miércoles, 15 de abril de 2015

Iconoclastia: las imágenes ¿quieren ser destruidas?

Las imágenes existen para ser percibidas a través de los sentidos. Los colores, los olores, los sabores, los sonidos y las texturas se descubren -y transmiten el mensaje que encierran o transportan- a través del contacto sensorial -y de la reflexión que acontece simultáneamente.

Para que el contacto sensorial y la interpretación de la obra de arte se produzca, es necesario que ésta llame la atención del paseante o del espectador. Necesita ciertas cualidades -visibles, audibles, olorosas, etc.- que atraigan -o repelan-. La imagen exige ser tomada en cuenta. Quiere ser observada. Puede recurrir a todos los subterfugios posibles. Quiere ser el centro de atención. Atrae, seduce, interpela, choca o agrede al espectador -a su "sensibilidad" o "gusto". Tiene que descolocarlo. No puede dejarlo indiferente. Es necesario que el espectador se fije, se detenga, no pase de largo. La imagen debe despertar la curiosidad del visitante y el deseo de sentirla e interpretarla, de querer sentir y saber más. Formas, expresiones, texturas, tamaños -desde la miniatura, casi invisible, hasta el fresco que cubre la bóveda de la catedral barroca: la imagen necesita imponerse. Se comporta como un feriante. Exhibe sus formas y proclama sus intenciones. La imagen no puede quedarse callada. Existe para comunicar o dialogar. Una imagen sin espectadores no tiene "sentido": no transmite nada.
La imagen exige una reacción por parte nuestra: sorpresa, admiración, desagrado, asco, etc. Antes, necesita que nos paremos -o que huyamos. La reacción no puede ser tibia; el desinterés -en sentido literal, y no kantiano- señala el final de la imagen, su ausencia de sentido, su condición gratuita, caprichosa, innecesaria. Si la imagen no parece satisfacernos, o colmarnos, es inútil, irrelevante; la vida puede proseguir sin ella.

Pero nuestra reacción puede ser violenta. La agresión que la imagen puede causarnos conlleva que nos comportemos con ella como ésta se comporta con nosotros. El deseo, la indignación, o el asco pueden alcanzar tal intensidad, que nuestro comportamiento puede -o debe- estar a la altura de la fuerza de la imagen. Ella sabe que puede ser destruida. Su destrucción es signo de su impacto. De algún modo, pide que actuemos, queriéndola poseer o neutralizar.
El atentado que se comete en ciertos lugares u ocasiones es una reacción extrema ante el influjo de la imagen.

Dos tipos de relaciones establecen las imágenes con los modelos que representan -naturalísticamente o no-. La imagen puede suplir o sustituir mágicamente al modelo, o puede, como sostenía el Concilio de Trento (siglo XVI) en el que se debatió, mientras el protestantismo derribaba las imágenes religiosas, el estatuto y la función de la imagen, evocarlo. Así, la imagen remite al modelo, mas éste no se halla en la imagen. La imagen es un viático: lleva al modelo; mas no lo suple o reemplaza -debido a que el modelo es invisible, inmaterial o infinito-. Cualquiera de esas consideraciones sobre la relación entre la imagen y el modelo puede acarrear la neutralización o la destrucción de la imagen. Pero no tiene el mismo sentido. En el caso de la imagen mágica, el daño que se inflige a la imagen está, en verdad, dirigido al modelo. Mas si la imagen "representa" al modelo, la destrucción puede ser debida a varias causas: no se acepta el modelo -por ser maligno, por ejemplo-, o no se acepta la imagen, ya sea porque el modelo es irrepresentable y, por tanto, la imagen es inútil -nunca traducirá la grandeza del modelo, una divinidad inefable, por ejemplo-, ya sea porque la imagen deforma, intencionadamente o no, el modelo, dando, así, una "mala" imagen, una imagen equívoca o equivocada, que lleva a una "idea" -una imagen mental- errónea sobre la naturaleza, la figura o condición del modelo. En estos últimos casos, el daño sí se dirige hacia la imagen.

En todos los casos, la destrucción, como la adoración, son reacciones que la imagen suscita y preve. Sabe que, al exponerse, al mostrarse, se expone a reacciones extremas por parte del espectador, atraído, azuzado, excitado por la imagen, cuyo impacto duradero -y peligroso- lleva a su destrucción. La destrucción de la imagen, la iconoclastia, es, en el fondo, la razón última de una imagen, el signo más visible o "impactante" de su poder.    

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