sábado, 10 de junio de 2017

Ídolo (El ídolo de Chillarón)



Ídolo de Chillaron, III-II milenios aC, Museo de Cuenca. Sección de Prehistoria
Fotos: Tocho, junio de 2017


Platón cuenta, en un conocido y hermoso mito, seguramente inventado o elaborado de nueva por él, los orígenes de la humanidad. En los inicios, la tierra estaba poblada de seres perfectos, ni humanos ni divinidades, ni humanos ni animales. Esos seres, que vivían pacíficamente, tenían un cuerpo en forma de esfera. Se desplazaban rodando sobre sí mismo. Poseían dos rostros, cuatro brazos y miembros inferiores, y dos sexos. Todo les era permitido; salvo ascender a lo alto del Olimpo donde moraban, quizá refugiados, los dioses, maravillados de las criaturas que habían engendrado -y posiblemente asustados por ellas.
La divina inquietud no estaba infundada. Un día, los humanos -los primeros humanos o, mejor dicho, quienes aún no eran humanos- decidieron recorrer el espacio vetado. Empezaron a ascender. Los dioses, reunidos de urgencia, imploraron a Zeus que pusiera fin a tan temeraria aventura que podía acabar con la toma del Olimpo y la deposición de los dioses. Zeus no quería castigar a sus hijos, pero tampoco podía dejar que prosiguieran su camino. Tuyo una idea feliz -y cruel. Supo detener el avance sin destruir a los hombres -o, mejor dicho, los creó (tal como somos aún hoy). Lanzó su rayo sobre la muchedumbre, el cual partió en dos a cada ser. Convertidos en dos- semi-esferas, cayeron rodando hacia el valle de donde procedían. Lograron incorporarse tras un esfuerzo titánico: los miembros inferiores se desplazaron hacia el corte. Cuando se pusieron en pie, parecían llevar un caparazón, o una jiba, a cuestas. pero, sobre todo, se dieron cuenta que habían perdido su otra mitad y que si querían volver a a intentar ascender al Olimpo y rivalizar con los dioses, ahora a salvo, tenían que encontrar de nuevo lo que -o quien- les faltaba. Pero la caída había sido tan imprevista, precipitada, que los seres partidos se habían dispersado por todo el orbe. Reencontrarse consigo mismo no iba a ser tarea de un día. algunos, posiblemente, necesitarían más de una vida para volver a ser lo que fueron, pare sentirse plenos, completos.
Los dioses podían descansar sin temor. Los humanos -ahora sí humanos- pasarían su vida buscándose, tratando de hallar lo que les diera sentido, y ya no aspirarían a lo imposible: la toma del cielo.

Este mito -sobre el que existe una hermosa canción (El origen del amor -The Origin of Love-), ya incluida hace algún año en este blog- parece estar ilustrado con un objeto o una estatuilla insólita -única-, hallada, casualmente, en un cauce cerca del pueblo de Chillarón (Serranía de Cuenca), si bien no procede de este lugar. Se expone hoy en el Museo de Cuenca. Data de la primera mitad del segundo milenio aC (entre 1800 y 1500 aC).
Se trata de una esfera -un ovoïde, en verdad- de piedra blanca, de unos quince centímetros de diámetro. Una hendidura recorre el perímetro. Permite reconocer dos semi-esferas unidas por una sección circular. Cada una está tallada por hondas hendiduras, perfectamente grabadas: profundas líneas rectas y curvas, que podrían representar, de manera estilizada, a un hombre y a una mujer -así se han interpretado. La esfera sería entonces, un fetiche (que cabe en la mano, cercano al ser humano: una piedra redentora): la imagen de una divinidad hermafrodita -perfecta-, garante de la fertilidad de la tierra o la fecundidad humana, de dos divinidades, o de la unión perfecta de éstas, quizá como evocación de la unión -o la cópula- del cielo y la tierra.


 

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