domingo, 5 de noviembre de 2017

Una odisea del espíritu

Los hombres tomaron pronto conciencia de lo que les separaba de los animales y de lo que les identificaba: la conciencia que tenían de ser humanos, de formar parte de una gran familia o comunidad. Esta pertenencia no los anulaba ya que se reconocían todos como iguales. Cada uno era (como) el otro. Juntos y por separados, nada les diferenciaba. Incluso aislados, no dejaban de saber que pertenecían a un colectivo formado por individualidades que se aceptaban sin anularse.

Este "espíritu" humano se manifestaba en la obra de arte. Gracias a ésta, el hombre manifestaba su adscripción a lo humano. La obra era un signo de identidad. Todos, y cada uno, se reconocía en la obra de arte. Ésta simbolizaba lo propiamente humano, el "espíritu" que caracteriza al hombre. De algún modo, la obra de arte actuaba como un espejo en el que lo verdaderamente humano se manifestaba: su espíritu de convivencia, la aceptación del otro, la mutua entrega.

Mas, esa conciencia no emergió enteramente determinada. Pasaron milenios antes de que el hombre tomara conciencia de quien era, de quienes eran sus semejantes con quienes podía -y debía- formar comunidades en beneficio de la vida plena, la vida en común, renunciando a la cerrazón, la sinrazón, compartiendo valores: el principal de los valores, la entrega confiada a los demás.
Las primeras obras de arte aparecieron en Egipto, Mesopotamia, la India, sostendría, a principios del siglo XIX, el filósofo y teórico de las artes Hegel en su Estética y en la Fenomenología del Espíritu. Hoy deberíamos añadir al mundo precolombino, y tantas otras culturas "primigenias". Eran obras masivas, cerradas, impenetrables como las pirámides y los zigurats. Se asemejaban a montañas inalcanzables, como los templos hindúes, rodeados de profundo estanques, que simbolizaban a la montaña de los orígenes emergiendo de las oscuras y fecundas aguas de los inicios. Las estatuas representaban a figuras distantes, que miraban -o que parecían mirar- a la lejanía, con la vista fija y quizá ciega. Veían sin darse cuenta de lo que veían. Estas obras escultóricas y arquitectónicas tan enigmáticas reflejaban la incierta conciencia de los hombres de lo que eran, de su posición en el mundo, del sentido de la vida, de la conciencia aun incipiente de formar parte de una comunidad, o una comunión de espíritus.

Con el paso de los milenios, dicha conciencia se fue precisando. Los otros empezaban a ser como yo. Cada humano se reconocía en el otro. Lo propiamente humano no era ya un espíritu dotado de una forma incomprensible -bien traducida por las figuras híbridas egipcias- y vagamente inquietante -como inquietante aparece nuestro rostro cuando nos miramos por vez primera en un espejo: apenas nos reconocemos, apenas somos capaces de descubrir y de asumir que la figura que nos mira soy yo mismo proyectándome en ella. El espíritu humano tiene una forma humana, bien distinta de las rasgos animales y monstruosos que se reflejaban en las artes de los tiempos primigenios. Por eso, la estatuaria griega, que encapsula y manifiesta el modelo humano, ya es una figura humana -al igual que las columnas del templo griego que parecen resultar de la petrificación o de la metamorfosis de figuras de pie, de muchachas a las que el frío mármol las hubiera lentamente envuelto, sin que por ello se dejara de traslucir el recuerdo de un figura humana encapsulada; ideal aún, y un tanto distinta, ciertamente. Los ojos aun no nos miran ni nos podemos mirar en ellos, la sonrisa es forzada y genérica, y no poseen aun sentimientos plenamente humanos. La violencia y la ceguera aun prenden en los dioses y los héroes griegos. 

Llegó el tiempo en que el hombre asumió plenamente su condición. Aceptaba formar parte de una comunidad de iguales. Cada miembro no era un extraño o un enemigo que se ignora o se teme, al que no se mira sino de reojo, sino que ya fue posible mirarse en los ojos de los demás. Los hombres se reconocieron. Logramos esa comunión precisamente porque supieron ahondar en el interior de sí mismos y de los demás. Descubrieron que compartían valores, que poseían un alma, un espíritu, y que éste les embargaba. Ya no se protegían sino que se abrían. Daban más importancia al interior, a la vida íntima, que al cuerpo, fugazmente pletórico. Ya no contaba el heroísmo, la manifestación de la superioridad física, sino el hecho de compartir, de compadecer. La maternidad -el cruce de miradas entre la madre y el hijo- se convirtió en un tema preferido por el arte de la pintura, junto con la retratística -centrada en el poder hipnótico de la mirada tras la cual se intuye la "verdadera personalidad" del retratado, su "yo verdadero", quien es más allá de la efigie. Las máscaras, los rostros hieráticos, las sonrisas convencionales cayeron en favor de rastros ajados, de las marcas del tiempo personal en el rostro. La pintura reflejó a seres de carne y hueso, conscientes de su condición mortal, en tránsito, casi desdibujados, como se percibe en los autorretratos de Rembrandt o de Goya.

Sentir lo que el otro siente, sabiendo lo que siente, identificándome con él. Y es así como la arquitectura y la escultura fueron perdiendo importancia en favor de la pintura, la poesía y la música, artes capaces de traducir y de expresar las vibraciones, los movimientos anímicos, capaces de ser disfrutadas juntos y en silencio, percibiendo que existía una casi misteriosa correspondencia entre las artes del verbo y de la música, y las turbaciones, las subidas y bajadas, los murmurios del alma.  El espíritu, tan lejano otrora, estaba en el corazón del ser humano. Éste tenía corazón y podía apiadarse del semejante, sabiendo que era reconocido y aceptado por quien era: un humano a parte entera.

Pero las artes requieren el placer de las formas sensibles. Tienen que seducir o impresionar. Deben suscitar emociones, agradables o de rechazo. El velo sensible lastra inevitablemente la disección del alma, el estudio crítico de lo que nos constituye. El carácter aún esotérico del arte poético impide desnudar lo humano, explorando descarnadamente sus contradicciones, los pliegues, las zonas en sombra que configuran lo que somos. Era necesario un cuchillo más afilado,  libre de ensoñaciones, un cuchillo capaz de cortar y de abrir sin contemplaciones. Y así lentamente el arte se fue apagando n favor de la filosofía, o de un arte fisosófico que no pretende envolvernos y devolvernos una imagen en la que nos reconocemos y en la que descansamos, sino un arte despiadado que manifiesta la imagen que no querríamos ver. Llegó Duchamp y llegaron los filósofos a la carga para hacer saltar formas y normas, olvidándose de modales y maneras, a fin de exponer verdades con las que no querríamos reconocernos. El arte como guía dejó de tener sentido.

No sabemos qué ocurrirá en los tiempos venideros. Por suerte. La esperanza, contaba el mito, nos fue vetada.

 


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