viernes, 6 de octubre de 2017

Serpiente (Constantinopla)










Fotos: Tocho, octubre de 2017

El santuario de Apolo en Delfos era el centro del mundo. Esta frase no es una metáfora. Para los griegos, Delfos era en centro físico -también espiritual- de "su" mundo, el mundo civilizado.
Apolo había escogido el lugar. Había derrotado a la serpiente primigenia, hija de la Tierra, que habitada en Delfos y guardaba la fuente de Castalia, con la que mantenía estrechas relaciones formales (en todos los sentidos de la expresión). Había también depositado los cimientos de su santuario y velado por su edificación. En tanto que dios previsor, anunciaba, de forma enigmática o velada, a cuantos le consultaban, el porvenir. Era también el dios de la justicia. Las leyes, que regulaban la convivencia, eran de su incumbencia. Tardíamente, Apolo asumió las funciones de Helios, el Sol, ya que con su perspicacia disolvía las tinieblas de la ignorancia. Dios justo, dios implacable también. No dudaba. Su decisiones eran inapelables, cortantes.
Las victorias y las derrotas estaban causadas por el apoyo o el desapego de Apolo.
Cuando Atenas venció a los Persas en la batalla de Platea en 478 aC, el consistorio ateniense ofreció a Apolo un monumento que simbolizaba la propia y decisiva victoria del dios que derribó a la serpiente de Delfos -llamada Pitón, aunque algunos la confundían con su madre Tierra, Delfine, lo que explica que el dios de la música y la armonía, Apolo, se acompañara de delfines cuando surcaba los mares para orientar a las naves-: se trataba de un alto pilar de bronce salomónico, de ocho metros de alto, formado por el entrelazamiento de una trinidad de serpientes, cuyas testas se separaban para sostener un gran caldero de oro.
El emperador romano Constantino mandó trasladar el monumento y situarlo en el centro del hipódromo de Constantinopla en 324, donde permaneció casi intacto hasta el siglo XVIII. Aun hoy, una gran parte del fuste se conserva, si bien las cabezas de las sierpes fueron destruidas y robadas, aunque uno se conserva parcialmente en el Museo Arqueológico.
La ubicación del monumento era lógica. Constantinopla era una nueva capital, la Roma de Oriente. Necesitaba las luces de Apolo. Por otra parte los giros del fuste evocaban bien los giros a los que invitaba la pista del hipódromo.
Las carreras que allí tenían lugar, no eran competiciones deportivas, sino que formaban parte de un ritual. Los carros tirados por caballos, en su desbocada carrera, representaban a los cuerpos siderales, cuyas órbitas perfectas ordenaban el mundo, ofrecían un modelo de perfecta articulación del mundo que todo soberano tenía que imitar si quería que su imperio no se hundiera en el caos o se fracturara.  Estos giros estaban bajo la protección de Apolo; al cuidado del cielo, pero también de la tierra, evocada por las serpientes cuyos cuerpos unidos se alzaban desde las profundidades para constituir un eje cósmico que sostenía el caldero ofrendado al dios del sol. De este modo, los tres niveles del cosmos estaban bien unidos -el infierno, la tierra y el cielo- lo que permitía el giro perfecto de las constelaciones, giro que, a su vez, aseguraba la armonía del cosmos.
Quizá debamos mirar de nuevo hacia las serpientes de Apolo.

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