.
El único elemento propio de la modernidad es el metacrilato, por su calidez, o
el vidrio, por su invisibilidad. Son materiales que se vuelven transparentes
ante la densidad y la tersura de la madera, los fulgores de los metales
bruñidos, la abundancia de las telas.
3.-
Los valores del hogar
Frente al espacio de la ciudad, entregado
a los hombres, los interiores han sido tradicionalmente el ámbito controlado
por las mujeres. Recluidas, escondidas, su invisibilidad se corresponde bien al
secretismo que rige en la compleja trama de los espacios interiores. Sin
embargo, en los hogares que ¡Hola!
divulga, los espacios no sólo son obra de mujeres -las propietarias suelen
presentarse como las responsables de la meticulosa y laboriosa selección de
enseres así como de su colocación [11]-,
sino que encarnan valores femeninos (sean o no obra de mujeres). En estos
hogares, la esposa o, mejor dicho, la madre, reina; la reina madre. Son
interiores sexuados, espacios de género. Los valores de lo femenino, o mejor
dicho de lo maternal (confianza, seguridad, reposo) los impregnan. Cojines, poufs, tapetes, telas, luces tenues,
motivos florales, jarrones, fotos de familia enmarcadas en alpaca, cuadros, cuadritos,
bibelots, tapicerías, alfombras y alfombrillas, todos
los elementos contribuyen a crear la sensación que los ruidos quedan
ensordecidos, amortiguados, como si la vida pasara lentamente, de puntillas. Es
la vida, lenta y serena, a la que las horas no afectan, de la diosa protectora
del hogar. Los colores, las luces, los cantos redondeados, la hinchazón de los
asientos sugieren la figura envolvente, reconfortante del ama de llaves, de la
nodriza o de la abuela, figuras femeninas asexuadas o de sexualidad negada. La
femenino se equipara a lo infantil: un sin número de imágenes de animalitos, la
mayoría de peluche, se asoman principalmente en los dormitorios. Figuritas,
juguetes, muñecos, tentetiesos e imágenes bordadas mostradas en cuadritos
enmarcados configuran una fauna a la que se han limado las garras. Son imágenes
de animales domesticados, de animales de compañía, que sólo pueden vivir en
interiores (y, en este sentido, es significativo que el perro de la casa de
Isabel Preysler y Miguel Boyer, a la que ¡Hola!
–núm. 2517- dedicó un amplio reportaje en 1992, disponga de una casa de estampa
montañesa, quizá suiza o tirolesa, que sólo se distingue de una casa humana por
el tamaño, de una casita tan de juguete como todos los interiores del ¡Hola!). A estas imágenes, o sustitutos
de animales vivos, sólo se les puede nombrar mediante diminutivos: son perritos,
patitos, ositos, siempre de colores pasteles, cercanos a las imágenes en
ilustraciones de cuentos infantiles o en dibujos animados. Animales reducidos o
imágenes de cachorros (o cachorritos), estas figuras, blandamente entregadas al
ser humano, despiertan sentimientos tiernos y sádicos a la vez. Caben en la
mano. Pueden ser abrazados, agarrados, aplastados, tirados. Pocas veces
presiden las estancias. Antes bien, yacen en las esquinas, en los rincones.
Asoman apenas el morro asustadizo. Son casi invisibles. Son como sustitutos de
niños, de los niños que querríamos volver a ser para huir de la realidad. De
algún modo, simbolizan perfectamente las imágenes de un mundo irreal que estos
interiores voluntariamente suscitan.
Un tipo muy distinto de animales se
asoman ocasionalmente, no en los dormitorios, sino en los salones, las bodegas,
los bares, que son, todos éstos, ámbitos masculinos: son animales dispuestos
siempre de manera muy visible: centran la composición de la pared más grande.
Están colocados en lo alto de los muros, muy por encima de las cabezas de los
habitantes, desde donde dominan la estancia. Raramente se exponen solos. Por el
contrario, se diría que una manada se asoma al interior de las casas. Siempre
son animales de gran tamaño, fieros o salvajes, cuya obtención implica un
cierto riesgo y pone a prueba al hombre. Estas figuras no son verdaderamente
imágenes o lo son de un modo peculiar. Parecen ilusoriamente vivos, su mirada
es hipnótica y fija, pero no lo son –o, mejor dicho, (ya) no lo están. Sin
embargo, sobre todo en el caso de animales de cuerpo entero, su pose se asemeja
mucho a la de un animal en libertad. Son animales reales, sin duda, pero
disecados. Éstos, junto con alguna pipa, un cenicero, unos anteojos, son los
únicos objetos que remiten a un universo masculino. Mas aquéllos no contradicen
los valores que las imágenes de estos hogares transmiten. Estas piezas recuerdan
la serenidad del señor de la casa cuando se desprende de su rol activo y
depredador que manifiesta en el exterior. La fiera ha sido domada. Las bestias,
símbolo del agreste mundo selvático, han sido reducidas. Su presencia ya no
acarrea peligro alguno. Antes bien, simboliza que el hombre tiene siempre las
de ganar. La casa está entonces a salvo.
Por esto, los trofeos de caza y del toreo
se muestran para recordar que el guerrero ha regresado victorioso al hogar y ya
puede reposar, sentado, hundido en el regazo de un sofá, como una divinidad arcaica,
el genio protector del lugar, cerca del fuego.
Así, tras un momento de alteración, con
la llegada de los pellejos, convertidos en alfombras, en marfiles o en trofeos,
el tiempo vuelve a detenerse, y la casa se sume de nuevo en el pasado, un
pasado siempre soñado, ajena a las vicisitudes del tránsito de los días.
[1]
En latín, casa no significaba
lo que hoy entendemos por esta palabra, sino que se refería a la casa más
simple y primordial: a la cabaña o a la choza. El término remitía a los
orígenes de la vivienda, a la primera casa (esto es, a la cabaña de Rómulo, que
los romanos, incluso bajo el Imperio, preservaron con devoción, y al lado de la
cual los emperadores, como nuevos Rómulos, nuevos “padres de la patria”,
edificaron sus palacios palatinos), pero también al espacio más íntimo
estrechamente relacionado con el habitante. La cabaña está asociada a imágenes
de una vida recogida y sencilla y, sin duda, honesta (que los romanos, sobre
todo durante la República, defendieron con convicción), en estrecha relación
con la naturaleza primigenia. Para nosotros, el latín casa no sólo nombraba a una construcción material; también se
refería a una imagen ideal de un modo de vivir y de un lugar donde guarecerse,
a una desaparecida arcadia que nunca existió. La célebre expresión “¡mi casa!”
expresa la nostalgia de un entorno familiar perdido.
El
carácter casi sagrado de muchos de estos interiores se acentúa a través de
símbolos religiosos (crucifijos, sobre todo) dispuestos, principalmente, en el
dormitorio.
[2]
No se han seleccionado palacios reales ni mansiones nobles –que ¡Hola! muestra con cierta frecuencia-. Estos
espacios no tienen porque reflejar los gustos ni la “personalidad” de los
propietarios actuales. En cada mueble late una presencia. Los cuadros mantienen
viva la figura de los ancestros retratados que velan, desde lo alto, sobre los
moradores, sus descendientes (y los juzgan). No son moradas, sino cajas de
resonancia de las voces del pasado. En ellas, uno no se instala, sino que está
de paso, cediendo el paso a los que vienen a continuación. Son casas heredadas
que tienen que ser preservadas tal como están a fin de poder ser legadas a los
descendientes. Son bienes que se transmiten de generación en generación. No
pertenecen a ningún individuo, sino a una “casa”, un linaje, una estirpe. El
dueño actúa sólo como depositario temporal: es un eslabón más (e
intercambiable) en la sucesión ininterrumpida de propietarios.
Sería
interesante preguntarse porqué se asume que la casa no puede alterarse ni
venderse, como si la existencia de ésta estuviera por encima de la vida de los
humanos. La pérdida de la casa no
conllevaría sólo la pérdida de un bien ni de un techo (que podría llegar a ser
reemplazado si se tuvieran los medios suficientes), sino la pérdida de un lugar
en el mundo: un linaje, cuyos orígenes se pierden en el tiempo, en un tiempo
antes del tiempo, se desarraigaría. Estas casas son irremplazables. Con la
desaparición de este tipo de casa familiar, la razón de ser y de estar en el
mundo de los propietarios se desvanecería. Los vivos sólo lo están mientras son
capaces de preservar la morada ancestral. Aquéllos tendrían la sensación de
haber faltado a la misión encomendada si tuvieran que desprenderse del palacio:
la protección de un espacio en el que no sólo moran seres vivos sino también
los antepasados. Estas casas son viviendas (espacios para los vivientes) pero son
también, o sobre todo, tumbas –y cunas, de los que están por nacer-.
[3] Domina,
en latín, “señora”, venía de domus, “hogar”
(más que “casa” o “mansión”), esto es, un lugar donde morar, estar, permanecer.
El francés maison, el español “mansión”,
provienen del verbo latino manere,
quedarse –protegido, quieto o aquietado en casa-. El pretérito de manere, mansum, evoca perfectamente la paz anímica, la mansedumbre, la
domesticación que la casa ejerce sobre los seres turbulentos, de pronto
apaciguados al penetrar en la morada. Manere
deriva del griego menoo que significa
“ser estable”, asentarse, sedentarizarse -y también mantenerse firme, incólume-
y remite a la seguridad y a la confianza que el hogar (la casa y el fuego que
lo simboliza) alumbra e inspira. Finalmente este verbo se traduce también por
«quedarse en casa »: el morador ha hallado por fin un lugar, su lugar, su
espacio propio donde establecerse y perdurar, pero también acoger a los demás,
abrirse a ellos desde y a partir el corazón de la morada-. Véase : Jacques
Pezeu-Massabuau, La maison: espace réglé,
espace rêvé, Reclus, Montpellier, 1993, p. 31). Un dueño, un mandamás, siempre lo es de una casa. Ésta
constituye el espacio sobre el que el dominus
o la domina reina –como una araña en
el centro de la tela.
[4]
“Tienes que llegar y tener tu buena música o lo que a ti te guste; el
orden, si eres muy ordenada, y si no, el desorden. Eso es crear un hogar. La
casa te debe acoger (…) Tienes que sentirte cómodo en tu refugio. Que tenga tu
propia personalidad”, según afirma Begoña Zunzunegui (¡Hola!, núm. 3109, 4 de marzo de 2004, p. 10).
Tras cambiar de vivienda, Raquel Mosquera reconoce haber perseguido un
ideal: “más que con tener una casa como ésta, siempre soñé con tener un hogar”
(¡Hola!, núm. 3078, 7 de agosto de
2003, p. 81). Recuerdo una frase que decía: “quería que fuera nuestro hogar, un
trocito de cielo…”
El término
“refugio” combina dos estados contrapuestos: el movimiento nervioso e incesante
y la inmovilidad de la presa asediada que sólo persigue el silencio completo y
la invisibilidad. Esta oposición se resuelve si pensamos que el verbo latino refugio significa huir hacia atrás, retroceder.
Un refugus es un fugitivo, una
persona que abandona un lugar para cobijarse en otro más seguro, en el que
podrá esconderse, encogerse hasta quedarse completamente quieto. Si un refugio
cumple con la función para la cual ha sido escogido, es porque protege a la
perfección quien se instala en él: el refugio –un espacio siempre pequeño, a
escala humana, cercano a la guarida o al nido; los refugios no pueden ser
palaciegos, lugares ostentosos dignos de ver, construidos para ser
contemplados; antes bien, tienen que ser invisibles a todo el mundo salvo al
ocupante a quien tiene que revelarse, y abrirse, como, por ejemplo, los
subterráneos refugios que Juan Marsé describe en Si te dicen que caí, calificados de centros del mundo-, un refugio,
entonces, se adapta, como una segunda piel, como un disfraz o una máscara, al
cuerpo del refugiado, sin dejar espacios intersticiales por los que podría,
subrepticiamente, colarse el peligro. Se trata, entonces, de un espacio
personalizado, sólo apto para una persona a la que envuelve y defiende.
[5]
“Esta casa, además de arquitectura árabe, tiene mucho de fantasía. Es
mágica. Es una Disneylandia refinada para adultos (…) Yo entré y la hice más
casera. Quería traer color. Sentirme más en casa y no tanto en un hotel (…) No
hay un rincón en el que no te sientas a gusto”, declara Jane Hovas acerca de la
Villa Arabesque recientemente
comprada en Acapulco (¡Hola!, núm.
3068, 29 de mayo de 2003, p. 11). En este caso, el término “casa” se asocia al
verbo “sentirse” y no a “estar”: la casa no es una realidad física, un espacio
impersonal definido por unos muros, sino una sensación gustosa, íntima y
subjetiva. Los límites tranquilizadores los trazan, no los vanos del edificio,
las imágenes, de calma y de vida (de color)
que el interior suscita. En verdad, no es necesario tener una vivienda
para sentirse en casa (se puede poseer una casa sin tener un hogar, sintiéndose
un extraño en ella, rechazado por ella, desprotegido; Bachelard sostenía que
sólo se habita cuando uno tiene la impresión de estar abrigado –Jacques
Pezeu-Massabuau, Habiter, rêve, image,
projet, L´Harmattan, París, 2003, p. 19-), pues la sensación, que remite a
un ideal (de hogar), nace de la manera cómo se percibe, se sueña –y se vive- un
espacio determinado. Vivir significa poseer vivencias, esto es, imágenes que
nuestro entorno nos devuelve y que nos envuelven, protegiéndonos,
apaciguándonos. Harries sostiene, en el mejor libro jamás escrito sobre arquitectura,
que “works of architecture represent (…) an ideal building, a structure that
exists only in the imagination as an aesthetic idea (…). Architecture is to
help to (…) interpret the meaning of our daily life” (Karsten Harries, The Ethical Function of Architecture,
The MIT Press, Cambridge, Mass. y Londres, 1998, p. 118)
[6] «Cet enfermement convoité répond lui-même à
plusieurs nécessités, souvent confondues mais que notre urgence d´habiter
distingue aisément.
A la racine de celle-ci se montre d´abord une envie irraisonnée de se voir
entouré, séparé de l´espace commun, et que celui-ci devienne un dehors contre
lequel seulement l´homme peut véritablement « avoir lieu ». Les
animaux, les enfants dans leurs jeux révèlent le caractère primaire de cet
instinct que la plus légère paroi suffit à satisfaire. Le corps, en quoi se
rassemble ce que nous sommes et dont chacun fait le centre de cet habiter, nous
est donné exempt de barrières ; mais cette apparente liberté le laisse à
portée de toute autre créature et l´expose continûment au regard de la
collectivité. Rêvant d´une demeure, il nous la faut bien close et ne s´ouvrant
sur l´étendue commune qu´à notre seule volonté. » (Jacques
Pezeu-Massabuau, Op. Cit., p. 19)
[7] Así, por ejemplo, sobre la casa de
Pamela Anderson, el cronista escribe que se trata de “un remanso de paz, un
lugar en el que abunda el amor por sus hijos” (¡Hola!, núm. 2927, 14 de septiembre de 2000, p. 10).
[8] Quizá por este motivo, los cuartos de
baño no son, o no parecen, tales, sino que se muestran como tocadores o, mejor
dicho, como boudoirs (el toque femenino
es importante) delicadamente decorados en tonos rosas (los aseos siempre
parecen ser de uso exclusivo de la señora de la casa). La cámara enfoca un
mueble de cierto tamaño, en ocasiones de formas curvas, en el centro de cuya
superficie se abre un aguamanil. El de Fiona Winter es o está recubierto de
madera infinitamente tallada, como si de una cajita de música se tratara, como
si se quisiera negar fehacientemente lo que la blance superficie impoluta de un
baño, normalmente lisa y brillante, evoca: nociones de pureza (que recordarían
previas e inevitables impurezas). Se sugiere que a este baño nadie va a
asearse. Las bañeras evocan balsas, estanques, lugares en los que uno no se
lava prosaicamente sino que se purifica por inmersión. El resto de los sanitarios,
cuya forma remite procazmente a su función, quedan vetados en las fotografías.
Inversamente,
se recuperan o se imitan muebles antiguos, cuya forma
estaba
dictada por una función muy precisa, pero que ha dejado de tener sentido. Así,
la mayoría de las camas de matrimonio (cuya tamaño descomunal, antiguamente,
permitía que la familia pudiera dormir junta a fin de no para frío) y de las
cunas poseen un dosel o un baldaquín (una imagen regia o aristocrática, por
otra parte), ya inútil y prescindible, puesto que, con los modernos sistemas de
calefacción, ya no es necesario cerrar el espacio que envuelve el lecho con
tupidos cortinajes que conservaban mínimamente el calor humano y permitían
dormir más o menos cómodamente.
Jacques Pezeu-Massabuau escribe: “ces lits monumentaux, ces salles à manger
de style, ces portières et ces tapis définissent un espace en profondeur :
celui de l´autrefois (réel ou désiré) de la famille traditionnelle» (J.
Pezeu-Massabuau, La maison. Espace réglé, espace rêvé, Op. Cit., p. 61)
[9]
Raquel Mosquera en ¡Hola!,
núm. 3078, 7 de agosto de 2003, p. 85.
[10] ¡Hola!, núm. 2597, 19 de mayo de 1994,
s/p.
[11]
Dos citas al azar: el dormitorio Las
Mariposas “fue decorado en su día por la baronesa Sandra de Portanova y
ahora Jane ha introducido en él algunos detalles personales que han
incrementado su personalidad” (¡Hola!,
núm. 3068, 29 de mayo de 2003, p. 13). “La casa lleva el sello personal de
Raquel Mosquera: ella misma se ha encargado personalmente de decorarla a su
gusto (…) “Como es lógico, me puse en manos de un profesional para hacer las
obras”” (¡Hola!, núm. 3078, 7 de
agosto de 2003, p. 88).
No hay comentarios:
Publicar un comentario