El Colegio de Arquitectos de Cataluña (COAC) presentó en 2006 una pequeña muestra sobre el simbolismo del logotipo de la institución, que viajó posteriormente al Colegio de Arquitectos de las Islas Baleares en Palma de Mallorca.
El texto fue publicado en una hoja informativa, hoy desaparecida, que se recupera en esta entrada:
LA
ROSA Y EL COMPÁS (O EL ARQUITECTO HERMAFRODITA)
El
simbolismo del logotipo del Colegio de Arquitectos de Cataluña y de España
Vestido con una larga túnica y cubierto
con un gorro de lana, propios de un mago caldeo, un hombre, de pie y de
espaldas, traza, con un compás gigantesco de dos puntas abierto, sobre una
pared exterior desconchada, cuya materia, ladrillos de barro toscos, se hace
ostensible, figuras geométricas y naturalistas concéntricas: un conjunto de
círculos, cuadrados y triángulos isósceles, dispuestos dentro de un círculo
mayor que cubre toda la pared. En el círculo menor, aparecen dos figuras
desnudas, un hombre y una mujer, Adán y Eva, quizá. Al fondo se divisa un
castillo. A sus pies yacen algunos otros instrumentos de medición.
Este conocido grabado del alquimista Michael
Maier, en el siglo XVII, desarrolla de manera naturalista lo que simbolizan los
logotipos casi idénticos del Consejo Superior de los Colegios de Arquitectos de
España y del Colegio Oficial de Arquitectos de Cataluña.
Una expresión y una imagen identifican al
colegio. Ambas remiten a realidades anteriores y denotan funciones no siempre
coincidentes. Grafía e imagen gráfica están en contradicción.
El nombre de la institución que agrupa a
los arquitectos es el de colegio. Esta
palabra nos retrotrae a la Roma republicana e imperial. El término del latín collegium: éste era una institución
romana –o etrusca- que significaba reunión de “colegas”, de delegados –de lego, delegar- unidos –cum-, servidores de un mismo ideario,
juramento o ley –lex, de ahí el verbo lego-, esto es, de personas que compartían ideas o
aficiones, sólo al alcance de los miembros colegiales. Entre los collegia, destacaba, precisamente, el collegium fabrorum, esto es, la
corporación de los constructores romanos que incluía a los tignarii o carpinteros que levantaban estructuras de madera, a los tectores que se ocupaban de
recubrimientos y cubriciones, tejados –tecta- y estucos –tectoria-, los marmorii, etc. -En Roma no se distinguía
claramente entre arquitectos, aparejadores, constructores y promotores: todos
participaban en la ideación y la construcción de un edificio, sobre todo de
relevancia-. El término architectus
no era citado, pero las labores de diseño mental y gráfico, y construcción o
supervisión de aquél quedaban englobadas dentro de las del faber, el artesano o el obrero –él que obra, hace (poieo, en griego), crea-. En tanto que
especialistas de la madera, los miembros de este colegio se cuidaban de las
construcciones, y especialmente de los incendios que asolaban frecuentemente. Los
collegia eran instituciones religioso-asistenciales. Así, en cada collegium se
rendía diariamente culto a su dios protector brindándole ofrendas. Al mismo
tiempo, el collegium velaba para que sus miembros tuvieran un final digno,
ayudando a la familia a celebrar el entierro. Sólo durante el Bajo Imperio, los
collegia actuaron de mediadores entre el gobierno imperial y los constructores,
recaudando los impuestos. Sin embargo, la adscripción a un collegium no parece
que haya sido obligatoria y menos hereditaria. Desde luego, los miembros podían
darse de baja en cualquier momento. Esta institución se disolvió con la quiebra
de las instituciones imperiales, si bien, ya bajo dominación bárbara, se
crearon gremios en el norte de Italia, en el siglo VI, de los que poco se sabe.
El logotipo, por el contrario, evoca la Edad
Media.
La imagen actual comprende una corona de ramas de laurel y de olivo que
rodea a un compás con los brazos abiertos apuntando hacia abajo dispuesto sobre
una flor. El logotipo anterior, del siglo XIX, que ya comprendía el compás y la
flor, incluía un águila de dos cabezas que ocupaba el fondo del emblema y una
plomaba. Pese a que algunos de estos elementos ya se usaban como símbolos en la
antigüedad (el águila de dos cabezas ya se usaba en el segundo milenio antes de
Cristo en el Próximo Oriente antiguo, especialmente en el imperio hitita, y la
corona de laurel y de olivo, cuyos elementos, por separado ya se usaban en la
Grecia arcáica, era común en las monedas de la Roma Imperial), los elementos
más característicos, la rosa y el compás, asociados a la arquitectura, no son
anteriores al siglo XII. ¿Qué significan y qué relación guardan con el arte de
la construcción? Desde luego, su presencia excede ampliamente el mundo de la
arquitectura, si bien todos los ámbitos en los que fueron usados echan luz
sobre el imaginario arquitectónico.
El compás simboliza la mesura física y
moral. Desde la Edad Media y, sobre todo, desde el siglo XVI, acompaña a
alegorías de las artes liberales (matemática, geometría, y, más tarde,
arquitectura) y alegorías de las virtudes de la contención (templanza). En el
caso de las artes, el compás se usaba para simbolizar tanto la Teoría (cuando
el compás se abría hacia lo alto) como la Práctica (en este caso, el
instrumento se apoyaba en el plano o en el suelo). Desde luego, usado a modo de
antena, el compás era el medio a través del cual las formas ideales o las imágenes
mentales se encarnaban o se plasmaban materialmente.
El compás acompañaba a la personificación
de las artes pero también era un atributo del artista o del creador. Al menos
desde la Alta Edad Media, este instrumento sirve para identificar al arquitecto
(aunque el atributo del patrón de los arquitectos, en el mundo cristiano, el
apóstol Tomás, era la escuadra, Dédalo, el patrón de los constructores en la
Grecia antigua, venerado también en el cristianismo, se asociaba al compás,
cuya invención se atribuía ya sea al mismo Dédalo, ya sea a su sobrino Talos o
Perdix.). Pero, principalmente, el compás era el atributo del Gran Creador, del
creador del mundo, del “transubstanciador” de la materia. Desde el siglo XII,
el Dios Padre (posteriormente también su Hijo) se muestra manejando un compás
de dos puntas en el momento de la delineación y de la delimitación del orbe.
Esta imagen no tiene precedentes, si bien, ya en el antiguo testamento, a Yavhé
se le describe circunscribiendo, rodeando las aguas abismales a fin de
contenerlas. No se precisa, empero, con qué instrumento –si un instrumento fue
empleado- el Dios Padre dio forma a lo informe, el caos de los inicios.
A partir del siglo XVI, con el renacer
del esoterismo tardo-romano (posiblemente de raíz helenística), el proceso de
la creación del mundo, con el descendimiento de la forma hacia la materia y la delimitación de cada uno de
los cuerpos celestes y terrenales, se simbolizó a través de la figura del Ser
perfecto, el andrógino, iluminado por el sol y la luna, empuñando un compás
(apuntando hacia abajo) y una escuadra, de pie sobre el dragón de la materia,
vencido, rendido, dispuesto, cuya acción “arquitectónica” o formadora engendra
el orbe en cuyo interior aparecen dos figuras geométricas, el tríangulo, que
simboliza el cielo, y el cuadrado, asociado a la tierra: esta imagen
emblemática, creada por el alquimista Daniel Stolcius, en 1627, expresaba el
mismo contenido que el emblema anteriormente descrito. La creación del mundo
consistía en la iluminación de la materia, y era una operación similar a la
creación arquitectónica: e la unión de la forma mental y la materia nacía el
espacio ordenado, mesurado, apto para la vida. El Creador era un dador de vida
o, al menos, el que preparaba el mundo para acoger la vida, creándole un techo,
un abrigo, conteniendo, más allá de los límites, las devastadoras aguas del
caos, como hacía el creador, el arquitecto, componiendo un hogar para el
hombre. En este sentido, la arquitectura y la alquimia se equiparaban, pues ambas
artes buscaban lo mismo, iluminar el mundo y a cada ser: mientras el alquimista
intentaba hallar la esencia dorada encerrada en la materia plomiza, y a través
del proceso trataba de edificarse a la búsqueda de la luz, el arquitecto
componiendo lo informe, creaba hogares, espacios de luz en los que recogerse.
Por este motivo, la rosa, que simbolizaba
la llegada del espíritu, era un elemento común en las imágenes alquímicas y
arquitectónicas: en las catedrales, la luz celestial inundaba la nave, que
simbolizaba el espacio que acogía la gracia del espíritu, a través de la rosa
mística, el rosetón, cuyos vidrios de colores humanizaban, esto es, coloreaban,
la excesiva pureza de la luz divina, que los sentidos humanos no habrían
soportado.
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