jueves, 16 de mayo de 2019

¿Cómo exponer antigüedades?

Desde un seminario en la Northwestern University en Evanston (Chicago) y en el Oriental Institute (Chicago)


The Reception and Display of Ancient Near Eastern Art
A workshop organized by the Art History Department, Northwestern University, and the Oriental Institute, University of Chicago

Friday, May 17
Trienens Forum, Kresge Centennial Hall 1-515, Northwestern University, Evanston IL

9:00-9:45 Welcome: Reception studies and ancient Near Eastern art
Ann C. Gunter, Art History and Humanities, Northwestern University

9:45-10:30 Babylon– Berlin. Walter Andrae’s reconstruction of the Ishtar gate at Berlin in the context of the Zeitgeist and contemporary art
Helen Gries, Vorderasiatisches Museum, Berlin

10:30-11:00 Coffee

11:00-11:45 Representing Mesopotamia in the Oriental Institute Museum, 1931-present
Jean M. Evans, Deputy Director, Oriental Institute, University of Chicago

11:45-12:30 Ancient Near Eastern Art in The Metropolitan Museum of Art
Yelena Rakic, Ancient Near East Department, Metropolitan Museum of Art

12:30-1:45 Lunch

1:45-2:30 Ancient Middle Eastern artifacts—or modern ones?
Pedro Azara, School of Architecture, Barcelona (ETSAB)

2:30-3:30 Respondents
Paul Collins, Department of Antiquities, Ashmolean Museum, Oxford
Claudia Brittenham, Department of Art History, University of Chicago
Ashley Fiutko Arico, Department of Ancient and Byzantine Art, Art Institute of Chicago

3:15-3:30 Break

3:30-4:00 Discussion

4:30-5:30 (time to be confirmed) tour of "Caravans of Gold, Fragments in Time: Art, Culture, and Exchange across Medieval Saharan Africa," Block Museum of Art, Northwestern University

6:30 pm dinner (for speakers, respondents, and invited participants)


 PONENCIA DE PEDRO AZARA
(VERSIÓN ESPAÑOLA)
El escritor argentino Jorge-Luis Borges anotó que Picasso era anterior a los escultores africanos del siglo XIX ya que las obras de éstos entraron en los museos y fueron apreciadas como obras de arte por los ojos occidentales gracias a la “lectura” que del arte africano Picasso realizó, quien se inspiró de la manera de componer dichas tallas, una manera inédita de mirar y de traducir plástica la visión en el arte occidental nacido del renacimiento que se apartaba del naturalismo.  Picasso creó el “arte” africano, lo introdujo en el mundo del arte tal como éste fue definido en Occidente en el siglo XVIII. Picasso es más antiguo que las esculturas africanas más antiguas, pues sin Picasso, sostuvo Borges, no hubiéramos mirado aquellas tallas, no habríamos sabido mirarlas en Occidente, hubiéramos desviado la mirada ante su presencia enigmática que no cuadraba con forma de representación conocida y aceptada alguna. Los escultores africanos no se inspiraron del arte moderno occidental –en este caso, la relación es inversa- pero la creación africano devino arte, entró en la historia del arte y se relacionó con otras formas de arte gracias a que Picasso lo contempló como si fuera un arte más. El arte africano empezó a ser contemplado “desinteresadamente”, se empezó a pensar que el arte africano había sido creado para ser contemplado desde la distancia, gracias a Picasso, en palabras de Borges.
¿Qué tenemos delante, qué vemos?

Una conocida opinión de Jean Genet sobre la mirada hacia la estatuaria egipcia arcaica nos puede ilustrar sobre lo que contemplamos. Describía Genet una visita que realizó a las salas de arte egipcio en el Museo del Louvre de París en los años cincuenta. Contaba Genet que, al detenerse ante una vitrina que presentaba a una estatuilla de Osiris, tuvo de inmediato la casi dolorosa impresión que no estaba ante una imagen –una talla de madera pintada- sino ante un verdadero espíritu. Aquella estatuilla estaba viva. La imagen no era tal sino la manifestación visible, sensible de un ser sobrenatural que mantenía toda su fuerza, su presencia dentro de la imagen, en el interior de la vitrina. Ésta no había desactivado la viveza del espíritu ni su capacidad de impactar y de influir en el ánimo de quien se enfrentaba con ella. La talla era la manera cómo el espíritu se manifestaba ante el visitante y lo sobrecogía: lo detenía.
“Cuando apareció bruscamente, bajo la luz verde, Osiris, tuve miedo… Una mano o una masa que me obligaba a hundirme en los milenarios egipcios y, mentalmente, a inclinarme e, incluso más, a arrugarme ante esta pequeña estatua de mirada y de sonrisa duras, aplastaban mis espaldas y mi nuca. Se trataba verdaderamente de un dios. El dios de lo inexorable… Tenía miedo porque se trataba, sin lugar a dudas, de un dios.”
Genet utiliza en más ocasiones la palabra dios que la de estatua, porque siente –sin que se sepa si se trata de una impresión subjetiva o la constatación de un hecho objetivo- que se halla ante un ser vivo, ante la manifestación de lo sobrenatural, y no ante una creación humana, material, es decir inerte y sin efectividad a distancia. La estatua no es tal sino la manera cómo Osiris se presentó ante Genet.
¿Cómo exponer el arte antiguo, las obras arqueológicas?
Cabría precisar que la diferencia entre arte antiguo y obra arqueológica es imprecisa. Museos como el Museo Metropolitano de Arte de Nueva York o el Instituto de Arte de Chicago poseen colecciones de piezas arqueológicas que se presentan bajo la denominación de arte antiguo, seguramente porque se equiparan a las colecciones de arte “clásico”, moderno y contemporáneo. En cambio, una colección como la del Instituto oriental de Chicago comprende solamente lo que se denominan obras arqueológicas. Quizá la diferencia resida en el continente, un museo de arte en general frente a un museo dedicado exclusivamente al arte antiguo que tiende a ser presentado como un Museo Arqueológico (véase los casos de Barcelona, Madrid o Atenas, por ejemplo). Es quizá por esta razón que no existen, a nuestro entender, museo denominados arqueológicos en los Estados Unidos. Las piezas arqueológicas suelen proceder de excavaciones legales (según la legislación vigente), es decir son fruto de hallazgos voluntarios o involuntarios, recientes o acontecidos hace siglos (la estatua del Laocoonte, en Roma, fue desenterrada en el siglo XVI, y los caprichos pintados de la Domus Aurea en Roma se descubrieron casi un siglo antes). Una pieza arqueológica es, así, una pieza desaparecida y rescatada, cuya vida presenta una corta o larga laguna, un tiempo durante el cual la obra desaparece de la vista o el conocimiento, y cuyo hallazgo constituye un verdadero renacer. 
La célebre y polémica película documental en blanco y negro Statues Also Die (Quand les statues meurent aussi), realizada por Chris Marker y Alain Resnais en 1953, prohibida durante once años años en Francia, trata del tema de la exposición de estatuas y máscaras africanas fuera de sus países o culturas de origen, en museos de etnografía o de arte occidentales.  Los cineastas sostienen que la presentación de estas obras, fuera de todo contexto, aisladas en vitrinas, rebaja o anula su razón de ser, puesto que son ofrecidas a la contemplación desinteresada, como si fueran obras de arte, cuando, en verdad, son moradas de espíritus que solo tienen sentido si son capaces de dialogar con las comunidades que las han creado, a las que pertenecen –o comunidades que les pertenecen, si adoptamos el “punto de vista” de dichas efigies.  Rota esta conexión, silenciado el diálogo, las obras se reducen a objetos decorativos que nada dicen ni aportan. Enmudecen. Y se convierten en obras prescindibles, motivos de mercadeo, sin ninguna influencia efectiva en quienes las venden, las adquieren o las contemplan, libres de su posible influencia gracias a la protección que ofrece una campana de cristal. Objetos “extraños” –capaces tanto de transportarnos cuanto de asegurarnos de “nuestra” capacidad de reproducir miméticamente el mundo, logrando formas “bellas”, es decir parecidas a formas naturales “idealizadas”-, curiosos, incomprensibles, e innecesarios, que solo se muestran para satisfacer nuestra necesidad de “exotismo”. 
¿Debemos pues exponer obras que no fueron concebidas ni creadas para ser contempladas, sino para jugar un papel activo en la comunidad?
Un conocido breve texto de Roland Barthes, “Cómo interpretar lo antiguo”, podría darnos alguna pista. Se trata de una crítica a una representación de una tragedia griega en París, redactada en 1955.  Barthes comenta las dos maneras más habituales de abordar la puesta en escena de un texto clásico –dos maneras que aún se dan hoy, sesenta y cinco años más tarde: una manera que Barthes denomina arqueológica –en la que se busca la perfecta réplica de lo que se considera era una representación en la Atenas del siglo VI aC, con actores con togas y máscaras- y una representación con trajes de calle y decorados y efectos visuales y sonoros modernos, en la que se busca “actualizar” el texto, como si éste se refiera al presente, anulando la extrañeza que lo que se narra y cómo se narra producen. El texto podría ser una crónica o un reflejo del presente. Entre la toga y el traje de calle ¿cabría otra manera de abordar la interpretación de un texto teatral antiguo? Barthes critica la manera de recitar. Las pasiones que viven, y con las que se enfrentan los héroes, no son pasiones que les embargan, fruto de su manera de situarse en el mundo. Los héroes no son sujetos libres, víctimas de “sus” pasiones. Lo que les ocurre es fruto de decisiones y acciones externas. Los dioses los manejan. Ellos no sienten nada. Actúan al dictado o el antojo del cielo. Sus vivencias, sus deseos no cuentan. No son seres torturados, que ansían superarse. La tortura que sufren es una consecuencia directa de la manipulación divina, no es psicológica; no se trata de una “enfermedad del alma”. Del mismo modo, el coro es una figura esencial, que declama lo que el pueblo opina sobre los acontecimientos narrados. El coro es un representante popular, es la voz de la comunidad, que sufre o goza, se compadece o se enfurece ante la manera cómo los dioses utilizan a los héroes, una manera de la que no pueden librarse –ni seguramente piensan en librarse, sino que aceptan porque no cabe otra actitud ante la voluntad divina, porque se saben víctimas, un papel del que no pueden desprenderse. En este sentido, la revuelta y la orgullosa manifestación de libertad ante el destino, propia del romanticismo, no tienen cabida en el mundo griego arcaico y clásico.
Se trata, desde luego, de un mundo lejano, incomprensible. No podemos compartir esta visión de la condición humana y de su lugar en el mundo. La extrañeza ante lo que se cuenta y cómo se narra es inevitable. Nunca podremos entender a los clásicos. Pertenecen a un mundo que nada tiene que ver con nosotros. Por tanto, Barthes critica cualquier intento de “modernizar” un texto y su interpretación, basándose en presupuestos y en sentimientos modernos. Se tiene, en cambio, que mantener la extrañeza, casi la incomprensión que el texto y su escenificación suscitan, porque es la única manera de apreciar la distancia insalvable entre dos tiempos, antiguo y moderno, asumiendo que nunca podremos ver una obra de teatro clásica como era percibida o recibida hace dos mil quinientos años. La obra no nos habla, ni habla de nosotros. Habla de lo que nos es hoy incomprensible, inasumible incluso, y esta es la lección que la interpretación de una obra antigua nos tiene que dar: somos mortales y estamos inevitablemente marcados por el tiempo. Nuestra visión está condicionada, y permitida o facilitada por nuestro tiempo. No podemos pretender entender el presente y el pasado como si fuéramos inmunes al tiempo, como si fuéramos dioses.
Es cierto que Barthes se refiere a interpretaciones de textos teatrales, pero éstas conllevan una puesta en escena, tan importante como la propia interpretación actoral. ¿Qué podemos aprender de esta crítica, y cómo podemos aplicarla a la puesta en escena de obras arqueológicas, si compartimos la visión de la antigüedad de Barthes?
Bataille, a principios de los años treinta del siglo pasado, criticaba, en la revista Documents, la exposición de objetos antiguos, aislados en vitrinas, fuera de todo contexto –una opinión que Marker y Resnais retomarían una veintena de años más tarde, como hemos visto. Según Bataille la exposición de objetos antiguos no era aceptable porque no habían sido elaborados para ser contemplados sino para ser usados, lo que es imposible en un contexto museístico: los objetos expuestos no pueden ser manipulados por razones de conservación–Bataille se refería sobre todo a objetos “etnográficos”, una vez cesado su uso, inservibles y seguramente ya imposibles de volver a ser usados debido al desconocimiento que se tiene de cómo y porqué se utilizaban, objetos que han perdido su razón de ser por los cambios sociales-. La contemplación era inútil, irrelevante o perniciosa porque ponía el acento en las cualidades materiales y formales del objeto, en la pericia o técnica de su manufacturación, en detrimento de su razón de ser, que era la de responder a determinadas necesidades, de acomodarse a la mano y al objeto con el que debía entrar en relación. La red de relaciones en la que se acogía el objeto, quién lo elaboraba y quién lo usaba, eran tan importantes como la propia presencia del objeto. Si no cabía más que exponerlos, su presentación debía evocar de manera lo más precisa posible cómo y dónde se utilizaban dichos objetos, en qué contextos se insertaban, a qué necesidades respondían. Es decir, según Bataille, el objeto debía exponerse precedido o rodeado de cuánta más información gráfica y visual posible sobre los usos del objeto mejor. Sin esta información, la exposición no tenía, literalmente, sentido. Peor aún, era engañosa sobre la función del objeto.
Desde luego, un objeto arqueológico debería acompañarse de todos los datos y referencias que se pudieran encontrar –textos, imágenes, así como de la historia de su descubrimiento, y de las interpretaciones que se han dado- para que la mirada pudiera evaluarlo debidamente, teniendo en cuenta la razón de su existencia. Una bomba, en sí, puede ser un objeto placentero, una perfecta esfera, una figura casi ideal. Solo la explicación de su finalidad –si atendemos a las causas aristotélicas- matizará o anulará el posible entusiasmo o la fascinación que produce. Fascinación que puede que se mantenga o se acreciente, pero que no desconoce por qué fue ideada y ejecutada dicha bomba. La evaluación exclusivamente formal es legítima siempre que sea la consecuencia de una elección con todas las cartas en la mano. La estética puede obviar la ética, pero debe conocer a ésta, para que la elección sea una elección, una elección que tenga “sentido”.
Cuantos más datos, ordenados y claramente enunciados, podamos aportar, más estaremos informados y formados para contemplar un objeto arqueológico. Pero ¿qué podemos ver?, ¿qué vemos? ¿Debemos mirarlos, incluso?
Tenemos que aproximarnos tratando de relacionarnos con ellos según lo que dispongan o nos pidan, atendiendo a lo que muestran y significan. Mas ¿sabemos qué quieren comunicarnos, qué desean revelarnos?
Algunas obras arqueológicas no fueron nunca pensadas y materializadas para ser contempladas, al menos por ojos humanos. Todo el arte funerario debe de permanecer oculto, al menos a nuestros ojos. Las estatuas funerarias griegas, los llamados kolossoi, se presentaban erguidos, al aire libre. En este caso, se ofrecían a la vista, pero tenían como fin no ser disfrutados sensiblemente sino permitirnos acordarnos de los difuntos enterrados bajo la estatua, amén de que servían de cobijo, de cuerpo imperecedero a las almas del difunto, desamparadas y potencialmente agresivas o molestas tras la desaparición de su soporte, el cuerpo del difunto. Jean Evans ha estudiado maravillosamente la ubicación de los orantes mesopotámicos, demostrando de manera convincente que dichas efigies si situaban cerca de las capillas, las moradas divinas, y tenían como fin no solo garantizar la presencia permanente del oferente ante la divinidad (o su estatua de culto), sino que también delimitaban el espacio. Se ubicaban en la frontera, que definían, entre el espacio por donde transitaban los oferentes, y el espacio al que solo tenía acceso la divina y sin duda los sacerdotes. Por tanto, dichas efigies, ubicadas en patios, al aire libre, quizá solo tuvieran ojos para la divinidad y solo se mostraban de espaldas a los mortales. Las estatuas reales seguramente eran visibles, siempre que los mortales tuvieran acceso a los espacios (patios, estancias) donde se ubicaban.
La visibilidad de las estatuas y las estatuillas –si nos limitamos a este tipo de objetos arqueológicos- las definía, pero las modalidades de la visión variaban y no siempre –o quizá nunca- coincidían con nuestra manera de relacionarnos con las estatuas. Su contemplación no estaba asegurada. Ni siquiera existían solo para ser contempladas. En todo caso, no podemos estar seguros del tipo de relación que exigían, como tampoco estamos seguros que entraran en contacto con os mortales ni qué querían revelar.
Son obras que nos son extrañas. Eran extrañas en la antigüedad; quiero decir, probablemente no pertenecían al mundo profano en el que los mortales están circunscritos. Pocos mortales tenían acceso a la visión de las estatuas –si es que ojos mortales podían relacionarse con ellas. La invisibilidad de lo visible, de una imagen seguramente nos es extraña, más extraña posiblemente que para un habitante de hace tres o cuatro mil años.
La exposición de tales obras, hoy en día, debería respetar la extrañeza que causan. Doble extrañeza: la que quizá sentían los hombres del pasado, y la nuestra, incapaces de ver dichas obras como debían de ser vistas o pensadas antiguamente. No son obras que se muestren, se ofrezcan a la vista. Es posible que nos rehúyan, y quizá que las rehuyamos también al no poder desenmascararlas y penetrar en lo que encierran o significan. Son un enigma, y dicho misterio debe ser preservado. ¿Cómo exponerlas pues –si es que debemos mostrarlas?
Hace años, el arquitecto Marc Marín (hoy en la UPennUniversity) y yo pensábamos y escribimos que el “White cube”, el espacio blanco habitualmente utilizado para exponer obras contemporáneas, sin aparentemente ninguna cualidad especial, era el medio preferible para exponer obras arqueológicas -aunque el color blanco y la ausencia de ornamentación, la luz artificial o la llegada de luz natural inundando el espacio ya son maneras de caracterizar dichos espacios expositivos, que no son, por tanto, contenedores neutros-. La razón estribaba en qué considerábamos que, toda vez que las piezas arqueológicas no fueron concebidas ni realizadas para ser contempladas, disfrutadas por sus cualidades sensibles ni por su contenido –aunque bien sea cierto que los materiales y la cuidada o habilidosa ejecución contribuían a la irradiación mágica o sagrada de los objetos-, su exposición las equiparaba con los objetos que existen para entrar en contacto visual o sensible con los humanos: las obras de arte. Y, en tanto que obras de arte, en tanto que obras arqueológicas convertidas en obras de arte a causa de su exposición, que no atiende a lo que “representan”, a sus fines y valores -no siempre conocidos-, sino a sus cualidades estéticas y la “forma” en que traducen un contenido que suponemos parecido al de una obra de arte, las obras arqueológicas, como las obras de arte contemporáneas, bien podían exponerse en contenedores neutros, blancos, habituales en el arte contemporáneo. Hoy no negamos la buena relación entre las obras arqueológicas y el contenedor blanco, pero consideramos que dicha relación sería particularmente adecuada para expresar justo lo contrario de lo que anteriormente considerábamos expresaba el contenedor blanco cuando acogía a una obra antigua. Lejos de acercárnosla, o de acercarnos a ella, el “white cube” nos la aleja –el ensayista español Sánchez Ferlosio consideraba que la obra no debía ser acercada al espectador, es decir, simplificada, edulcorada, obviando sus asperezas, sus dificultades, el carácter arisco de la obra que se niega a revelar su contenido sin la debida preparación por parte del espectador, sino que era el espectador el que debía emprender el acercamiento a la obra, acaso dificultosamente, enfrentándose a sus limitaciones y los enigmas que la obra plantea. Dicho alejamiento debe ser mantenido y acentuado, pues simboliza el abismo entre la obra y nosotros, entre su mundo y el nuestro, y preserva su carácter que solo los antiguos podían entender. Así, aislada, sola, en un ambiente desnudo, la obra se nos presenta como un problema irresoluble, que invita a resolverlo, una tentativa necesaria de emprender aun sabiendo que nunca será entera y definitivamente solventado. La doble extrañeza, la que la obra impone porque no está siempre concebida para los sentidos de los mortales, y la que sentimos ante ella, incapaces de interpretarla pese a la aparente facilidad que pueda emanar de una manera naturalista de representar, es lo que define lo que una obra arqueológica es o posee. Cuantos más datos se aporten, cuantas más facilidades se concedan al espectador para acercarse a la obra, más fructífero será el encuentro, siempre que la obra acepte el encuentro y nos ayude a alzarnos hasta ella. Una esperanza necesaria aunque vana.
La historia es un pasillo, o una red de galerías, marcada por puertas que se van cerrando. Algunas logran abrirse tras un tiempo. Otras ni siquiera se descubren.
Exponer obras arqueológicas conlleva reflexionar sobre nuestra concepción de la historia, entendida como una sucesión continua de hitos y datos descifrables, o como una superposición inconexa de datos, muchos de los cuales faltan o son indescifrables, y otros están irremediablemente mutilados o tergiversados por interpretaciones anteriores que impiden un acercamiento a la comprensión, siempre limitada, de la obra. Una exposición de arqueología habla tanto el pasado cuanto del presente, y revela todo lo que hemos perdido, y como el pasado, muy a menudo, es mudo aunque intentamos, a veces desesperadamente, hacerle hablar, creyendo en ocasiones que se dirige a nosotros y que lo entendemos. Como no entendemos el presente, desviamos la mirada hacia el pasado, ya concluido. Lo que contiene apenas se nos revela, y se revela como un misterio –y un acicate para seguir reflexionando y “exponiendo”.    



(VERSIÓN INGLESA)

The Argentinean writer Jorge Luis Borges pointed out that Picasso anticipated 19th century African sculptors because their works came to form part of museums and were valued as works of art by Western eyes thanks to his “reading” of African art, inspired by how these sculptures were created, an unusual visual way of looking at and translating the vision of Western art born in the Renaissance that distanced itself from naturalism. Picasso created African “art” and introduced it in the world of art as it was defined in the West in the 18th century. Picasso is older than the oldest African sculptures because without Picasso, Borges argued, we wouldn’t have looked at those sculptures, we wouldn’t have known how to look at them in the West, and we would have disregarded their enigmatic presence that did not fit in with any known or accepted form of representation. African sculptors were not inspired by Western modern art – rather the reverse – but African creation became art, entered the history of art and was related to other forms of art because Picasso saw it as if it were just another art. In Borges’ view, African art started to be seen “selflessly”, people began to think that it had been created to be looked at from a distance, thanks to Picasso.
What is before us, what do we see?
A well-known opinion by Jean Genet on the approach to archaic Egyptian statuary can enlighten us about what we look at. Genet described a visit he made to the Egyptian art rooms in the Louvre Museum in Paris in the fifties. Genet explained that, when stopping in front of a display cabinet with a statuette of Osiris, he immediately had the almost painful impression that he was not in front of an image – a painted wooden statuette – but a real spirit. That statuette was alive. It was not an image but the visible, sensible manifestation of a supernatural being that preserved all its strength, its presence within the image, inside the display cabinet. It had not deactivated the vividness of the spirit or its capacity to have an impact and influence on the mood of those looking upon it. The statuette was how the spirit manifested itself to visitors and overawed them: stopped them.
“When Osiris suddenly emerged, under the green light, I was frightened... A hand or a mass that made me sink into the Egyptian millenaries and, mentally, incline towards and even shrink before that statuette with a severe gaze and smile, crushed my shoulders and my nape. It was certainly a god. The god of the inexorable… I was frightened because it was, undoubtedly, a god.”
Genet uses the word god more often than statuette because he feels – without us knowing if it is a subjective impression or the realisation of an objective fact – that he is standing in front of a living being, the manifestation of the supernatural rather than a tangible human creation; in other words, inert and without effectiveness at a distance. The statuette is not a statuette as such but the way Osiris presented himself before Genet.
How to exhibit ancient art, archaeological pieces?
It should be noted that the difference between ancient art and archaeological pieces is imprecise. Museums such as the Metropolitan Museum of Art in New York or the Art Institute of Chicago hold collections of archaeological pieces that are exhibited under the name of ancient art probably because they are put on the same level as the collections of “classical”, modern and contemporary art. In contrast, a collection like that of the Oriental Institute in Chicago only comprises what they call archaeological artefacts. Perhaps the difference lies in the continent, an art museum in general compared with a museum exclusively focused on ancient art that tends to be presented as an Archaeological Museum (see the cases of Barcelona, Madrid or Athens, for example). This is perhaps why, in our view, there are no museums called archaeological in the United States. The archaeological pieces usually come from legal excavations (according to the legislation in force); in other words, they are the result of voluntary or involuntary discoveries, recent or dating back centuries (the statue of Laocoön, in Rome, was unearthed in the 16th century, and the caprices painted in the Domus Aurea in Rome were discovered almost a century earlier). An archaeological piece is, therefore, a vanished and rescued piece, whose life has a short or long hiatus, a time during which it disappears from sight or knowledge, and whose discovery is a real rebirth. 
The famous and controversial black and white documentary film Statues Also Die (Quand les statues meurent aussi), directed by Chris Marker and Alain Resnais in 1953, banned for 11 years in France, deals with the issue of exhibiting African statues and masks outside their countries or cultures of origin, in Western ethnography or art museums. The filmmakers argue that the presentation of these works outside any context, isolated in display cabinets, undermines or annuls their purpose, because they are offered up for selfless contemplation, as if they were works of art, when, in reality, they are dwellings of spirits that are only meaningful if they can dialogue with the communities that have created them, to which they belong – or communities that belong to them, if we adopt the “point of view” of these effigies. Once this link has been broken and the dialogue silenced, the pieces are reduced to decorative objects that say or contribute nothing. They remain silent. And they become dispensable pieces, merchandise, without any effective influence on those selling, buying or looking at them, free of their possible influence thanks to the protection of a glass bell. “Strange”, curious, incomprehensible and unnecessary objects – capable both of transporting us and guaranteeing “our” capacity to mimetically reproduce the world, achieving “beautiful” shapes; that is, similar to “idealised” natural shapes – that are only exhibited to meet our need for “exoticism”. 
Must we therefore exhibit objects that were not conceived or created to be looked at but to play an active role in the community?
A well-known brief text by Roland Barthes, “Comment représenter l’antique”, might give us a clue. It is a review of a performance of a Greek tragedy in Paris, written in 1955. Barthes comments on the two most common ways of dealing with the staging of a classical text; two ways that still exist today, 65 years later: a way that Barthes calls archaeological, in which the perfect replica of a performance in the 4th century BC is sought, with actors wearing togas and masks, and a performance with street clothes, modern decors and sound and visual effects, in which the objective is to “update” the text, as if it referred to the present, suppressing the estrangement produced by what is narrated and how it is narrated. The text could be a chronicle or a reflection of the present. Between the toga and the street clothes, would it be possible to find another way of dealing with the performance of an ancient play? Barthes criticises the way the actors recite. The passions experienced and faced by heroes are not passions that overpower them but are the result of how they position themselves in the world. Heroes are not free subjects, victims of “their” passions. What happens to them is the result of external decisions and actions. The gods control them. They feel nothing. They act at the dictation or will of heaven. Their experiences and desires do not count. They are not tortured beings, who wish to excel. The torture they suffer is a direct consequence of divine control; it is not psychological, it is not a “disease of the soul”. Similarly, the choir is a key element, declaiming the people’s view of the events narrated. The choir is a people’s representative, the voice of the community, which suffers or enjoys, sympathises or becomes furious at how the gods use the heroes. They cannot escape it and probably do not think about doing so but instead accept it because there is no room for any other attitude faced with divine will, because they feel themselves as victims, a role they cannot avoid. In this respect, the revolt and the proud manifestation of freedom faced with fate, characteristic of Romanticism, has no place in the archaic and classical Greek world.
It is, of course, a distant, incomprehensible world. We cannot share this vision of the human condition and its place in the world. The strangeness faced with what is told and how it is narrated is inevitable. We will never understand the classics. They belong to a world that has nothing to do with us. Thus, Barthes criticises any attempt to “modernise” a text and its performance, based on modern assumptions and feelings. In contrast, the strangeness, almost the incomprehension, that the text and its staging awaken must be preserved, because it is the only way of noticing the insuperable distance between two times, ancient and modern, taking for granted that we will never be able to see a classical play as it was perceived or received 2,500 years ago. The play does not speak to us, or speak about us. It speaks of what today is incomprehensible for us, unacceptable even, and this is the lesson that the performance of an ancient play must give us: we are mortal and we are inevitably marked by time. Our vision is determined, and allowed or facilitated, by our time. We cannot claim to understand the present and the past as if we were immune to time, as if we were gods.
It is true that Barthes refers to performances of plays, but these entail a staging, as important as the acting performance. What can we learn from this review, and how can we apply it to the staging of archaeological objects, if we share Barthes’s vision of antiquity?
Bataille, in the early 1930s, criticised, in the journal Documents, the exhibition of ancient objects, isolated in display cabinets, outside any context – an opinion that Marker and Resnais would pick up some twenty years later, as we have seen. According to Bataille, the exhibition of ancient objects was not acceptable because they were not produced to be looked at but to be used, which is impossible in the framework of a museum: the objects exhibited cannot be handled for reasons of conservation. Bataille mainly referred to “ethnographical” objects that, once they were no longer used, become useless and probably cannot be used again because we do not know how and why they were used; objects that have lost their purpose through social changes. Looking was useless, irrelevant or pernicious because it stressed the tangible and formal qualities of the object, the skill or technique of its manufacture, to the detriment of its purpose, which was to meet given needs, to adapt to the hand and to the object to which it had to relate. The network of relations surrounding the object, who made it and who used it, was as important as its presence. If there was no other possibility than to exhibit them, their display had to evoke as precisely as possible how and where these objects were used, their contexts, and the needs they met. In other words, according to Bataille, the object had to be exhibited preceded or surrounded by as much graphic and visual information as possible about its uses. Without this information, its exhibition was, literally, meaningless. Or even worse, it was deceitful about the function of the object.
Of course, an archaeological object should be exhibited along with all the data and references available – texts, pictures, as well as the history of its discovery, and the interpretations made of it – so that the gaze could assess it appropriately, bearing in mind the reason for its existence. A bomb, in itself, can be a pleasant object, a perfect sphere, an almost ideal figure. Only the explanation of its purpose – if we keep in mind the Aristotelian causes – will qualify or cancel the possible enthusiasm or fascination it produces. A fascination that perhaps will be maintained or grow but which does not know why that bomb was conceived and manufactured. The exclusively formal assessment is legitimate provided it is the consequence of a choice while holding all the cards. Aesthetics can ignore ethics, but must understand them, so that the choice is a choice and has a “meaning”.
The more arranged and clearly enunciated data we can contribute, the more informed and trained we will be to look at an archaeological object. But what can we see? What do we see? Do we even have to look at archaeological objects?
Our approach must be to try to relate with them according to what they tell or ask us, taking into account what they show and mean. But, do we know what they want to tell us, what they wish to reveal to us?
Some archaeological pieces were never conceived or materialised to be looked at, at least by human eyes. Any funerary art must remain hidden, at least to our eyes. Greek funerary statues, the so-called kolossoi, were displayed erect, in the open air. In this case, they were offered to the sight but their purpose was not to be enjoyed with the senses but to enable us to remember the deceased buried beneath the statue, in addition to the fact that they acted as a shelter, as imperishable body for the souls of the deceased, helpless and potentially aggressive or angry after the disappearance of their support, their body. Jean Evans has brilliantly studied the location of the Mesopotamian worshippers, showing convincingly that these effigies were placed close to the shrines, the divine dwellings, and their aim was not only to guarantee the permanent presence of the offering bearer before the deity (or its worship statue) but also delimited the space. They were located on the border, which they defined, between the space where the offering bearers moved and the space that only the deity and of course the priests could enter. Therefore, these effigies, located in patios, in the open air, only had eyes for the deity and were displayed with their backs to mortals. The statues were probably visible provided mortals had access to the spaces (patios, rooms) where they were located.
The visibility of the statues and statuettes – if we limit ourselves to these types of archaeological objects – defined them, but the ways they were viewed varied and not always – or perhaps never – coincided with our way of relating with them. There was no guarantee of looking at them. They didn’t even exist only to be looked at. In any case, we cannot be sure of the type of relation they required, as we cannot be sure that they made contact with mortals or what they wanted to reveal.
They are pieces that are strange to us. They were strange in antiquity; that is, they probably didn’t belong to the profane world in which mortals are confined. Few mortals were able to see the statues – if mortal eyes could relate to them. The invisibility of the visible, of an image that is probably strange to us, stranger possibly than for an inhabitant of three or four thousand years ago.
The exhibition of such pieces today should respect the estrangement they awaken. A two-fold estrangement: that which the individuals of the past felt, and ours, incapable of seeing such pieces as they must have been seen or conceived in antiquity. They are not pieces that are shown and offered up to our sight. Maybe they avoid us, and perhaps we also avoid them as we cannot unmask them and penetrate into what they conceal or mean. They are an enigma, and such a mystery must be preserved. How should they be exhibited – if we should exhibit them?
Some years ago, the architect Marc Marín (today at UPenn) and I thought and wrote that the white cube, the white space usually used to exhibit contemporary works, without apparently any special quality, was the preferred medium to display archaeological pieces – although the white colour and lack of ornamentation, the artificial light or the arrival of natural light flooding the space are in themselves ways of characterising such exhibition spaces, which are not, therefore, neutral containers. The reason was that we considered that, although archaeological pieces were not conceived or made to be looked at, enjoyed for their sensible qualities or their contents – although certainly the materials and painstaking execution contributed to the magical or sacred irradiation of the objects –, their exhibition put them at the same level as the objects that exist to enter into visual or sensible contact with humans: the works of art. And, as works of art, as archaeological pieces turned into works of art because of their exhibition, which does not deal with what they “represent”, their purposes and values – not always known – but rather their aesthetic qualities and the “form” in which they translate a content that we suppose is similar to that of a work of art, archaeological pieces, like contemporary works of arts, could be displayed in neutral white containers, common in contemporary art. Today we do not deny the good relation between archaeological pieces and the white containers, but we think that this relation would be particularly suitable to express quite the opposite of what we previously thought the white cube expressed when it housed an ancient piece of art. Far from bringing it closer to us, the white cube distances it. The Spanish essayist Sánchez Ferlosio considered that the work should not be made more accessible for viewers; in other words, simplified, sweetened, overcoming its roughness and difficulties and the unfriendly character of the work that refuses to reveal its contents without the due preparation by the viewer. Rather, viewers should prepare themselves, however difficult it may be, confronting their limitations and the work’s enigmas. This distancing must be maintained and stressed, because it symbolises the abyss between the work and us, between its world and ours, and preserves its character that only the ancients could understand. Thus, isolated, alone, in a bare setting, the work appears to us as an unsolvable problem, which invites solution, a necessary effort despite understanding that it will never be entirely and definitively solved. The two-fold estrangement, that which the work imposes because it is not always conceived for the senses of mortals and that which we feel before it, incapable of interpreting despite the apparent accessibility that may come from a naturalistic representation, is what defines what an archaeological piece is or possesses. The more information there is and the easier it is for the viewer to get closer to the work, the more fruitful the encounter, provided the work accepts the encounter and helps us to reach it. A necessary yet vain hope.
History is a passageway, or a network of galleries, marked by doors that keep closing. Some can be opened after a time. Others are not even discovered.
Exhibiting archaeological pieces involves reflection on our conception of history, understood as a continuous succession of decipherable milestones and data, or as a disconnected superimposition of data, much of which is lacking or indecipherable, while other data is irredeemably mutilated or distorted by prior interpretations that prevent an approach to the always limited understanding of the piece. An exhibition of archaeology speaks both of the past and the present, and reveals everything we have lost, and how the past, very often, is mute although we try, sometimes desperately, to make it talk, believing that on occasions it addresses us and we understand it. As we don’t understand the present, we look towards the past, which is already over. What it contains is barely revealed to us, and appears as a mystery – and an incentive to continue reflecting and “exhibiting”.   




No hay comentarios:

Publicar un comentario